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Khaled Hosseini: Y las montañas hablaron

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Khaled Hosseini Y las montañas hablaron

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La decisión de una humilde familia campesina de dar una hija en adopción a un matrimonio adinerado es el fundamento sobre el que Khaled Hosseini —autor de las inolvidables y — ha tejido este formidable tapiz en el que se entrelazan los destinos de varias generaciones y se exploran las infinitas formas en que el amor, el valor, la traición y el sacrificio desempeñan un papel determinante en las vidas de las personas. La historia arranca en una remota y desolada aldea de Afganistán, donde Sabur y su segunda mujer se enfrentan en condiciones precarias a la llegada de otro invierno implacable. Abdulá, el hijo mayor, de diez años, ha cuidado de su hermana Pari desde que era pequeña, y ahora ambos escuchan cautivados la triste historia que les relata su padre antes de acostarlos, la víspera de iniciar un largo viaje que los conducirá hasta Kabul. Allí, en las bulliciosas calles de la capital, dará comienzo este fascinante itinerario que guiará al lector desde el otoño de 1952 hasta el presente, de Kabul a París, desde la isla griega de Tinos hasta San Francisco. Seis años después de la publicación de su anterior novela y superados los 38 millones de ejemplares vendidos en todo el mundo, Khaled Hosseini vuelve a demostrar su inmenso talento para narrar historias con valor universal y su inagotable capacidad para crear personajes que nos resultan asombrosamente cercanos y auténticos.

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—Rápido, Pari, tienes que ver esto.

Había un ciervo mordisqueando los matorrales al otro lado de la ventana.

La llevé a dar una vuelta por los jardines empujando la silla de ruedas.

—Menudo espectáculo ofrezco —se lamentó.

Aparqué la silla junto a la fuente y me senté en un banco a su lado. El sol nos calentaba la cara y observamos los colibríes que iban de flor en flor. Cuando se quedó dormida, la empujé de vuelta a la cabaña.

El domingo por la tarde tomamos té y cruasanes en la terraza del restaurante, un local con techos estucados y estanterías en las paredes, un amuleto atrapasueños indio en una pared y una chimenea de piedra auténtica. En una terraza inferior, un hombre con cara de derviche y una chica de lacio cabello rubio jugaban un aletargado partido de ping pong.

—Hay que hacer algo con estas cejas —comentó mamá.

Llevaba un grueso abrigo encima de un jersey, y la boina de lana granate que había tejido ella misma un año y medio antes, cuando, como ella decía, había dado comienzo «todo el jaleo».

—Puedo pintártelas otra vez si quieres —propuse.

—Pues entonces que queden bien espectaculares.

—¿Como las de Elizabeth Taylor en Cleopatra?

Sonrió, casi sin fuerzas.

—Por qué no. —Tomó un sorbito de té. Sonreír acentuaba las nuevas arrugas en su rostro—. Cuando conocí a Abdulá, yo vendía ropa en un puesto callejero en Peshawar. Me dijo que tenía unas cejas preciosas.

La pareja del ping pong había parado de jugar. Ahora estaban apoyados contra la barandilla y fumaban contemplando el cielo, radiante y despejado a excepción de unas nubecillas deshilachadas. La chica tenía brazos largos y flacos.

—He visto en el periódico que hoy hay una feria de artesanía en Capitola —comenté—. Si te sientes con ánimos podemos ir a echar un vistazo. Hasta podríamos cenar allí.

—Pari...

—Dime.

—Quiero contarte algo.

—Vale.

—Abdulá tiene un hermano en Pakistán —dijo mi madre—. Un hermanastro.

Me volví en redondo.

—Se llama Iqbal. Tiene hijos varones, y nietos. Vive en un campo de refugiados cerca de Peshawar.

Dejé la taza y empecé a protestar, pero mamá me interrumpió.

—Te lo estoy contando ahora, ¿no? Eso es lo que importa. Tu padre tiene sus motivos. Seguro que podrás imaginártelos si lo piensas un poco. Lo importante es que tiene un hermanastro y ha estado mandándole dinero para ayudarlo.

Me contó que baba llevaba años enviándole a ese tal Iqbal —mi tiastro, me dije con un repentino nudo en la garganta— mil dólares cada tres meses; lo hacía a través de Western Union, transfiriendo el dinero a un banco en Peshawar.

—¿Por qué me lo cuentas ahora? —quise saber.

—Porque creo que tienes que saberlo, aunque él no piense lo mismo. Además, pronto tendrás que ocuparte de la contabilidad, y entonces lo habrías descubierto.

Me di la vuelta y vi un gato que, con la cola vertical y muy tiesa, se acercaba con sigilo a la pareja del ping pong. La chica tendió una mano para tocarlo y el animal se puso tenso, pero luego se acurrucó en la barandilla y dejó que le acariciara el lomo. La cabeza me daba vueltas. Tenía familia en Afganistán.

—Aún estarás aquí mucho tiempo llevando las cuentas, mamá —dije, intentando disimular el temblor en mi voz.

Siguió un denso silencio. Cuando volvió a hablar, lo hizo con tono más lento y comedido, como el que utilizaba cuando yo era pequeña y teníamos que ir a un funeral a la mezquita. Entonces se agachaba a mi lado para explicarme pacientemente que debía quitarme los zapatos en la entrada, permanecer callada durante las plegarias, no andar moviéndome o quejándome, y pasar primero por el lavabo para no tener que ir después.

—No, no estaré. Y no sigas pensando que sí. Ya es hora de que te prepares para ello.

Solté una bocanada de aire y sentí un nudo en la garganta. En algún lugar se puso en marcha una sierra mecánica y el crescendo de su chirrido contrastó con la quietud del bosque.

—Tu padre es como un niño. Le da pánico que lo abandonen. Sin ti estaría perdido, Pari, y nunca encontraría el camino de nuevo.

Me obligué a contemplar los árboles y observé cómo incidía el sol en las finas hojas y en la áspera corteza de los troncos. Me mordí la lengua con fuerza. Los ojos se me humedecieron y el sabor a cobre de la sangre me anegó la boca.

—Así que un hermano... —dije.

—Sí.

—Tengo muchas preguntas que hacerte.

—Házmelas esta noche, cuando no esté tan cansada. Te contaré todo lo que sé.

Asentí y apuré el té, ya frío. En una mesa cercana, una pareja de mediana edad intercambiaba páginas del periódico. La mujer, pelirroja y de cara agradable, nos observaba tranquilamente, paseando su mirada de mí al rostro macilento de mi madre, con su boina, las manos cubiertas de moretones, los ojos hundidos y la sonrisa cadavérica. Cuando nuestros ojos se encontraron, la mujer esbozó una leve sonrisa, como si compartiésemos un secreto, y supe que ella había pasado por algo similar.

—Bueno, mamá, ¿qué me dices de la feria? ¿Te animas?

Me miró fijamente. Sus ojos me parecieron demasiado grandes para su cara, así como la cabeza para sus hombros.

—No me vendría mal un sombrero nuevo —contestó.

Dejé la servilleta, me levanté y rodeé la mesa. Solté el freno de la silla y tiré para apartarla.

—Pari.

—¿Sí?

Echó la cabeza hacia atrás para mirarme. El sol se abrió paso entre los árboles y le moteó la cara.

—Dios te ha hecho fuerte y buena, no sé si lo sabes. Fuerte y buena.

No hay forma de explicar el funcionamiento de la mente. En este caso, por ejemplo. De los miles y miles de momentos que mi madre y yo compartimos en todos aquellos años, ése es el que brilla más, el que resuena con mayor fuerza en mi pensamiento: mi madre mirándome con la cara vuelta, con resplandecientes puntitos de luz en la piel, y diciéndome que Dios me había hecho fuerte y buena.

Cuando baba se queda dormido en la butaca reclinable, Pari le sube la cremallera de la chaqueta y lo tapa con el chal. Le coloca un mechón de pelo detrás de la oreja y luego, de pie, lo observa dormir. A mí también me gusta verlo dormir, porque entonces no se nota. Con los ojos cerrados, la inexpresividad desaparece, esa mirada ausente y apagada, y baba me resulta más familiar. Cuando duerme se lo ve más alerta, más presente, como si una parte de la persona que fue se hubiese colado de nuevo en su cuerpo. Me pregunto si Pari, viéndole la cara apoyada contra la almohada, es capaz de imaginar cómo era antes, cómo reía.

Dejamos la salita y entramos en la cocina. Saco un cazo del armario y lo lleno en el fregadero.

—Quiero enseñarte unas fotos —dice Pari, emocionada.

Sentada a la mesa, hojea un álbum que ha sacado antes de la maleta.

—Me temo que el café no estará a la altura del de París —comento, mientras vierto el agua del cazo en la cafetera.

—No te preocupes, no soy una sibarita del café. —Se ha quitado el pañuelo amarillo y se ha puesto unas gafas para escudriñar las fotografías.

Cuando la cafetera empieza a borbotear, me siento a su lado.

Ah oui . Voilà . Aquí está. —Le da la vuelta al álbum y lo empuja hacia mí. Da toquecitos sobre una foto—. En este sitio nacimos tu padre y yo. Y nuestro hermano Iqbal también.

La primera vez que me llamó de París mencionó el nombre de Iqbal, quizá para convencerme de que era quien decía ser y no mentía. Dejé que lo hiciera, pero yo ya sabía que decía la verdad. Lo supe en cuanto descolgué el auricular, cuando pronunció el nombre de mi padre en mi oído y preguntó si vivía allí. «Sí, quién lo llama», quise saber, y ella contestó: «Soy su hermana.» El corazón se me desbocó. Tanteé en busca de una silla para sentarme, y el silencio alrededor fue tan intenso que se habría oído el vuelo de una mosca. Me llevé una fuerte impresión, sí; fue uno de esos desenlaces dramáticos que rara vez ocurren en la vida real. Pero en otro plano —un plano más frágil y sin lógica alguna, un plano cuya esencia se resquebrajaría si lo plasmaba siquiera en palabras— su llamada no me sorprendió en absoluto. Como si llevara toda la vida esperando que, gracias a algún vertiginoso giro del destino, del azar o las circunstancias, o como se le quiera llamar, ella y yo nos encontráramos.

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