La verdad es que a mi madre no le gustaba mucho viajar. No le veía sentido a renunciar a las comodidades y la familiaridad de su hogar a cambio del suplicio de volar y arrastrar maletas. Las aventuras culinarias no eran lo suyo: su idea de comida exótica consistía en un pollo a la naranja del restaurante chino de Taylor Street. Me sorprende un poco que baba la recuerde unas veces con asombrosa precisión —señalando por ejemplo que salaba la comida dejando caer los granos de sal de la palma, o su costumbre de interrumpir a la gente por teléfono cuando nunca lo hacía en persona— y que otras veces pueda hacerlo en cambio con tan poca exactitud. Imagino que mi madre se está desdibujando para él, que su rostro se sume en las sombras y su recuerdo disminuye con cada día que pasa, como arena que se escapa de un puño cerrado. Se está volviendo una figura fantasmal, una cáscara vacía que baba se empeña en llenar con detalles ilusorios y rasgos de personalidad inventados, como si valiese más tener recuerdos falsos que no tener ninguno.
—Bueno, es una ciudad preciosa —dice Pari.
—A lo mejor aún podré llevarla. Pero en estos momentos tiene cáncer. Uno de esos femeninos, de... ¿cómo se llamaba?
—De ovario —intervengo.
Pari asiente con la cabeza; me mira un instante, y de nuevo a baba .
—Su mayor deseo es subir a la torre Eiffel. ¿La has visto? —pregunta baba .
—¿La torre Eiffel? —Pari Wahdati suelta una risita—. Claro que sí. Todos los días. En realidad, no puedo evitarlo.
—¿Has subido? ¿Hasta arriba de todo?
—Sí, he subido. Todo es precioso allí arriba, pero me dan miedo las alturas, así que no me siento muy cómoda. Pero si hace un buen día de sol, se ve a más de sesenta kilómetros. Claro que en París no hay muchos días de sol.
Baba gruñe por lo bajo. Pari, creyendo que la anima a seguir, continúa hablando de la torre, de cuántos años se tardó en construirla, de que no se pretendía que siguiese en París después de la Exposición Universal de 1889, pero ella no sabe leer en los ojos de baba . El rostro de mi padre se ha vuelto inexpresivo. Pari no comprende que lo ha perdido, que su pensamiento ha cambiado de rumbo como una hoja a merced del viento.
Pari se inclina un poco en el asiento.
—Abdulá —prosigue—, ¿sabías que tienen que repintar la torre cada siete años?
—¿Cómo has dicho que te llamabas? —dice baba .
—Pari.
—Mi hija se llama así.
—Sí, ya lo sé.
—Os llamáis igual. Las dos os llamáis igual. Qué cosas. —Tose, y con gesto ausente hurga con el dedo un arañazo en el brazo de la butaca.
—Abdulá, ¿puedo preguntarte una cosa?
Baba se encoge de hombros.
Pari me mira como pidiéndome permiso. Asiento levemente y ella se inclina más en la silla.
—¿Por qué decidiste llamar así a tu hija?
Baba mira hacia la ventana y sigue raspando el brazo de la butaca con la uña.
—¿Lo recuerdas, Abdulá? ¿Por qué le pusiste ese nombre?
Él niega con la cabeza. Se lleva una mano al cuello de la chaqueta de punto para cerrárselo. Empieza a musitar por lo bajo sin mover apenas los labios; siempre recurre a ese murmullo rítmico cuando lo acomete la ansiedad y no sabe qué responder, cuando todo es confusión, una marea repentina de pensamientos inconexos, y espera, desesperado, a que la bruma se disipe.
—Abdulá, ¿qué es eso? —pregunta Pari.
—Nada —masculla él.
—No; estabas canturreando una canción. ¿Cuál era?
Baba se vuelve hacia mí, perdido. No lo sabe.
—Es una cancioncita infantil —intervengo—. ¿Te acuerdas, baba ? Me contaste que la aprendiste de niño, que te la enseñó tu madre.
—Ya.
—¿Puedes cantarla para mí? —pide Pari con cierta ansiedad; se le ha quebrado un poco la voz—. Por favor, Abdulá, ¿me la cantas?
Él agacha la cabeza y niega lentamente.
—Adelante, baba —lo animo con suavidad, y le apoyo una mano en el huesudo hombro—. No pasa nada.
Titubeante, con voz temblorosa y aguda, baba canturrea dos versos varias veces, sin alzar la mirada.
Encontré un hada pequeñita y triste
bajo la sombra de un árbol de papel.
—Siempre me decía que había dos versos más —le cuento a Pari—, pero que los había olvidado.
De pronto ella suelta una carcajada que es como un grito gutural, y se tapa la boca con una mano.
—Ah, mon Dieu —susurra.
Baja la mano y canturrea, en farsi:
Era un hada pequeñita y triste
Y una noche el viento se la llevó.
Baba arruga la frente. Por un instante fugaz, creo detectar un ápice de luz en sus ojos. Pero entonces se apaga, y la placidez vuelve a inundar su rostro. Niega con la cabeza.
—No, me parece que no es así.
—Ay, Abdulá —musita Pari.
Sonriendo y con lágrimas en los ojos, tiende las manos para coger las de baba . Planta un beso en el dorso de cada una y luego se las lleva a las mejillas. Él sonríe, y también se le humedecen los ojos. Pari me mira, parpadeando para contener las lágrimas de alegría, y por lo que veo cree haber roto las defensas, cree haber traído de vuelta a su hermano con su cancioncita mágica, como un genio en un cuento de hadas. Cree que ahora él la ve con claridad. Pero Pari no tardará en comprender que no es más que una reacción, que baba responde a la calidez de sus caricias y a su demostración de afecto. Sólo es instinto animal. Nada más. Lo sé con dolorosa certeza.
Unos meses antes de que el doctor Bashiri me diera el teléfono de una residencia especializada, mi madre y yo fuimos a pasar un fin de semana en un hotel de las montañas de Santa Cruz. No le gustaban los viajes largos, pero sí que las dos hiciésemos pequeñas escapadas de vez en cuando; eso fue antes de que estuviera muy enferma. Baba se quedaba a cargo del restaurante, y mi madre y yo nos íbamos con el coche hasta Bodega Bay o Sausalito, o a San Francisco, donde siempre nos alojábamos en un hotel cerca de Union Square. Nos instalábamos en la habitación y pedíamos comida al servicio de habitaciones y veíamos películas. Luego nos íbamos al muelle —mamá no podía resistirse a las trampas para turistas— y tomábamos helados y veíamos asomar los leones marinos en las aguas bajo el paseo marítimo. Echábamos monedas a los guitarristas y mimos callejeros, a los tipos con disfraces caseros de robot. Siempre hacíamos una visita al Museo de Arte Moderno y, cogiéndola del brazo, le enseñaba las obras Rivera, Kahlo, Matisse, Pollock. A veces íbamos a una sesión de tarde en algún cine, que a mi madre le encantaba; veíamos dos o tres películas seguidas y salíamos de noche con un zumbido en los oídos, los ojos enrojecidos y los dedos oliendo a palomitas.
Con mamá todo era más fácil, siempre lo fue: menos complicado, menos espinoso que con baba . Podía bajar la guardia. No tenía que estar siempre pendiente de lo que decía para no herirla. Estar a solas con ella durante esas escapadas de fin de semana era como acurrucarme en una mullida nube y dejar todos los problemas allá abajo, a kilómetros de distancia, insignificantes.
Estábamos celebrando el final de otra tanda de quimio, que resultaría ser la última. El hotel, en un sitio apartado, era precioso. Tenía un balneario, una sala de fitness , una sala de juegos con una gran pantalla de televisión y una mesa de billar. Nos alojábamos en una cabaña independiente con porche de madera y teníamos vistas a la piscina, el restaurante y bosques enteros de secuoyas que se alzaban hasta las nubes. Los árboles estaban tan cerca que cuando una ardilla ascendía rauda por el tronco se distinguían los sutiles tonos de su pelaje. La primera mañana de nuestra estancia, mamá me despertó.
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