Manuel Fernández y González - Amparo (Memorias de un loco)
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Amparo me había impresionado fuertemente.
No sabía donde vivía.
Un día encargué a Mauricio que la buscase.
Mauricio empleó cuantos medios se conocen para encontrar una persona de la cual se saben el nombre, las señas y la condición.
Gracias a lo bien montada que está la policía en España, Mauricio, que era uno de los mozos más listos que he conocido, no pudo dar con ella.
Preguntó a los traperos y le contestaron que no la conocían.
Fue al Ayuntamiento y sólo constaban allí el nombre y el número de Amparo como trapera.
Amparo empezó a hacérseme una dificultad: indudablemente a fin de mes, la señora Adela vendría en busca de su asignación; pero yo no quería esperar aquel plazo.
Habían pasado quince días desde mi aventura.
Era por la mañana y Mauricio entró alegre.
– Ya la tenemos, exclamó.
– ¿A quién?
– A la señorita Amparo.
– ¡Cómo! ¿sabes dónde vive?
– Está en la antesala.
– ¡Ah! exclamé saliendo de mi gabinete y atravesando la sala; entre usted, señora, entre usted.
Amparo entró.
Venía sencillamente vestida, un manto de sarga, un cordón de pelo al cuello con una pequeña cruz dorada, un pañuelo de seda sobre los hombros, una bata de percal, y un delantal negro; me pareció más alta y más bella: venía encendida, alegre, con un bulto bajo el manto; me saludó con una sonrisa sumamente afectuosa y entró en el gabinete, sobre una de cuyas mesas dejó el bulto que traía bajo el manto, y que produjo un sonido metálico.
– ¿Qué es eso? la dije.
– Esto es que Dios me favorece, me contestó: son tres mil reales que he ganado a la lotería.
– ¡Ah! exclamé adivinando su intención.
– Tres mil reales que traigo a usted.
– ¿Y para qué quiero yo eso?
– ¿Para qué? me contestó mirándome gravemente, para que se reintegre usted de los dos mil reales que dio a la señora Adela.
– ¡Ah! ¿eres orgullosa?
– No por cierto, ¡sino que habrá tantos otros desdichados!
Se me nubló el semblante, y Amparo se apresuró a decir:
La caridad debe ser discreta; la caridad indiscreta hace más daño que beneficio; yo ya tengo todo lo que podía desear; un cuartito alegre, una cama blanda, ropa blanca y dos vestidos de calle. Trabajo; trabajo con ardor, y dentro de poco seré oficiala. Emplee usted esos dos mil reales en amparar otra desdicha, y los mil restantes guárdelos usted para dárselos doce a doce duros a la señora Adela: hay para cuatro meses; dentro de cuatro meses ganaré una peseta, que era cuanto deseaba. Con que… no hablemos más. Ahí se queda eso. Tengo que comer y estar a las tres en el taller.
Y escapaba.
– Espera, la dije, ¿no quieres tener nada mío?
– ¡Oh? sí, sí… el recuerdo… y el agradecimiento. ¿No basta eso?
– Bien, me quedo con ese dinero, aunque sería mejor que los mil reales restantes se los entregases a la señora Adela.
– Los gastaría en aguardiente.
– Me rindo, pero con una condición.
– ¿Cuál?
– Ven mañana a almorzar conmigo.
Meditó durante un momento Amparo, y contestó:
– Vendré. Afortunadamente es domingo.
Y saludándome alegremente, escapó.
– ¡Ah! tiene usted suerte, me dijo Mauricio; es una prenda de rey.
Recuerdo que Mauricio, recordando un puntapié que le valió esta observación, habló en lo sucesivo con el más profundo respeto de la señorita Amparo .
Fuime a una joyería y gasté los tres mil reales que me había dado Amparo, en una bonita cruz de diamantes para ella.
La joya era de muy buen gusto, y debía parecer muy bien en el bonito cuello de la muchacha.
Además necesitaba dejar bien puesta mi vanidad.
Aquella inesperada devolución la había humillado.
Amparo me trataba por decirlo así, de potencia a potencia.
Yo no podía conservar aquel dinero.
Mi vanidad quedaba a cubierto, regalándola la cruz.
Sólo con este objeto la había convidado a almorzar conmigo.
El día siguiente a las once, Amparo estaba en mi gabinete, donde Mauricio había servido la mesa.
Mientras Amparo se quitaba el manto con una hechicera confianza, Mustafá, que sin disputa era mi amigo, sentado enfrente de mí, meneaba lentamente la lanuda cola y me miraba de hito en hito.
Yo contemplaba a Amparo con el mismo placer con que se contempla una cosa bella, fresca, pura, encontrada por acaso en el erial de la vida.
Era una niña, en toda la extensión de la frase, espigadita, esbelta, con bonitas manos, ojos hermosos, y una montaña de cabellos negros y brillantes, agrupados en trenzas: muy blanca, muy pálida y muy delgada.
Tenía la seducción de la pureza confiada en sí misma, que por nada se alarma, que nada teme: iba de acá para allá, y me lo revolvía todo.
– ¡Cómo se conoce que aquí no hay una mujer! decía: polvo por todas partes, ¡y un desorden!.. todo lo que hay aquí es bueno y bello; pero sería más bello, parecería mucho mejor, si estuviese colocado en su sitio. Y luego… ¡estas armas! ¿para qué son estas armas? ¿a quién tiene que matar un hombre honrado?
– Son objetos de arte, la dije.
– Traed: pues, a vuestro gabinete un cañón de a veinticuatro cincelado.
– ¡Ah! ¿no crees que sea necesario alguna vez?..
– ¡Nunca!
– ¿Ni aun por un asunto de honor?
– Me horrorizaría un hombre que por una cuestión de honor hubiera matado a un semejante suyo… ¿y estos libros?.. añadió pasando con la mayor facilidad de un objeto a otro. ¡Novelas!.. Creo que en lo peor en que puede ocupar un hombre su talento, es en escribir novelas.
– ¿Por qué?
– ¿No basta la vida real? ¿qué necesidad hay de exagerarla?
– La novela enseña.
– La novela vicia las costumbres.
– Eso lo dirá el padre Ambrosio.
– Sí por cierto; y basta para mí que el padre Ambrosio lo diga: es un ángel… ¡Ah! el padre Ambrosio sabe que vengo a almorzar con usted.
– ¿Y qué te ha dicho?
– Nada: absolutamente nada. ¿No sabía el padre Ambrosio que iba sola de noche a recoger trapos por las calles?
Este recurso a sí misma, esta manifestación de fuerza, me encantó.
– ¿Y son estas las novelas que usted lee? dijo con severidad Amparo, que había ojeado uno de mis libros. ¡Oh! esta novela en ninguna parte está mejor que en el fuego.
Y arrojó el libro a la chimenea.
Era un tomo del Baroncito de Faublas .
Sólo había tenido tiempo de leer algunas líneas Amparo, y se había puesto encendida como una guinda.
Así con las tenazas el libro, y le saqué de la chimenea donde olía mal, arrojándole a la jofaina.
Prometí a Amparo hacer un auto de fe con todos mis malos libros, y mediante esta promesa se restableció nuestra buena armonía.
En seguida nos pusimos a almorzar.
Yo había cuidado de que el almuerzo fuese muy sencillo y compuesto de alimentos acomodados a las costumbres de Amparo.
Era, en fin, un verdadero almuerzo español; con el indispensable chocolate.
Amparo comía con apetito y sin encogimiento.
Mustafá sentado junto a ella gruñía con impaciencia excitado por el olor de los manjares.
Puse un plato al leal compañero de Amparo, que me dio las gracias con una sonrisa, y acarició después con su pequeña mano la cabeza del perro que comía con ansia.
– ¡Ah! dijo hablando con él, esta es la primera vez que almorzamos bien, Mustafá.
– Pues así puedes almorzar, la dije, todos los días.
Pintose una expresión de reserva en el semblante de Amparo.
Comprendí que el mundo especial en que había vivido, ese mundo que se llama casa de vecindad , donde resaltan todas las miserias, todas las adyeciones, todas las ignorancias, la había hecho recelosa y desconfiada.
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