Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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Ella se detuvo al ver el coche. Por supuesto, desde aquella distancia, no podía tener idea de quién era el conductor. Llevaba tejanos y una chaqueta Barbour, la manga izquierda vacía, una bufanda de color rojo vivo arrollada dos veces al cuello. Él supo el momento preciso en que le reconoció por cómo abrió desmesuradamente los ojos. No sonrió.

Él se detuvo y bajó la ventanilla. Ella no esperó la pregunta.

– He venido a casa. Sabía que me lo impedirían y por eso he esperado a que Nicholas se fuera a trabajar, y entonces he anunciado me voy a casa ahora, Joyce, gracias por acogerme, y eso es todo. Ella ha dicho que no podía hacerlo, no podía yo sola. Ya sabe cómo habla: «Lo siento, querida, pero no puedes hacerlo. ¿Y tu equipaje? ¿Quién cuidará de ti?». Le he dicho que ya había llamado a un taxi y que yo cuidaría de mí misma.

Se le ocurrió a Wexford que jamás lo había hecho y que, igual que en el pasado, Brenda Harrison cuidaría de ella. Pero Daisy sólo tenía el tipo de ilusiones que tienen todos los jóvenes.

– ¿Y estás dando un paseo por tu propiedad?

– Hace rato que he salido. Ahora regreso. Me canso pronto. -Volvía a tener la expresión triste, los ojos afligidos-. ¿Me deja subir?

Él alargó el brazo y abrió la puerta del pasajero.

– Ya tengo dieciocho años -dijo ella, aunque sin entusiasmo-. Puedo hacer lo que quiera. ¿Cómo se abrocha este cinturón de seguridad? El cabestrillo y todo este vendaje me estorban.

– No es necesario que te lo pongas si no quieres. No es obligatorio en una propiedad privada.

– ¿De veras? No lo sabía. Usted lleva el suyo puesto.

– La fuerza de la costumbre. Daisy, ¿tienes intención de quedarte aquí sola? ¿Vivir aquí?

– Esto es mío. -Su voz era tan inexorable como era posible. Se volvió amarga-. Todo esto es mío. ¿Por qué no voy a vivir en lo que es mío?

Él no respondió. No servía de nada decirle cosas que ella ya sabía, que era demasiado joven, era mujer e indefensa, y cosas de las que tal vez ella no se había dado cuenta, que podría muy bien haber alguien interesado en acabar el trabajo que había empezado dos semanas atrás. Si pensaba en eso en serio tendría que poner a un agente día y noche en Tancred, pero no quiso alarmar a Daisy con sus temores.

En cambio, pasó a un tema del que habían hablado cuando se vieron en casa de los Virson la última vez.

– Supongo que no has tenido noticias de tu padre.

– ¿Mi padre?

– Él es tu padre, Daisy. Tiene que saber esto. Nadie en este país podría no haberlo visto en televisión o en los periódicos. Y a menos que me equivoque mucho, con el funeral de hoy todo aquello revivirá en las noticias. Creo que deberías esperar que se ponga en contacto contigo.

– Si tuviera alguna intención de hacerlo, ¿no lo habría hecho ya?

– No sabía dónde vivías. Que sepamos, ha estado llamando a Tancred House cada día.

De pronto se preguntó si era este hombre al que ella había buscado en vano en el funeral. Ese padre en las sombras del que nadie hablaba, pero que debía existir.

Aparcó el coche junto al estanque. Daisy bajó y contempló el agua. Quizá porque el sol brillaba, algunos peces habían subido a la superficie, blancos, o más bien incoloros, con la cabeza roja. Ella levantó la cara hacia las estatuas, la muchacha metamorfoseada en árbol, envolviendo sus miembros una vaina hecha de corteza, el hombre cerrándose sobre ella con el rostro anhelante levantado, los brazos extendidos.

– Dafne y Apolo -anunció ella-. Es una copia de Bernini. Se supone que es buena. Yo no lo sé, realmente no me gustan estas cosas. -Hizo una mueca-. A Davina le encantaba. Supongo que el dios iba a violar a Dafne, ¿no cree? Quiero decir, lo dicen con palabras bonitas, para que suene romántico, pero eso es lo que iba a hacer.

Sin decir nada, Wexford se preguntó qué acontecimiento en el pasado la había incitado a este repentino salvajismo.

– No iba a cortejarla, ¿verdad? Llevarla a cenar y comprarle un anillo de compromiso. ¡Que idiota es la gente! -Cambió de tema mientras se volvía de espaldas al estanque y levantaba un poco la cabeza-. Cuando era pequeña, solía preguntarle a mamá por mi padre. Ya sabe cómo son los niños, quieren saber todo eso. Mi madre era así, si había algo de lo que no le gustaba hablar, me decía que le preguntara a Davina. Siempre me decía: «Pregúntaselo a tu abuela, ella te lo dirá». Así que le pregunté a Davina y ella dijo (no lo creerá, pero esto es lo que dijo): «Tu madre era seguidora del fútbol, querida, y solía ir a verle jugar. Así se conocieron». Y entonces añadió: «Hablando sin rodeos, él tenía poca clase». Le gustaban ese tipo de expresiones, «seguidora del fútbol» y «poca clase». «Olvídale, cariño», me dijo. «Imagínate que naciste por partenogénesis como las algas», y entonces me explicó todo en una lección. Pero no me hizo exactamente sentir mucho amor o respeto por mi padre.

– ¿Sabes dónde vive?

– En algún lugar del norte de Londres. Vuelve a estar casado. Venga a la casa, si quiere, y podríamos averiguar dónde vive.

La puerta delantera y la puerta interior no estaban cerradas con llave. Wexford entró detrás de Daisy. Al cerrar la puerta tras de ellos, los candelabros temblaron y tintinearon. Los lirios del invernadero tenían un olor artificial, como el departamento de perfumería de unos grandes almacenes. En aquel vestíbulo ella se había arrastrado hasta el teléfono, dejando una estela de sangre sobre aquel reluciente suelo, se había arrastrado al lado del cuerpo de Harvey Copeland, despatarrado en la escalera. Él la vio mirar la escalinata donde habrían cortado una gran zona de la alfombra y mostraba la madera desnuda de debajo. Daisy fue hasta la puerta del fondo que conducía al estudio de Davina Flory.

Él no había entrado nunca allí. Todas las paredes estaban forradas con libros. Su única ventana daba a la terraza, de la cual el serré formaba una pared. Wexford había esperado esto, pero no el elegante globo terráqueo de cristal verde oscuro sobre la mesa, no el jardín de bonsais en una jardinera de terracota bajo la ventana, no la ausencia de un procesador de textos, una máquina de escribir, equipo electrónico de alguna clase. Sobre el escritorio, al lado de un recado de escribir, había una pluma estilográfica Mont Blanc. En una jarra, hecha quizá de malaquita, había bolígrafos, lápices y un cortaplumas con mango de hueso.

– Lo escribía todo a mano -explicó Daisy-. No sabía escribir a máquina, nunca quiso aprender. -Rebuscaba en el cajón superior del escritorio-. Aquí está. Ella lo llamaba su agenda de direcciones «no amistosa». La tenía para la gente que no le gustaba o que no… bueno, que no le beneficiaba conocerla.

Había un número incómodamente grande de nombres en la agenda. Wexford pasó a la J. El único Jones tenía las iniciales G. G. Y una dirección en Londres N5. Ningún número de teléfono.

– No lo entiendo, Daisy. ¿Por qué tu abuela tenía la dirección de tu padre y no tu madre? ¿O tu madre también la tenía? ¿Por qué «G. G.»? ¿Por qué no su nombre? Al fin y al cabo, había sido su yerno.

– Realmente no lo entiende. -Logró esbozar una fugaz sonrisa-. A Davina le gustaba poner etiquetas a la gente. Quería saber dónde estaba él y qué hacía, aunque no tuviera que volver a verle en toda su vida. -Se mordió el labio, pero prosiguió-: Ella era muy manipuladora. Muy organizadora. Quería saber exactamente dónde estaba él, por muy a menudo que se mudara. Puede estar seguro de que esta dirección es la correcta. Supongo que esperaba que algún día aparecería y… bueno, le pediría dinero. Ella solía decir que la mayoría de gente de su pasado aparecían tarde o temprano; ella lo llamaba «salir de la carpintería». En cuanto a mamá, dudo que ni siquiera tuviera una agenda de direcciones.

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