Ildefonso Falcones - La mano de Fátima
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—Cuidarás de ella hasta que puedas devolvérsela a Hamid. Yo, rey de Granada y de Córdoba, así lo dispongo. Seguro que podrás devolvérsela, muchacho —sonrió Aben Humeya—. En cuanto jenízaros y berberiscos acudan en nuestra ayuda, volveremos a reinar en al-Andalus.
Abandonaron la casa donde se alojaba Aben Humeya y consiguieron comida. Los hombres se sentaron en el suelo a dar cuenta del cordero.
—¿Quién es ella? —gruñó Brahim señalando a Fátima.
—Escapó con nosotros de Juviles —contestó Aisha, antes de que Hernando pudiera responder.
Brahim entrecerró los ojos y los clavó en la muchacha, que estaba de pie junto a Aisha; Humam dormía en un capazo entre ellas. Con un pedazo de cordero en la mano, la miró de arriba abajo, deteniéndose en sus pechos y en su rostro, en aquellos maravillosos ojos negros que Fátima bajó, turbada.
El arriero chasqueó la lengua, impúdicamente, como si la aprobase, y mordió el cordero.
—¿Y mis hijas? —inquirió mientras masticaba.
—No lo sé. —Aisha ahogó un sollozo—. Era de noche... Había mucha gente... No se veía nada... No pude encontrarlas. ¡Vigilaba a los varones! —se excusó.
Brahim miró a sus dos hijos y asintió, como si aceptara aquella excusa.
—¡Tú! —llamó a Fátima—. Sírveme agua.
Brahim desnudó a la muchacha con la mirada cuando ésta le llevaba el agua; el arriero mantuvo el vaso junto a su cuerpo, sin extender el brazo, para que la joven tuviera que acercársele y así tocar su piel.
Hernando se sorprendió conteniendo la respiración al observar cómo Fátima intentaba no rozar a Brahim. ¿Qué pretendía su padrastro? Por el rabillo del ojo, creyó ver cómo Aisha sacudía el capazo de Humam con uno de sus pies: el niño rompió a llorar.
—Tengo que darle de mamar —se disculpó Fátima, azorada.
El arriero la persiguió con la mirada, temblando al pensar en aquellos pechos de niña rebosantes de leche.
—Hernando... —le llamó Fátima una vez hubo alimentado a su hijo, y éste dormía en sus brazos.
—Ibn Hamid —le corrigió él.
Fátima asintió.
—¿Me acompañas a buscar noticias de mi esposo? Debo saber qué ha sido de él. —Fátima miró de soslayo a Brahim.
Después de dejar a Humam al cuidado de Aisha, desfilaron entre tiendas y corros en busca de noticias de las gentes de la taa de Marchena, que habían peleado junto a los monfíes contra el marqués de los Vélez, adelantado del reino de Murcia y capitán general de Cartagena. Soldado cruel que peleaba sin concesión alguna a los moriscos, el marqués de los Vélez había iniciado la lucha por su cuenta, antes incluso de recibir el encargo real, y había empezado por la costa de levante del antiguo reino, al sur y al este de las Alpujarras, donde no alcanzaba a combatir el de Mondéjar.
No les costó encontrar las noticias que buscaban. Una partida de los hombres del Gorri que lucharon contra el marqués de los Vélez, les empezaron a dar cumplida cuenta de sus avatares.
—Pero mi esposo no estaba con el Gorri —les interrumpió Fátima—. Él se fue con el Futey. Es... es su primo.
El soldado que había empezado a hablar suspiró entonces sin reparos. Fátima se agarró al brazo de Hernando: presagiaba malas noticias. Dos hombres que formaban parte del grupo esquivaron la mirada inquisitiva de la muchacha. Un tercero tomó la palabra:
—Yo estuve allí. El Futey cayó en la batalla de Félix. Y con él la mayoría de sus hombres... pero sobre todo mujeres... fallecieron muchas mujeres. Con el Futey estaban el Tezi y Portocarrero, y como no tenían suficientes hombres para hacer frente a los cristianos, disfrazaron de soldados a las mujeres. Nuestros hermanos les hicieron frente a campo abierto y después en las casas de Félix. Al final tuvieron que refugiarse en la cumbre de un cerro frente al pueblo, constantemente perseguidos por la infantería del marqués.
El hombre hizo una pausa que a Hernando le pareció interminable; notaba las uñas de Fátima clavadas en su brazo.
—Murieron más de setecientos, entre hombres y mujeres. Algunos logramos escapar a la sierra... de donde veníamos —añadió apesadumbrado—, pero los que no lo consiguieron... ¡Vi a mujeres abalanzarse con puñales contra las barrigas de los caballos! ¡Se dirigían a una muerte segura! Vi cómo muchas de ellas terminaron lanzando arena a los ojos de los cristianos a falta de fuerzas para levantar piedras. Lucharon con tanto valor como sus hombres. —En esta ocasión, el soldado miró directamente a Fátima—. Si no lo encuentras aquí... Los que sobrevivieron fueron muertos. El marqués de los Vélez no hace cautivos entre los hombres, ni concede el perdón como Mondéjar. Las mujeres y los niños que no murieron fueron tomados como esclavos. Vimos numerosas partidas de soldados que desertaban del ejército en dirección a Murcia, encabezando largas filas de mujeres y niños esclavos.
Buscaron por todo Ugíjar. Muchos moriscos les confirmaron el relato.
—¿De Terque? —terció un soldado que había oído las preguntas de Fátima—. ¿Salvador de Terque? —La muchacha asintió—. ¿El cordelero? —Fátima volvió a asentir, las manos frente a su pecho, los dedos entrelazados con fuerza—. Lo siento... murió. Murió junto al Futey luchando valerosamente...
Hernando la agarró al vuelo. No pesaba. Casi no pesaba. Ella se desmoronó en sus brazos y Hernando notó cómo se le empapaba la mejilla con sus lágrimas.
—¿A qué viene tanto llanto? —preguntó Brahim a la hora de la cena, sentado en corro en el centro del pueblo, entre multitud de hogueras.
—Su esposo... —se adelantó Hernando—. Dicen que está herido en las sierras —mintió.
Aisha, enterada de la muerte del padre del pequeño antes de que volviera Brahim, no contradijo la versión de su hijo. Tampoco lo hizo Fátima. Sin embargo, pese al dolor que mostraba la muchacha y al hecho de que su esposo supuestamente siguiera con vida, Brahim continuó mirándola lasciva y desvergonzadamente.
Esa noche Hernando no pudo conciliar el sueño: los sollozos contenidos de Fátima repiqueteaban en su interior con más fuerza que la música y los cánticos que se escuchaban en el campamento.
—Lo siento —susurró por enésima vez, tumbado a su lado, muy pasada la medianoche.
Fátima sollozó una respuesta ininteligible.
—Le querías mucho. —Las palabras de Hernando se quedaron entre la afirmación y la pregunta.
Fátima dejó transcurrir unos instantes.
— Nos criamos juntos... Le conocía desde que era una niña. Era aprendiz de mi padre, pocos años mayor que yo. Casarnos pareció lo más…—La muchacha intentó encontrar la palabra—. Lo más natural. Siempre había estado ahí...
Los sollozos se habían convertido en un llanto desesperado.
—Ahora estamos solos, Humam y yo —logró articular—. ¿Qué haremos? No tenemos a nadie más...
—Me tienes a mí —susurró él. Sin pensarlo, acercó una mano hacia la joven, pero ella no la tocó.
Fátima se quedó en silencio. Hernando oía la respiración entrecortada de la muchacha, confundida con las zambras del campamento morisco. Antes de que la música y los cánticos ganaran fuerza, Fátima musitó:
—Gracias.
El marqués de Mondéjar concedió unos días de respiro al ejército morisco acampado en Ugíjar. Recibía a los principales de los lugares que acudían a él a rendirse; destinaba partidas de hombres que atacaban las cuevas en las que se escondían moriscos y por último, se dirigió a Cádiar antes que a Ugíjar.
Esos días bastaron para que los espías moriscos, que vigilaban cuanto sucedía en Granada, acudieran a Ugíjar provistos de noticias. Hernando se dirigió con curiosidad al nutrido corro de hombres que rodeaba a uno de los recién llegados.
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