Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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– Daisy, estoy intentando encontrar una manera amable y diplomática de preguntarte esto y no estoy seguro de si ésta lo es. Acerca de tu madre. -Vaciló-. Los amigos de tu madre…

– ¿Se refiere a si tenía novios? ¿Amantes?

Una vez más, su intuición sorprendió a Wexford. Asintió afirmativamente.

– Puede que a usted no le pareciera joven, pero sólo tenía cuarenta y cinco años. Además, no creo que la edad tenga mucha importancia en este aspecto, a pesar de lo que dice la gente. La gente tiene amigos del sexo opuesto, amigos en el sentido romántico, a cualquier edad.

»Como Davina habría hecho. -De pronto Daisy sonrió-. Si Harvey hubiera caído de su trono. -Se dio cuenta de lo que había dicho, la torpeza del comentario. Se tapó la boca con la mano y emitió un jadeo-. ¡Oh, Dios mío! Olvide lo que he dicho. No lo he dicho. ¿Por qué decimos estas cosas?

En lugar de responder, porque no podía hacerlo «Que vuelva todo lo que he dicho», le recordó amablemente que le estaba hablando de su madre.

Ella suspiró.

– Nunca me enteré de que saliera con nadie. Nunca le oí mencionar a ningún hombre. No creo que le interesara. Davina solía decirle que se buscara un hombre, que eso «la sacaría de sí misma», e incluso Harvey lo intentaba. Recuerdo que Harvey llevaba a algún tipo a casa, algún político, y Davina preguntaba si no le iría bien a mamá. Quiero decir, no creo que ellos creyeran que yo entendía a qué se referían, pero sí lo entendía.

»Cuando estuvimos en Edimburgo el año pasado (ya sabe que fuimos al festival, Davina hacía algo en el festival), mamá tuvo la gripe, se pasó las dos semanas enteras en cama, y Davina se quejaba de que era una vergüenza porque había conocido al hijo de una amiga que le habría convenido a mamá. Eso es lo que dijo a Harvey, que le habría convenido a mamá.

»Mamá estaba muy bien tal como estaba. Le gustaba su vida, le gustaba pasar el tiempo en aquella galería y mirar la televisión y no tener ninguna responsabilidad, pintar un poco y hacerse sus vestidos y todo eso. No podía preocuparse por los hombres. -De pronto asomó a su rostro una expresión de extrema desesperación. Era como la pena inconsolable de un niño. Se inclinó hacia delante sobre la mesa donde estaba el globo terráqueo de cristal verde y se apretó la frente con el puño. Se pasó los dedos por el pelo. Él esperó una súbita explosión de ira contra la vida y por cómo eran las cosas, un grito de protesta por lo que había sucedido a su sencilla, inocente y feliz madre, pero en lugar de ello levantó la cabeza y dijo con bastante frialdad-: Joanne es igual, que yo sepa. Joanne gasta muchísimo en ropa, arreglándose la cara y el pelo, dándose masajes y todo eso, pero no está hecha para los hombres. No sé para qué está hecha. Para sí misma, quizá. Davina siempre hablaba del amor y los hombres, ella lo llamaba tener una vida plena, creía que era muy moderna, ésta era su palabra, pero en realidad, a las mujeres ya no les interesan los hombres, ¿no cree? Les satisface igual ser vistas con amigas. No es necesario tener a un hombre para ser una auténtica mujer, actualmente no.

Era como si estuviera justificando algo de su propia vida, haciéndola parecer correcta. Wexford dijo:

– La señora Virson dice que tu abuela quería que fueras como ella, que hicieras las mismas cosas.

– Pero sin cometer sus errores, sí. Ya le he dicho que era manipuladora. A mí no me preguntaron si quería ir a la universidad y viajar y escribir libros y… tener relaciones sexuales con muchas personas distintas. -Daisy apartó la mirada-. Se daba por supuesto que lo haría. De hecho, no lo hago. Ni siquiera quiero ir a Oxford y… y, bueno, si ni siquiera paso los exámenes de nivel avanzado no puedo hacerlo. Quiero ser yo misma, no la creación de otra persona.

Así que el tiempo había empezado a cumplir con su tarea, pensó él. Funcionaba. Y lo que dijo ella a continuación le hizo corregirse.

– Si es que quiero hacer algo. Siempre que me importe lo que ocurra.

Él no hizo ningún comentario.

– Hay una cosa que tal vez te gustaría hacer. ¿Quieres venir a ver cómo hemos convertido tu santuario en una comisaría de policía?

– Ahora no. Me gustaría estar sola. Sólo yo y Queenie. Ha estado muy contenta de verme; me ha saltado al hombro desde la barandilla tal como hacía antes, ronroneando como un león rugiendo. Voy a recorrer toda la casa y limitarme a mirarlo todo, volver a familiarizarme con ello. Para mí ha cambiado. Es lo mismo pero también es muy diferente. No entraré en el comedor. Ya le he pedido a Ken que selle la puerta. Sólo por un tiempo. La sellará y así no podré abrirla si… si lo olvido.

Es raro ver estremecerse a la gente. Wexford, que la observaba, no vio este movimiento galvánico del cuerpo, sólo las señales externas del estremecimiento interno, la pérdida de color de su cara, la carne de gallina en el cuello. Pensó en explicarle lo que tenía previsto para su protección, pero creyó mejor no hacerlo. Decididamente, lo más sensato sería presentarle un fait accompli.

Ella había cerrado los ojos. Cuando los abrió, él vio que había hecho esfuerzos para no llorar. Tenía los párpados hinchados. Pensó que cuando él se marchara, Daisy se dejaría arrastrar por la pena, pero cuando iba a marcharse, sonó el teléfono.

Daisy vaciló, levantó el auricular y él la oyó decir:

– Oh, Joyce. Gracias por llamar, pero estoy bien. Estaré bien…

Karen Malahyde pasaría la noche en Tancred House con Daisy, Anne Lennox lo haría la noche siguiente, Rosemary Mountjoy la siguiente y así sucesivamente. Quería montar una guardia adicional en los establos, dos hombres de turno las veinticuatro horas del día, pero desfalleció al pensar en la respuesta del subjefe de policía a ello. Estaban escasos de personal, como solían estar. La chica no tenía por qué estar allí sola, tenía amigos con los que vivir; Wexford podía oír a Freeborn decirlo: ellos no tenían porque gastar dinero público para la protección de una mujer joven que había decidido por capricho regresar a aquel lugar grande y solitario.

Pero Karen, Anne y Rosemary estuvieron encantadas. Ninguna de ellas había dormido nunca bajo un techo que cubría más de un bloque de pisos de tres dormitorios. La decisión de que Karen se lo dijera a Daisy la tomó de improviso. La estaba protegiendo a ella, pero esto era para protegerse a sí mismo. Siempre que pudiera evitarlo, no debía verla. En resumen, pensó que comprendía el significado de esa sensación de alarma que había experimentado en St. Peter.

Le horrorizó. Durante diez minutos, sentado ante su escritorio en los establos, mirando fijamente el cactus estilo gato persa pero sin verlo, creyó que estaba enamorado de ella. Lo vio como una enfermedad terminal sobre la que el doctor Crocker podría haberle ilustrado, algún temible infortunio; lo veía como Jem Hocking veía el destino que sin duda le esperaba.

Claro que habían existido casos en el pasado. Hacía más de treinta años que estaba casado con Dora, así que por supuesto habían existido casos. Aquella joven holandesa, la bonita Nancy Lake, otras ajenas a su trabajo. Pero él amaba a Dora, su matrimonio era feliz. Y esto era tan ridículo, ella y esta niña. ¡Pero cómo se le iluminaba el día cuando la veía, cuando veía su triste rostro! ¡Qué feliz era cuando ella le hablaba, cuando se sentaban juntos a hablar! ¡Qué guapa era, y lista, y buena!

Lo puso a prueba, la única prueba. Intentó imaginar que hacía el amor con ella, su desnudez y el deseo de hacer el amor con ella, y el concepto resultó grotesco. No era eso lo que quería, no lo era en absoluto. Una revulsión positiva le hizo dar un respingo. No podía contemplar tocarla ni con la punta de los dedos, ni siquiera en alguna secreta fantasía. No, él sabía lo que era lo que sentía. En lugar de gruñir, lo que había tenido ganas de hacer diez minutos antes, soltó una repentina risotada, un bramido de risa.

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