Armando Palacio - La aldea perdita

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Pues á pesar de tan vasta lectura era hombre sencillo, buen labrador, buen padre y buen esposo. Sin embargo, es necesario confesarlo todo, el tío Goro tenía una debilidad; la de que su hija Demetria se presentase en las romerías más lujosa y ataviada que las otras doncellas. Si tal debilidad nació en él espontáneamente ó había sido infundida por su digna esposa, no es fácil decirlo. Algo pudiera haber de todo. Lo cierto es que no iba jamás á Langreo ó á las ferias de Oviedo con ganado que no trajese en las alforjas algún pañuelo ó pendientes ó sarta de corales para su hija idolatrada. Y es lo curioso que aunque siempre compraba lo más lindo y magnífico que el comerciante le presentaba, á la tía Felicia nunca le parecía el regalo bastante rico. Á tal punto rivalizaban ambos cónyuges en agasajar á su hija.

Demetria se volvió á la cocina, que ocupaba toda la planta baja de la casa. Sólo en un ángulo habían fabricado con tabiques de tabla un cuartito para el pastor. En otro de los ángulos había un gran montón, que llegaba al techo, de leña. De allí tomó nuestra zagala algunos maderos, los juntó adecuadamente sobre el lar, puso entre ellos algunas ramas de árgoma y encendiendo un misto les dió fuego. Brotó la llama con fuerza: pronto se extinguió cuando el árgoma quedó consumida. Entonces Demetria, acercando el rostro cuanto podía, se puso á soplar el fuego con todo el aliento de su pecho. ¡Oh, cuán hechicera estaba la zagala inflando sus carrillitos amasados con rosas y leche! Si aquel mirlo tímido de la parra la hubiera visto ahora, sin remedio la hubiera picoteado pese á su vergüenza.

Ya está encendido el fuego. Toma un enorme pan, lo corta en sopas, las aliña y las pone á cocer. Sube arriba. La planta alta de la casa constaba de una salita y cuatro dormitorios, todos ellos con ventana al campo. Se dirige al de sus hermanos Pepín y Manolín.– ¡Sus! ¡Arriba, holgazanucos, arriba!– Los niños antes de levantarse se hacen besuquear y acariciar largamente por su hermana. El primero tenía diez años, el segundo ocho; ambos gordos y sonrosados que daba envidia verlos. Una vez en pie, conduce al primero de ellos al corredor y en una jofaina trasvertiendo de agua cristalina le mete la cabeza, le refriega los hocicos hasta dejarlos bien limpios y todavía más colorados. En seguida venga de peine para desenredar aquellas greñas rizadas. Pero he aquí que al hacerlo observa que algunos cabellos están unidos por un cuajarón de sangre.

– ¿Qué es esto, chico? ¿Cómo te has hecho esta herida?

– Fué Tomasín— respondió el niño confuso.

– ¿Qué Tomasín?

– El de la tía Colasa.

– ¿Y por qué te la ha hecho?

– Nos pegamos.

– ¿Y por qué os pegasteis?

Pepín bajó la cabeza sin responder.

– Vamos, niño, dí, ¿por qué os pegasteis?– repitió Demetria sacudiéndole por el brazo con impaciencia.

Pepín vaciló todavía algunos instantes: al cabo profirió titubeando:

– Porque… porque… porque dijo que tú no eras mi hermana… que tú eras del hospicio.

Toda la sangre de Demetria fluyó al corazón: quedó pálida como un cirio. No pudo articular palabra. Después de algunos instantes prosiguió en silencio y con mano temblorosa su tarea.

No era la primera vez que había sonado en sus oídos tal noticia. Cuando más niña, alguna compañera maligna le había injuriado de este modo. No le había hecho caso; ni siquiera había pensado en ello. ¿Por qué ahora le producía tan viva impresión? Quizá por ser el día de la Virgen y tener el alma inundada de alegría, quizá porque sólo entonces cruzó por su mente la idea de que pudiera ser cierto.

– Sí, me dijo que tú eras del hospicio— prosiguió Pepín imaginando que el silencio de su hermana significaba aprobación.– Yo entonces… yo entonces le dije: «Eso es mentira». Él entonces dijo: «Es verdad, que lo dijo mi padre». Yo entonces dije: «Pues es mentira». Él entonces quiso pegarme, pero yo con el puño así cerrado le di un golpe en las narices y empezó á sangrar. Entonces él cogió una piedra y me la tiró á la cabeza y echó á correr. Yo corrí tras de él, pero no pude atraparle porque se metió en casa. ¡Recontra, en cuanto le coja solo le voy á dar unas cuantas así por debajo!…

Demetria le dejó explayarse sin despegar los labios. Terminado el aseo principió el de Manolín, que se llevó á cabo con el mismo silencio. Y después que los hubo vestido se bajó á la cocina de nuevo, tomó la leche que había quedado de la noche anterior, la vertió en el odre y salió de casa dirigiéndose á la fuente para mazarla [3] Golpear la leche para separar la manteca. .

Estaba la fuente un poco apartada del pueblo. Se iba á ella por estrechos caminos sombreados de avellanos. Al aproximarse hay que subir un senderito labrado en el césped por los pasos de los vecinos. Al pie de una gran peña que la cobija, rodeada por todas partes de zarzas y espinos y madreselva, menos por la estrecha abertura que sirve de entrada, brota de la piedra un chorro de agua límpida, se desparrama sobre ella en hilos de plata, cae formando burbujas en un recipiente de granito, se trasvierte luego y fluye en menudos cristales y resbala por el césped. Cúbrela á modo de bóveda el ramaje que sale de la peña, al cual se enreda la madreselva del suelo formando toldo espeso. Los rayos del sol se filtran por él con trabajo bañándola de una claridad suave y misteriosa.

Demetria se sentó en uno de los bancos de piedra que allí había, aplicó la boca á la abertura del odre y lo infló; lo amarró luego velozmente y lo dejó caer en la taza de la fuente para que la leche se enfriase. Con las manos cruzadas sobre las rodillas y la cabeza inclinada sobre el pecho aguardó. Una tristeza profunda oprimía su corazón. Debajo de aquella frente alta y pura de estatua helénica batallaban la duda, el temor, la esperanza, el despecho. Escrutó con ansia su pasado, recordó algunas insinuaciones malévolas, bastantes palabras sueltas, muchas sonrisas que á ella le indignaban más aún que las palabras. ¡Virgen María! ¿sería cierto aquello? Pero si era efectivamente de la Inclusa y los que tenía por padres no lo eran, ¿por qué la amaban más aún que á los dos niños? No, no podía ser. Todo era una calumnia. Las chicas del pueblo la envidiaban porque sus padres la regalaban y la vestían mejor que á ellas. Habían inventado esta mentira para humillarla… Mas… ¿cómo se les había ocurrido semejante cuento?… ¿Por qué había recaído sobre ella y no sobre alguna otra?

Sacó el odre del agua y se puso á zarandearlo. El ruido de la leche dentro hizo coro al glu glu de la fuente.

¡Dios mío, del hospicio!… Era horrible pensarlo. ¡Y ella que adoraba á aquellos padres!… ¡Y ella que era tan orgullosa!… ¿Qué diría Nolo cuando llegase á saberlo? Por supuesto la dejaría, porque un mozo tan galán y tan rico no podía en ley de Dios casarse con una pobrecita hospiciana…

Aquí los sollozos ahogaron á la cándida doncella. Dejó caer de nuevo el odre, y con la cara entre las manos estuvo llorando largo rato. Al cabo prosiguió su tarea; pero las lágrimas no dejaban de resbalar por sus mejillas escaldándolas. El aleteo y el piar de unos pajaritos la distrajeron un momento. Eran dos jilgueros que tenían allí su nido. Apenas se le veía como un punto negro en la espesura del follaje, pero se oía el débil piar de los polluelos cuando sus padres con agitación iban y venían para cebarlos. ¡Qué alegría la de aquellos animalitos al verles llegar con un mosquito en el pico! ¡Qué gozo triunfal expresaba el trino de los padres luego que depositaban el alimento en la boca de sus pequeños!

Cuando los hubo contemplado un rato, bajó de nuevo los ojos al cristal de la fuente y se dijo llorando otra vez copiosamente: «Ellos tienen padres: yo no los tengo. ¡Yo fuí criada por lástima!»

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