Armando Palacio - La aldea perdita

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Al cabo la leche quedó mazada: la pelota de manteca batía ya con fuerza las paredes del odre. Lo desató, extrajo el aire y anudándolo otra vez y lavándose después los ojos para borrar las huellas del llanto, emprendió la vuelta de su casa.

Ya estaba en pie Felicia cuando llegó á ella.

– ¿Por qué no me has llamado como siempre, picarona?– le preguntó, dándole una palmadita cariñosa en la mejilla.

– Porque ayer se ha acostado usted tarde y quería que descansase— respondió Demetria besándole la mano.

– ¡Has mazado también, hija mía! ¿Para qué te has tomado ese trabajo? Yo lo hubiera hecho mientras te arreglabas.

La tía Felicia, que era una mujer gruesa, mofletuda, sonrosada y tersa como si tuviese veinte años, creyó advertir algo extraño en el rostro de su hija. La miró con fijeza y profirió asustada:

– ¡Tú has llorado!

– Llorar, ¿por qué?

Felicia la tomó por la mano, la condujo hasta el corredor y repitió con más fuerza:

– Sí, sí: tú has llorado.

– No, madre, no: se engaña usted— respondió Demetria sonriendo.

– No me lo niegues, hija. ¿Te ha regañado tu padre?

– ¿Mi padre?– replicó la zagala con asombro.– Mi padre no me regaña nunca.

– Es verdad… Pues tú has llorado… Algo te pasó entonces en la calle… Cuéntamelo, hija mía… ¿No tienes confianza en tu madre?

Y al mismo tiempo le pasó los brazos al cuello y la besó con efusión. Demetria se sintió enternecida y rompió á llorar perdidamente.

Felicia quedó estupefacta.

– ¿Cómo? ¿Qué es esto?… ¿Qué te pasa, hija querida?

Y la buena mujer, con el rostro contraído por el asombro y el dolor, le sacudía la mano para instarla á que hablase. Al fin, con voz entrecortada por los sollozos, Demetria habló:

– Me han dicho que no soy… que no soy hija de usted… que soy del hospicio.

Lo mismo que le había pasado á su hija poco antes, toda la sangre de la buena Felicia fluyó al corazón. Quedó igualmente pálida y sin poder articular palabra.

– ¿Quién te ha dicho eso?– logró proferir al cabo.

– Pepín.

– ¡Ah pícaro!… ¡Le voy á arrancar las orejas!– exclamó cambiando súbito su emoción en furor. Y ya se disponía á ir en busca del criminal, pero Demetria la retuvo.

– No, madre, no salió de él… Fué Tomás el de la tía Colasa quien se lo dijo y por eso se pegaron.

– ¿El hijo de Colasa?… ¡Esa bruja había de ser! Desde que Goro la quitó de pacer su vaca en el castañedo del Regueral no nos puede ver más que al diablo. Ya sabes cómo para vengarse metió sus cerdos entre nuestro maíz. Goro quería llevarla al juzgado y que pagase el daño, pero yo conseguí calmarlo y que la perdonase porque me daba lástima… Pues en vez de agradecerlo la picarona el otro día en la fuente me tiró unas indirectas tan picantes… ¡Qué indirectas, hija mía!… Que si yo era una holgazana, una comedora, que hacía trabajar á mi marido como á un burro, que echaba sobre ti el peso de la casa… que os mataba de hambre mientras yo me comía á solas magras de jamón y torta… ¡No sé cómo me contuve y no la arranqué los pocos pelos que tiene en el moño! Y todo porque uno defiende lo que es suyo. Por mí hubiera pacido su vaca toda la vida en el castañedo, pero Goro me dijo: «Mujer, eso no puede permitirse. Si la vaca se comiera sólo los yerbajos y la maleza, anda con Dios; por un poco más ó un poco menos de rozo no habíamos de reñir; pero se come también la cría de los árboles… ¡ya ves tú, mujer, la cría! La cría hasta los criminales la respetan, cuanto que más los hombres». ¿Yo qué le iba á decir entonces? Entonces le dije: «Goro, tienes razón…»

Trazas llevaba la buena mujer de no terminar en toda la mañana su alegato, pero advirtió que Demetria no parecía escucharla: sollozaba cada vez con más desesperación.

– ¿Por qué lloras de ese modo, hija? ¿Por un dicho, por una niñería?… ¡Deja á esa deslenguada que la coma la envidia!

– Es que yo, madre— profirió la niña con trabajo,– yo quisiera saber… si ese dicho era cierto… porque ya lo he oído otras veces, aunque nunca se lo dije hasta ahora.

Felicia en vez de responder rompió á llorar hilo á hilo como su hija, de tal modo que ésta se vió al cabo necesitada á consolarla.

– ¡Nunca pensara, Demetria, que me habías de dar un disgusto tan grande!– articulaba entre sollozos que la rompían el pecho.

Demetria atribulada la besaba y la abrazaba con anhelo.

– Perdóneme, madre… yo no quería disgustarla… ¡No llore, madre, no llore!

Felicia se calmó; pero Demetria se quedó sin obtener respuesta satisfactoria á su pregunta.

– Anda, hija mía, vé á lavarte los ojos para que no conozcan que has llorado. Yo voy á hacer lo mismo. Arréglate también, que el tiempo pasa y habrá que vestir el ramo. Tu padre ya bajó á Entralgo… ¿Quién le quita á él su rato de tertulia en el atrio de la iglesia antes de entrar en misa?

Demetria hizo como se le mandaba. Cuando se estaba bañando los ojos con agua fresca llegó á sus oídos el penetrante son de la gaita y el redoble del tambor. Borróse súbita la melancolía de su rostro. Una dulce sonrisa volvió á esparcirse por él, y sin terminar de secarse salió apresuradamente al corredor. El gaitero con su gaita adornada con cintas de colores y el tamborilero desembocaban ya frente á la casa seguidos de un enjambre de niños. Allí se pararon para tocar la alborada. Los vecinos salían á las ventanas y á las puertas pintándose en todos los rostros la alegría.

También salió Celso, el heroico Celso, con la frente vendada para dar testimonio de la descomunal batalla que había librado la noche anterior; fresco, no obstante, y espléndido como una rosa. Avanzó hasta el medio de la calle y despojándose de la montera y agitándola en la mano como si fuese á brindar la muerte de un toro profirió dirigiéndose á Demetria:

– Bendita sea tu sandunga, chiquita, y el cura que te puso la sal y la comadre que te cantó el ro ro y hasta el primero que te dijo ¡por ahí te pudras, serrana! ¡Bendito sea tu salero y esos negros bozales que tienes en la cara que cuando los veo me hace pío pío el alma como si tuviese escondido un ruiseñor aquí dentro!

– ¿Qué estás diciendo, Celso? ¡No entiendo una palabra!– exclamó riendo la zagala.

Los demás también reían sin comprender. Iba el flamenco á proseguir en sus piropos exóticos aprendidos allá en la tierra de María Santísima entre tragos de manzanilla y bocados de gazpacho blanco, cuando una voz bronca gritó desde el corredor vecino:

– ¡Celso! ¡Celso!

Y apareció el rostro espantable de la tía Basilisa.

– ¿Y el verde para el ganado, grandísimo holgazán? ¿Todavía no lo has segado?

– Ahora mismito, abuela.

– Anda listo, zángano, comedor, porque si no voy allá y te estrello en la cabeza la sartén.

El héroe agitó la cabeza con desesperación; rechinó los dientes. Su alma se inundó de amargura. ¡Cruel humillación para un hombre que había corrido tantas juergas á orillas del Guadalquivir!

Miró al corredor y cerciorándose de que la vieja se había ya retirado, exclamó con voz sorda:

– ¡Ande allá, abuela, que tiene usted la cara más fea que la papeleta de la contribución!

Y se encaminó á la casa en busca de la guadaña acompañado de la risa y algazara de los espectadores.

Felicia salió con un vaso y una botella en las manos: escanció el rojo licor de Castilla y lo ofreció liberalmente al gaitero y tamborilero.

– Que usted la goce muchos años, tía Felicia, y que esa manzanita encarnada que está al balcón no se la coma ningún pícaro, sino un hombre de bien como el tío Goro… La Virgen del Carmen las proteja… Adiós… adiós…

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