Lobsang Rampa - El Tercer Ojo

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Hay controversia, mucha controversia. Este libro la creó en su tiempo. Publicado en 1956 fue el inicio de la filosofia budista en occidente, la gente fue atraida inmesamente por el tema, por la filosofia, por la religión, en fin, por la cultura budista. Este libro fue teóricamente escrito por un monje tibetano llamado Tuesday -o Martes- Lobsang Rampa aunque al parecer el verdadero autor del libro fue un fontanero irlandés, llamado Cyril Henry Hoskins con conocimientos sobre el mundo tibetano y el budismo. Pero como es esto posible? No era este acaso un relato sobre la vida de un monje tibetano? Pues sí, pero es que resulta que el monje tibetano, cansado ya de sus sufrimientos durante la invasión comunista China al Tibet decidió hacer una transmutación y su alma terminó en el cuerpo de este simpático hombre irlandés, al menos eso es lo que cuenta Lobsang Rampa y en otro libro llamado "Historia de Rampa", este libro fue publicado poco despues de que una revista pillara la falsedad de Lobsang. No todo el mundo está tan seguro de ello,y mucha gente no puede afirmar con seguridad que haya sido este hombre irlandés el autor del libro, aunque tampoco hay ningún dato que afirme la veracidad del personaje -real o ficticio- llamado Tuesday Lobsang Rampa.
Pero claro, algunos se preguntarán ¿qué tiene de malo que un hombre irlandés escriba un libro con un pseudónimo? ¿acaso algún libro dice en algún momento "esta historia es falsa, no me crean"? No es acaso esa la maravilla de la literatura? La capacidad de crear mundos paralelos, con personajes ficticios donde uno se vea identificado o tocado. Pero el problema es este, en el prólogo del libro Lobsang dice claramente esto: "Me aseguran que algunas de mis afirmaciones es muy posible que no sean creídas. (…) el Tíbet es un país desconocido para el resto del mundo. Del hombre que escribió, refiriéndose a otro país, que "la gente navegaba por el mar en tortugas", se rió todo el mundo. Y lo mismo le sucedió al que afirmó haber visto unos peces que eran “fósiles vivos". Sin embargo, es innegable que estos últimos han sido descubiertos recientemente y que llevaron a los Estados Unidos un ejemplar para ser estudiado allí. Nadie creyó a los hombres. Pero llegó el momento en que se demostró que habían dicho la verdad. Esto me ocurrirá a mí." en la que, como se puede ver, reconoce explícitamente que lo que dice en el libro es cierto.
Henry o Lobsang, murió en el año 81 no sin antes haber predecido, en su testamento que el comunismo invadirá Europa, que USA y Reino Unido se fusionarán, que Brasil, Francia y Rusia se unirán para aplastar Alemania, que América del Norte sufrirá grandes desvastaciones, y que el año dos mil presenciará serias rivalidades entre las ramas rusa y china del comunismo que darán lugar en el año 2004 a una guerra espacial terrible entre ambas potencias. Es probable que todos sus avisos se muestren tan errados como los referentes al comunismo. Pero en todo caso remata anunciando que en el 2008 vendrán del espacio otros humanos de los que nacerá una sola raza fusionada, la 'Bronceada' y una Edad de Oro, una era nueva en la que renacerá la esperanza y las aspiraciones espirituales. Algo, que en el año 2005, se ha demostrado bastante, bastante, alejado de la realidad.
En fin, fuera de todas estas polémicas sobre el autor, este libro es un relato delicioso -aunque talvez algo monótono- de la vida de un hombre, que cuenta su historia desde el profundo dolor que provoca el exilio. El relato pasa por varios años de su vida, desde la niñez hasta cuando tiene que irse a la China. Es lujoso a la hora de dar detalles sobre la vida del Tibet, aunque bajo mi punto de vista, desvaria demasiado cuando habla, sin lugar a duda, de OVNIS, Jetis y demás criaturas extrañas de las que no se puede verificar su existencia y eso que hoy han pasado cási 50 años desde que se escribió este libro. Pero dejando a parte esos pequeños detalles fantásticos tiene otros detalles llenos de ternura, amor, compasión y te proporciona un razonable acercamiento a lo que es la religión tibetana.
Sin duda es un gran libro, si ignoras el asunto del autor y el de los OVNIS, jetis y compañia, para empezar a descubrir al Tibet y sus costumbres, que fueron, y son, vilmente oprimidas por la China ¿comunista? el día de hoy, llegando al extremo de secuestrar a un niño de seis años para así evitar posibles "revueltas".

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Me hizo un gran número de preguntas, orales unas, y otras por escrito.

Durante seis horas estuvimos sentados uno frente a otro en los almohadones hasta que por fin el Maestro se dio por satisfecho. Se puso en pie y me dijo:

– Muchacho, sígueme. Voy a llevarte ante la presencia del Abad. Es una hora impropia, pero ya sabrás por qué vamos ahora.

Le seguí por los anchos corredores. Dejamos atrás las oficinas, los templos interiores y las escuelas. Subimos unas escaleras, recorrimos aún más pasillos, dejamos a un lado los Vestíbulos de los Dioses y los almacenes de hierbas. Aún más escaleras, hasta que por fin salimos a la terraza y nos dirigimos hacia la casa del señor Abad, que estaba edificada sobre ella.

Cruzando la puerta de oro, dejando atrás al Buda de oro y dando la vuelta al Símbolo de la Medicina, entramos por fin en la habitación particular del Abad.

– Inclínate, muchacho, inclínate y haz lo que yo haga -me dijo el Maestro en voz baja; y luego, dirigiéndose al Abad-: Señor, aquí está el muchacho llamado Martes Lobsang Rampa.

Una vez pronunciadas estas palabras, el Maes tro de los Acólitos se inclinó tres veces y luego se postró en el suelo. Yo hice igual, poniendo una atención desesperada para hacerlo todo acertadamente.

El impasible Abad nos miró y dijo:

– Sentaos.

Así lo hicimos. Nos instalamos en los almohadones a la manera tibetana.

El Abad se pasó un gran rato mirándonos fijamente, si hablar. Luego dijo:

– Martes Lobsang Rampa, estoy enterado de todo lo que han predicho sobre ti. Tu prueba de resistencia ha sido dura, pero por un buen motivo.

Este motivo lo conocerás dentro de algunos años. Ahora debe bastarte saber que de cada mil monjes, solamente uno está dotado para las altas empresas, para alcanzar el más completo desarrollo espiritual. Los demás se limitan a desempeñar su tarea diaria. Son obreros manuales, los encargados de hacer girar los molinillos de las preces sin preguntarse el por qué. De ésos no nos faltan; en cambio, escasean los que sean capaces de preservar nuestra sabiduría cuando, dentro de un cierto número de años, se cierna sobre nuestro país una nube extranjera. Tú serás educado especialmente. Te someteremos a una preparación intensiva, y dentro de pocos años habrás adquirido más conocimientos de los que logra tener un lama normalmente en toda su vida. El Camino será muy difícil y con frecuencia doloroso. Forzar la clarividencia cuesta muchos sufrimientos y para viajar por los planos astrales se requieren nervios inalterables y una voluntad tan dura como una roca.

Escuché con todos mis sentidos. Todo aquello me parecía demasiado difícil. Desde luego no me creía capaz de semejante energía. El Abad prosiguió:

– Aprenderás aquí la medicina y la astrología. Te ayudaremos con todos nuestros medios. También serás iniciado en las artes esotéricas. Tu camino figura ya en el mapa que te corresponde, Martes Lobsang Rampa.

Aunque sólo tengas siete años de edad, te hablo como a un hombre, pues como hombre te han educado.

Inclinó la cabeza y el Maestro de los Acólitos se levantó e hizo una profunda reverencia. Yo le imité y salimos juntos. Hasta que no estuvimos de nuevo en su habitación, no rompió el Maestro el silencio.

– Muchacho, tendrás que trabajar agotadoramente y de un modo incesante.

Pero te ayudaremos cuanto podamos. Ahora voy a hacer que te afeiten la cabeza.

En el Tíbet, cuando un muchacho ingresa en la vida monacal le afeitan la cabeza dejándole un solo mechón. Este mechón se lo quitan cuando le imponen su «nombre sacerdotal” y pierde el suyo de familia; pero de todo esto hablaremos más adelante.

El Maestro de los Acólitos me condujo, haciéndome recorrer tortuosos pasillos, a una pequeña habitación: la «peluquería».

Allí me ordenaron sentarme en el suelo.

– Tam-chü -dijo el Maestro-, aféitale la cabeza a este niño. Quítale también el mechón del nombre porque se lo vamos a imponer inmediatamente.

Tam-chó se inclinó, me agarró la coleta con la mano derecha y la levantó verticalmente, diciendo:

– ¡Vaya muchacho, qué magnífica coleta tienes! ¡Qué bien engrasada y cuidada! Da gusto cortarla.

Sacó no sé de dónde unas tijeras grandes de las que se emplean para el jardín y gritó:

– Tishe, ven acá y sostén esta coleta.

Tishe, el ayudante del peluquero, llegó corriendo y me sostuvo la coleta tiesa tirando tan fuerte de ella que estuvo a punto de levantarme en vilo.

Con la lengua fuera y emitiendo extraños gruñidos manipuló Tam-chó aquellas enormes tijeras, deplorablemente romas, hasta que logró cortarme la coleta, pero esto no era más que el principio. El ayudante trajo un cacharro con agua caliente, tan caliente que me hizo tirarme al suelo cuando me la echó por la cabeza.

– ¿Qué te pasa, chico? ¿Te he quemado?

Le dije que sí, y procuró tranquilizarme:

– Eso no tiene importancia, así me será mucho más fácil afeitarte la cabeza.

Cogió una navaja de afeitar de tres filos, instrumento muy parecido al que teníamos en casa para raspar los suelos de madera. Al cabo de lo que me pareció una eternidad quedó mi cabeza tan lisa como una piedra.

– Ven conmigo -me dijo el Maestro. Me condujo a su habitación y me enseñó un libro-. Vamos a ver, ¿cómo te llamaremos?

– Estuvo murmurando algo entre dientes y de pronto exclamó-:

Ya está, de ahora en adelante te llamarás Yza-mig -dmar-Lah-lu. Sin embargo, en este libro seguiré usando el nombre de Martes Lobsang Rampa, porque es más fácil para el lector occidental. Me sentía tan desnudo como un huevo recién puesto mientras me llevaron a una clase. Con la magnífica educación que me ha bían dado en casa me pusieron en la clase de los acólitos de diecisiete años. Me sentía como un enano entre gigantes.

Mis compa ñeros me habían visto vencer a Ngawang, de manera que no me molestaron. Todo fue muy bien y no hubo más que un incidente con un grandullón estúpido que se puso detrás de mí y me frotó el cuero cabelludo, que aún tenía muy dolorido. Para mí fue un asunto muy sencillo. Le metí los dedos por las junturas de los codos y le hice dar alaridos de dolor. Tzu me había enseñado muchos recursos infalibles como aquél. Todos los instructores de judo a quienes hube de conocer más adelante conocían a Tzu y todos ellos decían que era el mejor luchador de judo de todo el Tíbet. No volvió a molestarme ningún muchacho. Nuestro profesor, que estaba vuelto de espaldas cuando el grandullón me frotó la cabeza, se dio cuenta en seguida de lo que estaba sucediendo. Se rió tanto que no pudo continuar la clase.

Eran casi las ocho y media de la tarde y nos quedaban tres cuartos de hora antes del servicio religioso, que empezaba a las nueve y cuarto. Pero me duró poco la alegría. Cuando salimos de la clase me hizo señas un lama.

Me acerqué a él y me dijo:

– Ven conmigo.

Le seguí, preguntándome qué nuevo fastidio me estaba reservado. Me llevó a una sala de música donde había veinte niños recién ingresados como yo. Tres músicos estaban sentados ante sus instrumentos: uno ante un tambor, el otro con una caracola y el tercero con una trompeta de plata. Dijo el lama:

– Cantaremos para probar vuestras voces y ver los que sirven para el coro.

Los músicos tocaron un aire muy conocido para que todos pudiéramos cantarlo. El maestro de música, en cuanto empezamos a cantar, hizo un gesto de estupefacción que se convirtió en una mueca de pena. Levantó ambos brazos y gritó:

– ¡ Ya basta; esto no podrían resistirlo ni los propios dioses! Emp ezad de nuevo, pero ahora cantad en serio.

De nuevo empezamos y otra vez nos interrumpió. Esta vez el maestro de música se dirigió a mí:

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