– Puedes almorzar así todos los días, la dije, si consientes en que se realice lo que he pensado respecto a ti.
Amparo me miró con una profunda y grave atención, y me preguntó:
– ¿Y qué ha pensado usted?
– He pensado, primero, en que la posición en que te encuentras es muy precaria.
– He nacido pobre, me contestó con altivez; mi porvenir es el trabajo; acaso con mucha aplicación y alguna suerte podré adelantar; tener dentro de algunos años un taller mío.
– ¿Y las enfermedades?
– ¡Buena manera de alentar a los pobres!
– Es que yo quiero asegurar tu suerte.
Amparo había dejado de comer, y noté que había perdido enteramente su tranquila confianza; que estaba preocupada, disgustada, pesarosa de haber ido a almorzar conmigo.
– Soy rico, muy rico; sobrino de un grande de España que no tiene hijos, ni los tendrá probablemente; heredaré sus rentas y su grandeza.
Nublose más el semblante de Amparo.
– No pienso casarme jamás, continué, y quiero que seas mi hija adoptiva.
Amparo me miró de una manera penetrante, como si hubiera querido asegurarse de hasta qué punto eran verdad mis palabras y la marcada conmoción con que las había pronunciado.
Sin duda mis ojos dejaban ver claro lo que mi alma sentía, porque la expresión de reserva y de duda desapareció del semblante de Amparo, sustituyéndola una dulce expresión de consuelo.
– ¡Ah! exclamó: ¡Quiere usted reemplazar a los padres que he perdido!
Y aunque procuró dominar su conmoción, sus ojos se llenaron de lágrimas.
Yo gozaba, no sabré deciros qué placer; pero me sentía feliz y joven, y poderoso: me sentía engrandecido.
– Sí, la dije, mientras ella callaba, con la vista inclinada, las mejillas encendidas, sobresaltada: quiero que no vuelvas al taller.
– ¿Y qué he de hacer? me dijo. ¿Gravar a usted? ¿vivir en el ocio? No, no podría.
– Quiero que entres en un colegio.
– ¿Y para qué? No: eso no puede ser. Yo no acepto la adopción de usted.
– Ya te he dicho que estoy resuelto a no casarme jamás. Aunque soy joven, mi corazón está ya gastado; es muy viejo. Nada espera, nada desea.
– ¡Oh! ¡no me diga usted eso! ¡no quiero creerlo! ¡una vida así debe ser horrible!
– ¡Horrible, sí! ¡muy horrible! por lo mismo es necesario que un deber me ligue al mundo; a la vida: representa tú ese deber.
– Bien; me dijo, mirándome con una expresión que no pude comprender, acepto, seré su hija adoptiva de usted… pero en un convento.
– ¡En un convento! ¡monja tú!
– Sí; una vez monja, mi porvenir está asegurado.
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