Estamos sentadas en un banco de madera de cara al agua. Mientras ella me traduce las palabras, contemplo maravillada la ciudad al otro lado del río. He descubierto hace muy poco mi propia historia, y me asombra encontrarme en un lugar que rezuma tanta, tan bien documentada y preservada. Es milagroso. En esta ciudad, todo lo es. Me admira la claridad del aire, el viento que surca el río y arroja sus aguas contra las pedregosas riberas, la luz abundante y suntuosa que parece llegar de todas partes. Desde el banco del parque, distingo las antiguas murallas que rodean el antiquísimo centro y su maraña de callejas tortuosas, la torre occidental de la catedral de Aviñón, con la estatua dorada de la Virgen María refulgiendo en la cúspide.
Pari me cuenta la historia del puente, la del joven pastor del siglo XII a quien, supuestamente, los ángeles le habían dado instrucciones de construir un puente en el río y que, como prueba de que decía la verdad, levantó una piedra gigantesca para arrojarla a las aguas. Me habla de los barqueros del Ródano, que subían al puente a venerar a su patrono san Nicolás, y de las crecidas que a lo largo de los siglos erosionaron los arcos hasta hacerlos desplomarse. Pari me cuenta todo eso con la misma enérgica inquietud de unas horas antes, cuando me ha llevado a recorrer el Palacio de los Papas: se quitaba los auriculares para señalarme un fresco o me daba leves codazos para que me fijara en un cuadro o vitral interesantes o en una bóveda de crucería.
En el exterior del palacio papal, iba hablando casi sin parar, soltándome una retahíla de santos, papas y cardenales, mientras paseábamos por la plaza de la catedral entre palomas, turistas, vendedores africanos de pulseras y relojes de imitación con vistosas túnicas, y un joven músico con gafas y sentado en un cajón de manzanas que tocaba Bohemian Rhapsody a la guitarra acústica. No la recuerdo tan locuaz en la visita que nos hizo, y me da la sensación de que es una táctica dilatoria, como si describiéramos círculos en torno a lo que quiere hacer —a lo que vamos a hacer—, y toda esta palabrería fuera también una especie de puente.
—Pero no tardarás en ver un puente de verdad —me dice—. Cuando llegue todo el mundo. Iremos todos al Pont du Gard. ¿Lo conoces? ¿No? Oh la la . C’est vraiment merveilleux . Es un acueducto que construyeron los romanos en el siglo primero, para llevar agua de Eure a Nimes. ¡Cincuenta kilómetros! Es una obra maestra de la ingeniería, Pari.
Llevo cuatro días en Francia, y dos en Aviñón. Pari y yo cogimos el TGV en un gélido y nublado París, y al bajar nos encontramos con un cielo despejado, un viento cálido y todo un coro de cigarras en cada árbol. Al llegar a la estación pasamos apuros para sacar mi equipaje del tren, y conseguí bajarme por los pelos, un instante antes de que las puertas se cerraran detrás de mí con un resoplido. Tomo nota mentalmente para contarle a baba que tres segundos más y habría acabado en Marsella.
—¿Cómo está? —me preguntó Pari en París, en el taxi del aeropuerto Charles de Gaulle a su apartamento.
—Va cuesta abajo —contesté.
Baba vive ahora en una residencia para ancianos. Cuando visité el centro por primera vez, la directora, una mujer llamada Penny, alta, delicada y con rizos pelirrojos, me enseñó las instalaciones, me dije que no estaba tan mal. Y lo dije en voz alta:
—Esto no está tan mal.
Todo estaba limpio, y los ventanales daban a un jardín donde, según Penny, celebraban una merienda todos los miércoles a las cuatro y media. El vestíbulo olía levemente a canela y pino. Los miembros del personal me parecieron atentos, pacientes y competentes; ahora los conozco a casi todos por su nombre. Había imaginado ancianas arrugadas y con pelillos en la barbilla babeando, hablando solas, pegadas a la pantalla del televisor. Pero la mayoría de los residentes que vi no eran muy viejos, y muchos ni siquiera estaban en silla de ruedas.
—Supongo que esperaba algo peor —añadí.
—¿De verdad? —repuso Penny con una risita simpática y profesional.
—Qué grosería acabo de decir, lo siento.
—No, en absoluto. Somos muy conscientes de la imagen que la mayoría de gente tiene de estos sitios. —Y entonces, con sobrio tono de cautela, miró por encima del hombro y añadió—: Por supuesto, éste es el pabellón de movilidad asistida. Por lo que me ha contado de su padre, no estoy segura de que encaje muy bien aquí. Supongo que el pabellón de la memoria sería más apropiado para él. Ya hemos llegado.
Utilizó una tarjeta magnética para entrar. Allí no olía a canela ni a pino. Se me encogieron las entrañas y mi primer instinto fue darme la vuelta y salir de allí. Penny me dio un leve apretón en el brazo. Su mirada irradiaba ternura. Me esforcé en soportar el resto del recorrido, atenazada por un tremendo sentimiento de culpa.
La víspera de mi viaje a Europa, fui a ver a baba . Crucé el vestíbulo en el pabellón de movilidad asistida y saludé con la mano a Carmen, la chica de Guatemala que contesta al teléfono. Pasé ante la sala social, abarrotada de ancianos que escuchaban a un cuarteto de cuerda formado por estudiantes de instituto con atuendo formal, ante la sala polivalente con sus ordenadores, bibliotecas y juegos de dominó, y por fin ante el tablón con su despliegue de consejos y anuncios. «¿Sabía que la soja le ayuda a reducir el colesterol?» «¡No olvide la hora de Rompecabezas y Reflexión este martes a las 11!»
Entré en la zona restringida. Al otro lado de esa puerta no celebran meriendas, ni hay bingo. Ahí nadie empieza la mañana haciendo tai chi. Fui a la habitación de baba , pero no estaba. Le habían hecho la cama, el televisor estaba apagado y sobre la mesita de noche había un vaso con dos dedos de agua. Sentí cierto alivio. Detesto verlo en la cama con una mano bajo la almohada y mirándome con esos ojos vacíos.
Lo encontré en la sala recreativa, hundido en una silla de ruedas ante el ventanal que da al jardín. Llevaba un pijama de franela y la gorra nueva. Le cubría el regazo lo que Penny llama «delantal para inquietos», que tiene cordeles para trenzar y botones para abrochar y desabrochar. Según Penny, ayuda a que los dedos se mantengan ágiles.
Le di un beso en la mejilla y acerqué una silla. Lo habían afeitado y peinado. La cara le olía a jabón.
—Bueno, mañana es el gran día —dije—. Me voy a Francia, a visitar a Pari. ¿Recuerdas que te lo conté?
Baba parpadeó. Ya antes del infarto cerebral había empezado a retraerse y se sumía en largos silencios durante los que parecía desconsolado. Pero, desde el derrame, su rostro se ha vuelto una máscara, la boca se ha congelado en una perpetua sonrisita educada y torcida que sus ojos nunca comparten. No ha dicho una sola palabra desde entonces. A veces sus labios se abren y emite un áspero sonido, algo parecido a «aaah», con una leve subida de tono al final para indicar sorpresa, como si mis palabras hubiesen provocado en él una revelación.
—Nos encontraremos en París y luego cogeremos el tren a Aviñón. Es una ciudad en el sur de Francia. En el siglo XIV vivían allí los papas. Haremos un poco de turismo. Pero lo mejor es que Pari les ha hablado a sus hijos de mi visita, y van a venir todos.
Baba seguía con su sonrisita, como hizo la semana anterior cuando Héctor vino de visita, como hizo cuando le enseñé el formulario de solicitud de ingreso para la Facultad de Bellas Artes y Humanidades de San Francisco.
—Tu sobrina Isabelle y su marido Albert tienen una casa en la Provenza, cerca de un sitio que se llama Les Baux. Lo he buscado en internet, baba . Es un pueblecito precioso. Está emplazado sobre roca caliza en los montes Alpilles. Se pueden visitar las ruinas de un castillo medieval y contemplar desde allí las llanuras y los huertos de frutales. Sacaré muchas fotos y te las enseñaré a la vuelta.
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