Armando Palacio - El Cuarto Poder

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Cuando se cansaron de disputar los del Saloncillo y llevaban de vencida la digestión, don Mateo les anunció, relamiéndose de gusto, que le tenía sin cuidado la marcha de la compañía. Dentro de pocos días preparaba una sorpresa a los sarrienses. Después de muchos trabajos, se consiguió que desembuchara. Estaba en tratos con el célebre Marabini, frenólogo, prestidigitador. Acaso el martes… sí, el martes o el miércoles podrían admirar sus habilidades en el teatro. Traía además cuadros disolventes y un lobo domesticado.

Gonzalo se había ido a la sala de billar y veía jugar el chapó a media docena de indianos, los cuales al dar el tacazo, hacían sonar como un repique de campanas todos los dijes de oro que pendían de sus enormes cadenas de reloj. Estas cadenas y estos dijes eran el atractivo más poderoso, la tentación suprema que presentaban a sus hijos los artesanos de Sarrió para decidirles a ir a Cuba.– «¡Tonto, quién te verá venir dentro de pocos años con levita de paño fino, gran camisola planchada, bota de charol y mucha cadena de relós, como don Pancho!» A este último envite casi ningún muchacho resistía.– «¿Que me dé siete vueltas al cuello, padre?– Sí, hombre, sí, y con una porción de lapiceros de oro y guardapelos colgando.» Y allá se iban de cabeza los pobres chicos en la Bella-Paula, en la Carmen, en la Villa de Sarrió o en otro barcucho de vela cualquiera, a perecer del vómito negro o del hambre, más negra aún, fascinados por el brillo de aquellas joyas cursis que representaban los ojos de la terrible Loreley.

Las actitudes de algunos indianos jugando, como gente que no está avezada a reprimir sus ademanes y componerlos, eran extrañas y graciosas; servían de regocijo a los jóvenes del pueblo, cuya antipatía a los americanos se manifestaba siempre por la burla. Quién, como don Benito, daba fuertes taconazos en el suelo mientras las bolas corrían; quién, como don Lorenzo, se inclinaba a un lado y a otro, se torcía y se retorcía como si de sus movimientos dependiese que la bola se inclinase a un sitio u otro; quién, por fin, como don Pancho, que era pequeño y gordo, casi cuadrado, se subía de un brinco al diván después de haber empujado la bola, para mejor ver los estragos que había hecho en los palos. De vez en cuando se oía el grito de impaciencia de alguno de ellos dirigiéndose al chico:– «¡Apunte, niño, no se distraiga!»

Al lado de Gonzalo vino a sentarse don Feliciano Gómez, que comenzó a marearle con su charla bondadosa e insubstancial, dándole a cada instante palmaditas afectuosas en el muslo como tenía por costumbre.

– ¿Cuándo es el gran día, Gonzalín? ¿Pronto, eh? ¡Vaya, que tengo ya ganas de verte con tu señora del brazo yendo a misa de doce!… Bien, mi queridín, bien; vas a ser feliz. En casa las nenas (así llamaba a sus ancianas hermanas siempre) no me dejan vivir desde ayer: «¿Cuándo se casa Gonzalín? no dejes de preguntárselo.» ¡Como te han visto nacer las pobres!… No hay nada como el matrimonio para vivir contento y tranquilo. Tú me dirás: y siendo así, ¿por qué no se ha casado usted, don Feliciano? Oyes, mi queridín, ¿por qué me había de casar si vivo feliz soltero? ¿Qué me hace falta a mí? Tengo en casa a las nenas que me cuidan a qué quieres boca, que me adoran… (¡Pobre hombre! otra cosa muy distinta se decía en el pueblo.) Y para otras cosas… nunca falta Dios; ¿verdad, mi queridín?… Además, mientras uno es mozo se padece mucho. Todo se vuelve apetecer y rabiar… Hay aquí dentro un fuego que no le deja a uno sosiego… Pero cuando vienen los años y cesa el calor amante y se queda uno fresco como una lechuga, entonces, ¡en grande, mi queridín!… Mira, si me dijesen ahora: «Feliciano, ¿quieres volverte a los veinte años?» ¡Ca! a otro perro con ese hueso. La gran edad del hombre, los cincuenta años. No lo dudes, Gonzalín. Ahora es cuando se sabe lo que es comer y dormir con tranquilidad. ¿Hay ninguna Fulana que valga una fuente de sardinas frescas acabadas de freir?… ¿Y una langosta con sidra sacada por el espichón? ¿No se te hace la boca agua, hijo del alma?… Tú ahora casarte y besitos y «mi vida» para aquí y «alma mía» para allá, ¿verdad?… Bien, bien, descuida que todo se andará. Esto es bueno, pero aquello es mejor… La muchacha es de buena familia… Don Rosendo está rico… Vas bien, vas bien, mi queridín… Pero oye, ¿por qué no te casas con la pequeña, con Venturita, que es más guapa? Yo no digo que la primera sea fea; pero no hay duda que la segunda es más linda; un botón de rosa. ¡Qué ojos tan pícaros! ¡qué pelo! ¡qué dentadura! ¡qué garbo! En fin, si estás comprometido con la otra no digo nada… ¡Pero lo que es como guapa!… Y la familia, la misma…

Estas palabras hicieron una impresión extraña en Gonzalo. El pensamiento así expresado era la fórmula brutal, pero exacta y precisa de su vago imaginar, de cierto desasosiego que le había quedado desde la noche anterior. Efectivamente, ¡qué ojos tan hermosos, tan cándidos y maliciosos a la vez! ¡Qué cutis de alabastro! ¡Qué labios, qué dientes, qué dorada madeja de cabellos! Cecilia, la pobre, estaba aún más delgada que cuando se había ido y más desgarbada. ¿Cómo le había gustado aquella chica? Gonzalo se confesó con sencillez que gustar… lo que se llama gustar de veras… como ahora Venturita, por ejemplo, nunca le había gustado. ¿Entonces por qué?… ¡Vaya usted a saber lo que son estas cuestiones! Era un niño, no hablaba con señoritas. La amabilidad de aquélla le impresionó… Luego cierta vanidad de tener novia… Después la distancia que agranda y mejora los objetos… En fin, todo se había combinado para ligarle a aquella muchacha… ¡Pero si él hubiera visto antes a Venturita!… Más valía no pensar en ello. El asunto estaba ya demasiado adelantado para volverse atrás.

Contra su costumbre, quedóse un buen cuarto de hora pensativo mirando rodar las bolas de marfil sin verlas. Don Feliciano se había ido. Al fin su robusto temperamento sanguíneo se sobrepuso a aquellas nerviosidades insanas que pretendían turbarle. Alzóse del asiento. Los rasgos de su fisonomía, contraídos momentáneamente, se dilataron, y se esparció, por ella la sonrisa serena que la caracterizaba. Al mismo tiempo se encogió de hombros con un supremo desdén. Con aquel gesto parecía decir:– «Me caso con la más fea de las chicas de Belinchón… bueno, ¿y qué? De todos modos, sea con una o con otra, ¡aunque no me case con ninguna! yo he de ser feliz. No necesito que la felicidad me venga de fuera. La llevo dentro de mí, en este humor de ángel que Dios me dió, en el dinero que mis padres me dejaron, en esta salud inconcebible, en esta fuerza de toro…»

Cuando entró de nuevo en el Saloncillo, grandemente perturbados halló a sus cotidianos tertulios con la nueva que acababa de traer Severino el de la tienda de quincalla:– «¿No saben ustedes lo que pasa, señores?»– Todos se levantan y le cercan. El comerciante habla visiblemente conmovido.– Esta noche han robado y asesinado a don Laureano.– ¿Qué don Laureano, el de la quinta?– Sí, el de las Aceñas… Dicen que a las dos y media, poco más o menos, entraron nueve hombres enmascarados en su casa, molieron a palos al criado, amarraron a la señora y a la criada y a don Laureano lo degollaron… Antes creo que le hicieron sufrir mucho para obligarle a soltar el dinero… El buen señor no tenía más que doce mil reales, y ellos empeñados en que había gato escondido… Le amarraron por aquí, salva sea la parte, y tira que tira para hacerle cantar…

Un estremecimiento de horror agitó a los notables de Sarrió. Quedáronse pálidos como si se les hubiese aparejado ya a todos aquel espantoso tormento. La quinta de las Aceñas estaba a una legua de la villa, en la soledad de un bosque de pinos; pero nadie tuvo esto en cuenta. Veíanse ya asaltados en sus casas de la Rúa Nueva o de Caborana y asesinados crudelísimamente. ¡Sobre todo aquellos tirones! ¡Santo Cristo, qué atrocidad!

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