Armando Palacio Valdés - El origen del pensamiento

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Mario quedó acortado. Le miró fijamente con ojos de asombro y al fin murmuró entre triste y colérico:

–Pero, Adolfo, ¡por Dios! ¿qué tienen que ver ahora los conejos jóvenes?…

–No… yo no quería decirte… Es simplemente un dato fisiológico.

Recobrose el joven y volvió a coger el hilo de sus impresiones. Las iba narrando con entusiasmo, de un modo incoherente, como si estuviese solo. Tal vez comprendía vagamente que lo estaba; porque Moreno, a juzgar por su mirada distraída y su continente reflexivo, debía de hallarse en aquel momento meditando sobre algún oscuro problema de la morfología.

Después de describir y pesar una por una las gracias de Carlota y colocarla sobre un rico pedestal de mármol ornado de bajos relieves de Fidias, por encima de todas las mujeres de este mundo, casi a la altura de la Niobé de Praxíteles, vino a soñar despierto, a pintar de un modo plástico la única dicha a que aspiraba uniéndose a ella…

–No soy hombre de grandes ambiciones, Adolfo, bien lo sabes. Para ser feliz, no necesito más que cariño, sosiego y un mediano pasar. Un cuartito al Mediodía con ventanas al campo aunque esté sobre el tejado; una mujercita sana, risueña, que venga a abrirme la puerta; oírla teclear después de comer alguna sonata de Beethoven… y que me dejen libre alguna hora para modelar cualquier muñeco. Estoy solo en el mundo. Apenas he conocido a mi madre. Mi padre se esforzó toda la vida en hacerme menos terrible esta pérdida. ¡Dios le bendiga por ello! Pero el amor de una madre es insustituible, no tanto por lo vivo y profundo, sino por lo que tiene de femenino. El hombre necesita en todos los momentos de su vida del amor de la mujer; primero de la madre, luego de la esposa, más tarde de la hija. Además, el hombre sin familia no se comprende; es un ser incompleto, absurdo, está fuera de la naturaleza.

–Permíteme, querido—manifestó Moreno extendiendo la diestra con solemnidad y acentuando aún más la superioridad de su sonrisa.—Más vale que no te metas a definir las leyes de la naturaleza. Esas cosas hay que estudiarlas con atención y tú no creo que te hayas entretenido hasta ahora en ello. El que la familia sea una ley natural y que no podamos pasar sin ella me parece una de tantas afirmaciones gratuitas como sientan los metafísicos. No se apoya en ningún dato experimental. Entre los Bochimanos no existe la familia; entre algunos pueblos polinésicos tampoco… En cambio se encuentra algo semejante establecido entre ciertos monos ordinarios. Y desde luego entre los antropoides. El chimpanzé y el gorila suelen constituir familia.

La exhibición de este preciosísimo dato le dejó tan satisfecho que, en el exceso de su alegría, tosió dos o tres veces de un modo modesto, indicando que estaba dispuesto a rechazar toda enhorabuena. Acto continuo echó mano a la botella de agua, se escanció un vaso y lo apuró lentamente con majestuoso ademán, a fin de serenarse.

Mario le contemplaba fijamente.

–Mira, Adolfo—dijo al fin procurando reprimir la indignación,—yo nunca he dudado de tu ciencia. Reconozco que sabes mucho más que yo, y aunque a mí no me interesen gran cosa los Bochimanos, les concedo toda la importancia que tú quieras, por más que tú mismo dices que son unos salvajes… Pero, francamente—añadió poniéndose fuertemente colorado y clavando una mirada colérica en la mesa,—eso de que hablándote yo de mi amor por Carlota, que es un ángel bajado del cielo, me saques a relucir el gorila y el chimpanzé, no es decente… no es decente… ¡vamos, que no es decente!

III

Vivió desde aquella noche memorable en un estado de exaltación próximo a la locura. En su casa dejó de ser, con sorpresa de la patrona, el huésped silencioso, tolerante, que ésta se complacía en ofrecer de modelo a los demás. Se mostró impaciente, huraño, imperioso; armaba con la criada cada pelotera que la vajilla retemblaba con los apóstrofes; todo porque le había servido el almuerzo diez minutos más tarde de lo que le había ordenado, o no había podido llevarle el sombrero a planchar. De igual modo andaba constantemente a la greña con la planchadora sobre si los puños, sobre si los cuellos, y con la camarera sobre si las botas, sobre si el botón de la levita. La misma D.ª Romana, su respetabilísima patrona, a pesar de su continente digno y talento persuasivo, no se libraba de las amargas recriminaciones del joven, y a veces de sus violentísimos apóstrofes.

–Pero, D. Mario—decía la diplomática señora mientras los ricitos postizos de su cabeza se agitaban con elocuencia,—¿cómo quiere usted que la comida esté sazonada o no se la sirvan fría, cómo quiere usted que le tenga el cuarto arreglado a tiempo ni las cosas a punto, si desde hace una temporada no tiene hora fija para nada; tan pronto se le ocurre almorzar a las once como a las dos, unas veces se levanta a las siete de la mañana, otras duerme hasta las tres de la tarde? Y sobre esto, los criados siempre en danza, a casa del sastre, del camisero, a llevar cartas y recados a la calle de Ramales.

Era el mismo Evangelio lo que la buena señora alegaba. Los tirabuzones sujetos a su frente lo corroboraban con vivos movimientos de trepidación. Mario cometía estos desórdenes y otros más. La causa estaba en la calle de Ramales, bien lo sabía D.ª Romana; pero no se atrevía a expresarlo, aunque lo indicaba recalcando un poquito la palabra. Es decir, no estaba en la calle de Ramales. Donde estaba realmente era en el cerebro exaltado del joven escultor. Porque ¿qué culpa tenía Carlota de que se levantase a las seis de la mañana, habiéndole dicho la noche anterior que oiría misa a las diez en el Sacramento? ¿Ni por qué pedía a grandes voces el almuerzo a las once, si le constaba que hasta las dos lo menos no había de salir de tiendas D.ª Carolina con sus hijas? Tampoco era Carlota responsable de que nuestro joven perdiese la razón al ver una minúscula arruga en el planchado de los puños o las botas sin el conveniente brillo, porque no tenía la costumbre de reconocer minuciosamente ni los puños ni las botas de su novio. Es más, aunque advirtiese la arruga del planchado o la opacidad de las botas, era tan bonachona que se lo perdonaría sin gran esfuerzo.

Al principio nuestro joven iba dos veces por semana a pasar un ratito después de la oficina a casa de D. Pantaleón. Poco después, un día sí y otro no; luego, todos los días. Esto sin perjuicio de verse y hablarse diariamente en el café del Siglo y de las salidas extraordinarias a misa y a tiendas, en que casualmente se tropezaban. Pero no bastaba todavía a calmar las ansias amorosas del escultor. Todavía ideó el acudir también algunas mañanas a casa de su novia con diferentes pretextos; luego descaradamente y todos los días. De modo que, lo que decía confidencialmente D.ª Carolina a la señora Rafaela:—Hija, estos muchachos no me dejan tiempo para arreglar mi casa ni para vigilar la cocina; no puedo cepillar la ropa a Pantaleón, no puedo escribir una carta, no puedo hacer una visita. ¡Siempre clavada a la silla en el gabinete! Luego, si Presentación me ayudase un poco a soportar la carga; pero ¡que si quieres!

En efecto, cuando por algún apuro imprescindible D.ª Carolina la llamaba para que se estuviese al lado de los novios, mientras ella permanecía fuera, Presentación levantaba los brazos al cielo exclamando:

–¡Dios mío, qué pecado habré cometido para desempeñar tan joven estos papeles!

Y si la señora tardaba mucho, se escapaba diciendo:

–No puedo más. Dispensadme. Cuidado con ser buenos.

En vano la pobre Carlota le gritaba ruborizada:

–¡Niña, niña! ¡Por Dios, no marches!

–No puedo más—repetía huyendo,—no puedo más. La carga es superior a mis fuerzas.

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