Armando Palacio - El Cuarto Poder

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Pasados los primeros momentos de sorpresa, comenzaron los comentarios en voz baja. Los ladrones no serían de muy lejos. Sin embargo, no se recordaba que en Sarrió ni en sus alrededores hubiera pasado jamás una cosa semejante. Marín afirmó que hacía ya días que veía algunos hombres sospechosos de noche. Esta noticia produjo en los circunstantes un saludable terror que no llegó a manifestarse. Todos se propusieron no salir de casa por la noche, sin comunicarse, no obstante, tan acertada resolución. El alcalde manifestó que, en su opinión, los ladrones debían de haber venido de Castilla.– ¿De Castilla?– Sí, señor, de Castilla… Oí contar a mi padre (que en gloria esté), que el año de cinco se presentaron diez y siete hombres a caballo y armados en Sariego, rodearon el pueblo y robaron a don José María Herrero sesenta mil duros que tenía escondidos debajo de uno de los ladrillos del hogar.

En cualquiera otra ocasión, los tertulios habrían observado que el que hubiera acaecido tal suceso en Sariego el año de cinco, no implicaba necesariamente que sucediese lo mismo en las Aceñas el año de sesenta. Pero ahora nadie se atrevió a contradecir la aventurada proposición. Y siguieron cementando en voz baja el suceso, y parecían estar todos de acuerdo en las opiniones más extravagantes y contradictorias. Mas como no se había dado jamás el caso de que Gabino Maza asintiese por más de diez minutos a lo que en su presencia se hablase, tomó pretexto de una sencillísima indicación, hecha por don Feliciano Gómez, con la perfecta naturalidad y modestia que caracterizaban los discursos de este distinguido comerciante, para caer sobre él de un modo tan violento como injustificado.

– ¡Ya me extrañaba que no soltases alguna coz! ¿Para qué quieres que se registren las casas de los vecinos? Te figuras que te vas a encontrar allí muy apiladito el dinero de don Laureano.

– Si no se halla el dinero, se hallará algún indicio…

– ¿De qué, cabeza de chorlito, de qué?

Armóse la disputa consabida. Se chilló, se alborotó lo indecible. Al fin, nadie pudo entenderse, como siempre. Las voces se oían perfectamente en toda la plazoleta de la Marina; pero los transeuntes estaban acostumbrados, y no se paraban a escucharlas.

V.

¡¡¡ladrones!!!

Y desde entonces los notables de Sarrió, no pusieron el pie en la calle de noche, como discretamente se lo habían propuesto. La tertulia del Saloncillo de última hora, la de la tienda de Graells, la de la Morana misma, quedaron abandonadas. Los cuatro o seis herreros establecidos en la villa no daban ni podían dar cumplimiento a los numerosos pedidos de cerraduras, pasadores, trancas de hierro y llaves maestras que de todas las casas les hacían. Los ladrones de las Aceñas no habían sido habidos. Todos preveían, con más o menos fundamento, que andaban rondando la población para caer, sobre ella a saco en un plazo perentorio.

No obstante, como el hombre se habitúa a todo, hasta a la enfermedad, hasta a las conferencias del Ateneo, los vecinos de Sarrió, al cabo de algunos días se habituaron al peligro. Comenzaron a salir de sus casas, cerrada ya la noche, si bien con las debidas precauciones. El primero que se aventuró fué Marín. Siendo inútiles todos los esfuerzos que doña Brígida hizo para que se durmiese a una hora racional, le arrojó de casa sin conmiseración. Don Jaime pidió permiso para sacar debajo de la talma azul gendarme que usaba por las noches, un viejo fusil de chispa que había en el desván. La magnánima señora se lo otorgó a condición de llevarlo descargado. Salió después Alvaro Peña. Como autoridad militar hasta cierto punto y hombre que gozaba fama de enérgico, estaba obligado a mostrar valor en aquellas críticas circunstancias: llevaba dos pistolas de arzón en los bolsillos, y bastón de estoque. El alcalde don Roque, que desde tiempo inmemorial venía asistiendo a la tienda de la Morana en compañía de don Segis el capellán de las monjas Agustinas y don Benigno el coadjutor de la parroquia, y se bebía en el transcurso de la noche, de cuatro a ocho vasos de vino de Rueda, según las circunstancias, no pudo sufrir el hogar doméstico más de tres días y salió también a la calle. Le acompañaba el octogenario alguacil Marcones con tercerola y sable. El iba armado de revólver y estoque.

Después, y sucesivamente, fueron saliendo y diseminándose por las tertulias nocturnas don Melchor, Gabino Maza, don Pedro Miranda, Delaunay, don Mateo, y todos los demás. Los indianos tardaron más tiempo. Lo mismo la tienda de Graells que la de la Morana y el Saloncillo, se transformaban al llegar la noche en verdaderos arsenales. Cada uno de los que iban llegando dejaba arrimadas a la pared sus armas y pertrechos de guerra. Al salir tornaban a empuñarlas con un valor impávido, digno de la sangre cántabra que casi todos llevaban en las venas. Allí el antiguo arcabuz de chispa alternaba de igual a igual con el moderno rifle americano de doce tiros, el estoque cilíndrico de hierro con el espadín pavonado que guardan los nuevos bastones, el cachorro tosco de bronce con el revólver nielado. Y esta misma diversidad de armas mortíferas contribuía poderosamente a mantener en todos los pechos el espíritu bélico tan necesario en aquella ocasión.

Se habían tomado algunas medidas acertadísimas; de gran utilidad. Hasta las doce de la noche los serenos tenían orden de no apagar ningún farol. A aquéllos se les había provisto de nuevos pitos infinitamente más sonoros que los antiguos. Además tenían prevención para vigilar a cualquier persona desconocida que transitase por las calles. Entre los vecinos se había convenido juiciosamente no dejar la acera a nadie desde las diez en adelante como no fuese a un amigo. Sabida es de todos la enorme influencia que tiene en la criminalidad esta costumbre de dejar la acera. Con tal motivo, encontrándose una noche en la calle de San Florencio don Pedro Miranda y don Feliciano Gómez, ambos embozados en sus carriks, con los estoques desenvainados, prevenidos para cualquier evento, don Feliciano le gritó a don Pedro desde lejos:

– ¡Eh, amigo, al arroyo!

– Phs, phs; sepárese usted— contesta don Pedro.

– Quien debe apartarse es usted— replica el comerciante.– ¡Al arroyo, al arroyo!

– Phs, phs, haga usted el favor de dejar franco el paso— responde el señor Miranda.

Ninguno de los dos se movía de su sitio. Habíanse desembozado y mostraban ya la punta aguzada de sus floretes.

– Tenga usted la bondad…

– Haga usted el obsequio…

¿Quién sabe la horrible tragedia que hubiera acaecido en Sarrió, si al cabo de un rato bastante largo de hallarse estos varones así detenidos en su camino, no se hubiesen reconocido?

– ¿Sería usted tal vez don Feliciano?…

– ¿Sería usted don Pedro?

– ¡Don Feliciano!

– ¡Don Pedro!

Y se acercaron corriendo y se estrecharon las manos con efusión.

– ¡Qué suerte ha tenido usted en que le hubiese reconocido, don Feliciano!– exclamó el señor Miranda mostrando su ancho estoque de hierro con puño de hueso.

– ¡Pues la de usted no ha sido pequeña, don Pedro!– contesta el comerciante esgrimiendo en el aire una hoja fina y pavonada de Toledo.

Para entrar en la tienda de la Morana era preciso bajar dos escalones. La tienda era una confitería, aunque no lo pareciese; la única confitería que había entonces en Sarrió. Hoy, si no me engaño, cuenta ya con tres. Y digo que no lo parecía, porque se vendían cirios de iglesia, pies y manos y cabezas y troncos de cera para ofertas. Estos objetos poco a poco habían ido llenando todo su ámbito, pasando de comercio suplementario a principal, en virtud de lo nada golosos que eran los vecinos de aquella villa. Y éste es uno de los rasgos característicos que reclamo para ella. En España es muy general que los habitantes de las villas y ciudades pequeñas sean dados con pasión a los confites. No gozando de los placeres de toda laya con que brindan las grandes capitales, la sensualidad se escapa por ahí.

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