– Por supuesto, no parece que funcione. Si por «funcionar» entendemos evitar que vuelvan a hacerlo. Por otra parte, es bastante difícil decirlo porque la mayoría de ellos apenas si tienen la posibilidad de hacer nada otra vez. Son condenados a cadena perpetua. -Sam Rosenberg rebañó el plato de los restos de su curry con un pedazo de pan. Parecía disfrutar de su almuerzo-. Jem Hocking pidió venir aquí. Le condenaron en septiembre, fue enviado a Scrubs o quizá fue a Wandsworth, y empezó a destrozar el lugar. Fue enviado aquí justo antes de Navidad y encajó en lo que hacemos, más o menos un «hablar» continuamente, y se halla en su elemento.
– ¿Qué hizo?
– ¿Por qué le condenaron? Fue a una casa donde se suponía que la propietaria guardaba los ingresos de su tienda durante el fin de semana, encontró quinientas libras o algo así en un bolso y casi mató a palos a la mujer que vivía allí. Tenía setenta y dos años. Utilizó un martillo de tres kilos.
– ¿Ningún arma?
– Ninguna, que yo sepa. Tómese una de estas tartas, por favor. Son de frambuesa y grosella roja, no están mal. Tomamos la leche descremada porque temo un poco al colesterol. Quiero decir, me da miedo, creo en la lucha contra él. Actualmente Jem está enfermo. Él cree que se está muriendo, pero no es así. Esta vez no.
Wexford alzó una ceja.
– No es un problema de colesterol, estoy seguro.
– Bueno, no. En realidad, nunca le hemos hecho pruebas de colesterol. -Rosenberg vaciló-. Muchos de la bofia… lo siento, no quería insultar… muchos policías todavía tienen prejuicios contra los gays. Quiero decir, se oye a los polis bromear acerca de los maricas y mariquitas y hablan con remilgos. ¿Usted es uno de ellos? No, ya veo que no. Pero puede que aún piense que los homosexuales son todos peluqueros y bailarines. No hombres auténticos. ¿Ha leído algo de Genet?
– Algunas cosas. Hace mucho tiempo. -Wexford trató de recordar títulos y se acordó de uno-. Nuestra Señora de las flores.
– Estaba pensando en La querella de Brest. Genet, más que nadie, le hace comprender a uno que los hombres gay pueden ser tan duros y despiadados como los heterosexuales. Más duros, más despiadados. Pueden ser asesinos, ladrones y criminales brutales, igual que diseñadores de moda.
– ¿Me está diciendo que Jem Hocking es uno de éstos?
– Jem no sabe de secretos, tenerlos o revelarlos, pero una de las razones por las que quería venir aquí era hablar abiertamente a otros hombres acerca de su homosexualidad. Hablar de ello día a día, libremente, en grupos. El mundo en el que vivía quizás es el mundo que tiene más prejuicios. Y después se puso enfermo.
– Se refiere a que tiene sida, ¿no?
Sam Rosenberg le miró fijamente.
– ¿Lo ve? Lo asocia con la comunidad gay. Le diré una cosa: será igual de frecuente entre los heterosexuales dentro de uno o dos años. No es una enfermedad de homosexuales. ¿De acuerdo?
– ¿Pero Jem Hocking lo tiene?
– Jem Hocking es seropositivo. Ha tenido una gripe muy fuerte. Hemos sufrido una epidemia de gripe en Royal Oak y él la tuvo peor que los otros, lo suficiente para estar aquí una semana. Con suerte, volverá a estar en la comunidad a finales de esta semana. Pero él insiste en que es una neumonía relacionada con el sida y cree que yo me niego a decirle la verdad. Por tanto, cree que se está muriendo y quiere verle a usted.
– ¿Por qué?
– Eso no lo sé. No lo he preguntado y si se lo preguntara no me lo diría. Él quiere decírselo a usted. ¿Café?
Era un hombre de la edad del médico pero moreno, barba de una semana en las mejillas y barbilla. Consciente de las tendencias modernas del hospital, Wexford esperaba verle levantado, con batín, sentado en una silla, pero Jem Hocking estaba en la cama. Parecía mucho más enfermo de lo que había parecido Daisy. Las manos, que descansaban en la roja manta, estaban llenas de tatuajes.
– ¿Cómo está? -preguntó Wexford.
Hocking no respondió de inmediato. Se llevó un dedo azulado a la boca y se la frotó. Luego dijo:
– No muy bien.
– ¿Va a decirme cuándo estuvo en Kingsmarkham? ¿Se trata de eso?
– El pasado mayo. Eso le suena, ¿no? Pero supongo que ya se lo imaginaba.
Wexford asintió.
– Algo, sí.
– Me muero. ¿Sabía eso?
– Según el médico, no.
La broma deformó el rostro de Jem Hocking. Sonrió con sarcasmo.
– No dicen la verdad. Ni siquiera aquí. Nadie dice nunca la verdad, ni aquí ni en ningún sitio. No pueden. No es posible hacerlo. Habría que entrar en demasiados detalles, habría que investigar el alma. Se insultaría a todo el mundo y cada palabra demostraría lo hijo de puta que se es. ¿Ha tenido suficiente?
– Sí -respondió Wexford.
Fuera lo que fuese lo que Hocking esperaba, no era una escueta afirmación. Hizo una pausa, dijo:
– La mayor parte del tiempo dirías: «Os odio, os odio» una y otra vez. Ésa sería la verdad. Y: «Quiero morir pero me da miedo». -Respiró hondo-. Sé que me estoy muriendo. Tendré otro ataque de lo que he tenido pero un poco peor y después un tercero y ése se me llevará. Podría ser más rápido. Fue mucho más rápido para Dañe.
– ¿Quién es Dañe?
– Contaba con decírselo antes de morir. Da lo mismo. ¿Qué puedo perder? Lo he perdido todo excepto mi vida y ésta se está acabando. -El rostro de Hocking se contrajo y sus ojos parecieron juntarse. De pronto pareció uno de los tipos más desagradables con que Wexford se había tropezado jamás-. ¿Quiere saber algo? Es el último placer que me queda, hablar a la gente de que me estoy muriendo. Les avergüenza, y yo disfruto con ello, al ver que no saben qué decir.
– A mí no me avergüenza.
– Bueno, jodido guripa, ¿qué se puede esperar?
Entró un enfermero, un hombre con tejanos y una bata corta blanca. Oyó las últimas palabras y dijo a Jem que no fuera grosero, que no servía de nada injuriar a los demás, y era hora de tomarse los antibióticos.
– Jodida inutilidad -dijo Hocking-. La neumonía es un virus, ¿no? Aquí todos sois idiotas.
Wexford esperó con paciencia mientras Hocking se tomaba las pastillas con débiles protestas. Realmente parecía muy enfermo. Se podía creer que se hallaba en el umbral de la muerte. Esperó hasta que el enfermero se hubo marchado, ladeó la cabeza y contempló los dibujos de las manos de Hocking.
– ¿Quién es Dañe?, pregunta. Se lo diré. Dañe era mi compañero. Dañe Bishop. Dañe Gavin David Bishop, si lo quiere saber todo. Sólo tenía veinticuatro años. -Quedó flotando en el aire la frase «Le amaba», pero él no era sentimental, en especial con los asesinos, en especial con los que golpeaban con un martillo a las ancianas. Así que ¿qué? ¿Amar a alguien redime a un hombre? ¿Amar a alguien le hace a uno bueno?-. Hicimos juntos el trabajo de Kingsmarkham. Pero eso usted ya lo sabe. Lo sabía antes de venir o no habría venido.
– Más o menos -dijo Wexford.
– Dañe quería dinero para comprar esta droga. Es americana pero se puede conseguir aquí. Sus iniciales no importan.
– AZT.
– No, de hecho no, policía listo. Se llama DDI, de Di-deo-xi-inosina. Inasequible en la jodida Seguridad Social, huelga decirlo.
No me pidas disculpas, se dijo Wexford para sus adentros. Deberías saberlo. Pensó en el sargento Martin, necio y temerario pero a veces bastante brillante, un buen hombre, un buen hombre serio y con buenas intenciones, la sal de la tierra.
– Este tal Dañe Bishop, entonces, ¿ha muerto?
Jem Hocking se limitó a mirarle. Era una mirada llena de odio y de dolor. Wexford pensó que el odio se debía al hecho de que el hombre no podía hacerle sentir avergonzado. Quizás el único propósito del ejercicio, esta «confesión», tenía como fin avergonzarle con lo que Hocking había esperado disfrutar.
Читать дальше