Khaled Hosseini - Y las montañas hablaron

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La decisión de una humilde familia campesina de dar una hija en adopción a un matrimonio adinerado es el fundamento sobre el que Khaled Hosseini —autor de las inolvidables
y
— ha tejido este formidable tapiz en el que se entrelazan los destinos de varias generaciones y se exploran las infinitas formas en que el amor, el valor, la traición y el sacrificio desempeñan un papel determinante en las vidas de las personas. La historia arranca en una remota y desolada aldea de Afganistán, donde Sabur y su segunda mujer se enfrentan en condiciones precarias a la llegada de otro invierno implacable. Abdulá, el hijo mayor, de diez años, ha cuidado de su hermana Pari desde que era pequeña, y ahora ambos escuchan cautivados la triste historia que les relata su padre antes de acostarlos, la víspera de iniciar un largo viaje que los conducirá hasta Kabul. Allí, en las bulliciosas calles de la capital, dará comienzo este fascinante itinerario que guiará al lector desde el otoño de 1952 hasta el presente, de Kabul a París, desde la isla griega de Tinos hasta San Francisco.
Seis años después de la publicación de su anterior novela y superados los 38 millones de ejemplares vendidos en todo el mundo, Khaled Hosseini vuelve a demostrar su inmenso talento para narrar historias con valor universal y su inagotable capacidad para crear personajes que nos resultan asombrosamente cercanos y auténticos.

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—Sí, lo sé —contesto—, pero todavía no. Quiero cuidar de él todo el tiempo que pueda.

Pari sonríe y se suena la nariz.

—Te comprendo.

No estoy segura de que lo haga. No le cuento mi otro motivo. Apenas lo admito yo misma. Y no es otro que el miedo que me da ser libre, aunque a menudo deseo serlo. Tengo miedo de lo que pueda pasarme, de qué será de mí cuando baba no esté. He vivido toda mi vida como un pez de acuario, bien protegida en mi gigantesca pecera, tras una barrera tan impenetrable como transparente. He tenido la libertad de observar el reluciente mundo del otro lado, de imaginarme en él si quería. Pero siempre he estado reprimida, constreñida por los duros e inflexibles límites de la existencia que me ha construido baba , conscientemente al principio, cuando yo era joven, y con absoluta inocencia ahora que se deteriora día a día. Creo que me he acostumbrado a estar detrás del cristal, y me asusta pensar que, cuando se rompa, me veré arrojada al vasto territorio de lo desconocido aleteando indefensa, perdida y sin aliento, boqueando.

La verdad, que rara vez admito, es que siempre he necesitado el peso de baba en las espaldas.

¿Por qué si no sacrifiqué tan fácilmente mi sueño de la escuela de bellas artes, sin apenas oponer resistencia, cuando baba me pidió que no me fuera a Baltimore? ¿Por qué si no dejé a Neal, el hombre con quien estuve comprometida hace unos años? Era propietario de una pequeña empresa de instalación de paneles solares. Tenía un rostro cuadrado y con arrugas que me gustó nada más verlo en el Abe’s Kebab House, cuando fui a tomarle nota y él levantó la vista de la carta y me sonrió. Era paciente y simpático y tenía buen carácter. Lo que le dije a Pari no es verdad. Neal no me dejó por una chica más guapa. Fui yo quien estropeó las cosas, quien hizo sabotaje. Incluso cuando me prometió convertirse al islam y aprender farsi, le encontré otros defectos, otras excusas. Al final fui presa del pánico y corrí de vuelta a los rincones y recovecos de mi vida en casa.

A mi lado, Pari empieza a levantarse. La observo alisarse el dobladillo del vestido y vuelvo a maravillarme del milagro de que esté aquí, a sólo unos centímetros de mí.

—Quiero enseñarte algo —digo.

Me levanto y voy a mi habitación. Una de las consecuencias de no marcharte nunca de casa es que nadie vacía tu antigua habitación o vende tus juguetes a los vecinos; nadie se deshace de la ropa que se te ha quedado pequeña. Sé muy bien que, para tener casi treinta años, conservo demasiadas reliquias de mi infancia, la mayoría metidas en un gran baúl a los pies de mi cama, cuya tapa levanto ahora. Dentro hay muñecas viejas, el poni rosa que venía con un cepillo para la crin, los libros ilustrados, todas las tarjetas de cumpleaños y San Valentín que les había hecho a mis padres en la escuela primaria, con judías y purpurina y estrellitas brillantes. La última vez que Neal y yo hablamos, cuando rompí con él, me dijo: «No puedo esperarte, Pari. No pienso quedarme esperando a que madures.»

Cierro la tapa y vuelvo a la sala de estar, donde Pari se ha instalado en el sofá frente a baba . Me siento a su lado.

—Toma. —Le tiendo un fajo de postales.

Coge las gafas de la mesita y quita la goma que sujeta las postales. Mira la primera con el cejo fruncido. Es una imagen de Las Vegas, del Caesar’s Palace por la noche, todo brillos y luces. Le da la vuelta y la lee en voz alta.

21 de julio de 1992

Querida Pari:

Aquí hace un calor increíble. ¡A baba le ha salido una ampolla por apoyar la mano en el capó del coche de alquiler! Mamá ha tenido que ponerle pasta de dientes. En el Caesar’s Palace hay soldados romanos con espadas, cascos y capas rojas. Baba intentaba todo el rato que mamá se hiciera una foto con ellos, pero no ha habido forma. Pero ¡yo sí me la he hecho! Te la enseñaré cuando vuelva a casa. Eso es todo de momento. Te echo de menos. Ojalá estuvieras aquí.

Pari

P. D.: Mientras te escribo me estoy comiendo un cucurucho alucinante.

Pari pasa a la siguiente postal. El castillo de los Hearst. Ahora, Pari la lee en voz baja. «¡Tenía su propio zoo! Qué chulada, ¿no? Canguros, cebras, antílopes, camellos bactrianos (¡son los de dos jorobas!).» Otra de Disneylandia, con Mickey con el sombrero de mago y blandiendo una varita. «¡Mamá gritó cuando el ahorcado cayó del techo! ¡Tendrías que haberla oído!» El lago Tahoe. La playa de La Jolla Cove. La carretera panorámica de Seventeen Mile Drive. Big Sur. El bosque de Muir. «Te echo de menos. Te habría encantado, seguro. Ojalá estuvieras aquí conmigo.»

Ojalá estuvieras aquí conmigo.

Pari se quita las gafas.

—¿Te escribías postales a ti misma?

Niego con la cabeza.

—Te las escribía a ti. —Me río—. Me da un poco de vergüenza.

Deja las postales sobre la mesita y se acerca a mí.

—Cuéntamelo.

Me miro las manos y hago girar el reloj en la muñeca.

—Imaginaba que éramos hermanas gemelas, tú y yo. Nadie podía verte, sólo yo. Te lo contaba todo. Todos mis secretos. Para mí eras real, y muy cercana. Gracias a ti me sentía menos sola. Como si fuéramos clones, o doppelgängers . ¿Conoces esa palabra?

Sus ojos sonríen.

—Sí.

—Solía imaginarnos como dos hojas que el viento arrastraba muy lejos una de otra, y sin embargo permanecíamos unidas por las profundas raíces del árbol del que habíamos caído.

—Para mí era al revés —explica Pari—. Dices que tú sentías una presencia, pero yo sólo sentía una ausencia. Un dolor vago, sin causa aparente. Como un paciente incapaz de explicarle al médico dónde le duele. Sólo sabe que algo le duele. —Me cubre la mano con la suya, y durante un rato guardamos silencio.

En la butaca, baba se mueve y suelta un gemido.

—Lo lamento tanto... —digo.

—¿Qué lamentas?

—Que os hayáis encontrado demasiado tarde.

—Pero nos hemos encontrado, ¿no? —responde ella con voz transida de emoción—. Y él es así ahora. No pasa nada. Me siento feliz. He recuperado una parte de mí que había perdido. —Me da un apretón en la mano—. Y te he encontrado a ti, Pari.

Sus palabras son como un reclamo para los anhelos de mi infancia. Recuerdo que si me sentía sola susurraba su nombre —nuestro nombre— y contenía el aliento, esperando un eco, convencida de que lo oiría algún día. Al oírla pronunciar mi nombre ahora, en este salón, tengo la sensación de que todos los años que nos separan se han plegado como un acordeón y que el tiempo se ha vuelto tan fino como una fotografía o una postal, de modo que la más luminosa reliquia de mi infancia está aquí a mi lado, cogiéndome la mano y llamándome por mi nombre. Nuestro nombre. Noto que algo encaja en su sitio con un chasquido. Un tajo abierto tiempo atrás que vuelve a cerrarse. Y siento una suave sacudida en el pecho, el latido amortiguado de otro corazón que arranca de nuevo junto al mío.

En la butaca, baba se incorpora sobre los codos. Se frota los ojos y nos mira.

—¿Qué estáis tramando, chicas?

Sonríe.

Otra cancioncilla infantil, esta vez sobre el puente de Aviñón.

Pari me la canturrea.

Sur le pont d’Avignon

l’on y danse, l’on y danse,

sur le pont d’Avignon

l’on y danse tous en rond.

Maman me la enseñó cuando era pequeña —explica, y se ciñe más la bufanda para protegerse de una ráfaga de viento helado. Hace muchísimo frío pero el cielo está azul y brilla el sol. Sus rayos inciden sesgados en el gris metálico del Ródano y quiebran su superficie convirtiéndola en pequeños fragmentos de luz—. Todos los niños franceses conocen esta canción.

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