Me llevé el teléfono al jardín de atrás y me senté en una silla junto al huerto en que he seguido cultivando los pimientos morrones y las calabazas gigantes de mi madre. El sol me calentaba la nuca cuando encendí un cigarrillo con mano temblorosa.
—Ya sé quién eres —dije—. Lo he sabido toda mi vida.
Al otro lado de la línea se hizo el silencio, pero tuve la impresión de que ella estaba llorando y había apartado el auricular.
Hablamos durante casi una hora. Le dije que sabía qué le había ocurrido, que de pequeña le pedía a mi padre que me contara la historia una y otra vez. Pari me dijo que ella no sospechaba nada de esa historia, y que probablemente habría muerto sin conocerla de no ser por una carta que le había dejado su tiastro Nabi antes de morir en Kabul, una carta en la que le contaba con detalle cómo había sido su infancia, entre otras cosas. Había dejado la carta en manos de un tal Markos Varvaris, un cirujano que trabajaba en Kabul, quien había buscado a Pari hasta dar con ella en Francia. En verano, Pari había volado a Kabul, donde se encontró con Markos Varvaris, y él le organizó una visita a Shadbagh.
Cerca del final de la conversación, hizo acopio de valor para decir por fin:
—Bueno, me parece que estoy preparada. ¿Puedo hablar con él?
Fue entonces cuando tuve que decírselo.
Acerco el álbum y examino la fotografía que me indica Pari. Se trata de una mansión rodeada de blancos y relucientes muros coronados por alambradas, o más bien lo que alguien de pésimo gusto considera una mansión: tres plantas en rosa, verde, amarillo y blanco, con parapetos, torretas, aleros acabados en punta, mosaicos y cristal de espejo como de rascacielos. Un monumento a la cursilería, una lamentable chapuza.
—Dios mío —musito.
— C’est affreux, non? Espantosa. Los afganos llaman a estas casas palacios del narco. Ésta es de un criminal de guerra muy conocido.
—¿Y esto es cuanto queda de Shadbagh?
—De la antigua aldea, sí. Esto y muchas hectáreas de árboles... ¿cómo decís... des vergers ?
—Huertos de frutales.
—Eso. —Pasa los dedos por la foto—. Ojalá supiera dónde estaba nuestra casa, respecto a este palacio del narco, quiero decir. Me encantaría saber el sitio preciso.
Me habla del nuevo Shadbagh —un pueblo en toda regla, con escuelas, una clínica, un barrio comercial y hasta un pequeño hotel—, erigido a unos tres kilómetros del emplazamiento de la antigua aldea. Fue el pueblo donde ella y su traductor buscaron a su hermanastro. Me había enterado de todo eso en el transcurso de aquella primera y larga conversación telefónica con Pari: de que en el pueblo nadie parecía conocer a Iqbal, hasta que Pari se topó con un anciano que sí lo conocía, un antiguo amigo de la infancia de Iqbal que los había visto a él y su familia acampados en un árido campo cerca del viejo molino. Iqbal le había contado a su amigo que, cuando estaba en Pakistán, su hermano mayor, que vivía en California, le mandaba dinero.
—Le pregunté si Iqbal le había dicho el nombre de su hermano —explicó Pari a través del teléfono—, y el anciano me dijo que sí, que se llamaba Abdulá, y alors , después de eso, el resto no fue difícil. Me refiero a encontraros a tu padre y a ti.
»Le pregunté al amigo dónde estaba ahora Iqbal. Le pregunté qué le había pasado y el hombre dijo que no lo sabía. Pero parecía muy nervioso y no me miraba a los ojos. Me preocupa, Pari, que a Iqbal le haya ocurrido algo malo.
Vuelve a hojear el álbum y me enseña fotografías de sus hijos, Alain, Isabelle y Thierry; de sus nietos en fiestas de cumpleaños, con trajes de baño y posando en el borde de una piscina. De su apartamento en París, con paredes azul pastel, estores blancos en las ventanas, estanterías de libros. De su abarrotado despacho en la universidad donde daba clases de matemáticas antes de que la artritis la obligara a retirarse.
Voy volviendo páginas mientras ella me proporciona los pies de foto: su vieja amiga Collette; Albert, el marido de Isabelle; Eric, el marido de la propia Pari, que era dramaturgo y murió de un ataque al corazón en 1997. Me detengo a observar una foto de ellos dos, increíblemente jóvenes, sentados en cojines naranja en alguna clase de restaurante, ella con una blusa blanca, él con una camiseta y el cabello largo y lacio recogido en una coleta.
—Ésa es de la noche que nos conocimos —explica Pari—. Fue una especie de cita a ciegas.
—Tenía cara de buena persona.
Pari asiente.
—Sí. Cuando nos casamos, pensé que dispondríamos de mucho tiempo juntos. Treinta años por lo menos, me dije, quizá cuarenta, o cincuenta si teníamos suerte. ¿Por qué no? —Mira fijamente la fotografía, ausente un instante, y luego sonríe—. Pero el tiempo es como el encanto: nunca tienes tanto como crees. —Aparta el álbum y toma un sorbo de café—. ¿Y tú? ¿Nunca te has casado?
Me encojo de hombros y paso otra página.
—Una vez estuve en un tris.
—¿Un tris?
—Quiere decir que estuve a punto. Pero nunca llegamos a la fase del anillo.
No es cierto. Fue doloroso y turbulento. Aún ahora siento una punzada en el esternón cuando me acuerdo.
Pari agacha la cabeza.
—Lo siento, soy una grosera.
—No, no pasa nada. Encontró a una mujer más guapa y... con menos responsabilidades, supongo. Y hablando de guapas, ¿ésta quién es?
Señalo a una mujer muy atractiva, de largo cabello oscuro y ojos enormes. Sostiene un cigarrillo con cara de aburrimiento, el codo apoyado en el costado y la cabeza ladeada con gesto indiferente, pero su mirada es penetrante, desafiante.
—Es maman . Mi madre, Nila Wahdati. O quien creía que era mi madre, ya me entiendes.
—Es guapísima —comento.
—Lo era. Se suicidó en 1974.
—Lo siento.
— Non, non . No pasa nada. —Roza la fotografía con el pulgar, con gesto ausente—. Maman era una mujer elegante y con talento. Le gustaba leer y estaba muy convencida de sus ideas, y siempre andaba contándoselas a la gente. Pero en su corazón abrigaba una profunda tristeza. Fue como si me diera una pala y dijera «Pari, llena todos los agujeros que hay dentro de mí», lo hizo toda la vida.
Asiento con la cabeza. Me parece que comprendo de qué habla.
—Pero yo no podía hacer eso. Y después no quise hacerlo. Fui desconsiderada, hice cosas imprudentes. —Se apoya en el respaldo de la silla, con los hombros hundidos, y deja las blancas manos en el regazo. Reflexiona unos segundos antes de añadir—: J’aurais du être plus gentille . Debería haberme portado mejor con ella. Si haces eso, nunca lo lamentas. De vieja nunca te dirás: Ah, ojalá no me hubiese portado bien con esa persona. Nunca se piensa una cosa así. —Se la ve muy afligida, parece una colegiala indefensa. Entonces añade con cansancio—: No habría sido tan difícil. Debería haberme portado mejor, como lo haces tú.
Suelta un profundo suspiro y cierra el álbum de fotos. Tras una pausa, añade alegremente:
—Ah bon . Bueno, ahora quiero pedirte una cosa.
—Tú dirás.
—¿Me enseñas tus cuadros?
Sonreímos.
Pari se queda un mes con nosotros. Por las mañanas desayunamos juntos en la cocina. Café solo y tostadas para Pari, yogur para mí, y huevos fritos con pan para baba ; de un tiempo a esta parte le gustan. Me preocupaba que comer tantos huevos le subiera el colesterol, así que en la siguiente visita se lo comenté al doctor Bashiri. Sonrió y su respuesta fue: «Yo no me preocuparía por eso.» Eso me tranquilizó, al menos un rato; poco después, cuando le abrochaba el cinturón de seguridad a baba , se me ocurrió que posiblemente el doctor había querido decir «todo eso ha quedado atrás, ya no importa».
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