– sí, sí, jovencito. Más adelante podrás lanzar cometas, pero serán hombres en vez de cometas lo que tendrás que elevar. Bueno, primero hemos de hacerte un plan de estudios. -Estuvo leyendo otro rato sus papeles -. Veamos: de nueve a una… Sí, eso bastará al principio. Ven aquí todos los días a las nueve de la mañana en vez de asistir a los servicios religiosos y charlaremos de algunos temas interesantes. Empezaremos mañana mismo. ¿Tienes algún recado para tu padre y tu madre? Los veré hoy. ¡Voy a llevarles tu coleta!
Me quedé estupefacto. Cuando un niño era aceptado por una lamasería le cortaban la coleta, le afeitaban la cabeza y enviaban a sus padres la coleta como símbolo de que su hijo había sido admitido. Y ahora el lama Mingyar Dondup la entregaría personalmente a mis padres. Esto significaba que me había aceptado como «hijo espiritual» y que en adelante se encargaría personalmente de mi educación. Este lama era una persona muy importante, un hombre de gran talento y de gran fama en todo el Tíbet.
Comprendí que con un tutor tan excepcional no podía yo fallar.
Aquella mañana, de nuevo en clase, no me fue posible prestar atención.
Pensaba en mil cosas en relación con mi charla con el lama; así que el profesor pudo hartarse de castigarme.
Aunque la severidad de los profesores era tan extremada me consolaba pensando que yo estaba allí para aprender. Por eso me había reencarnado aunque no recordase lo que tenía que volver a aprender. En el Tíbet creemos firmemente en la reencarnación. Creemos que cuando alcanza uno cierta etapa avanzada de evolución puede elegir entre subir a otro plano de existencia o regresar a la Tierra para aprender algo más o para ayudar a los demás hombres. Puede suceder que un sabio tenga cierta misión en esta vida, pero que muera antes de poder completarla. En este caso creemos que puede volver a este mundo para acabar su tarea siempre que el resultado haya de ser beneficioso para otros. Sólo se pueden averiguar las anteriores encarnaciones de muy pocas personas. El coste y el tiempo que requieren estas investigaciones suelen ser prohibitivos. Cuando se descubre que un individuo tiene determinados signos, como en mi caso, se nos llamaba «Encarnaciones Vivas» y eran sometidos a las más implacables pruebas en su infancia -como me había sucedido a mí-, pero se convertían en el objeto de la reverencia general cuando se hacían mayores. En mi caso se disponían a sacar a la luz, mediante un sistema especial, mis conocimientos ocultos. Era un procedimiento para «alimentar a la fuerza» los poderes ocultos que había en mí. ¿Por qué lo hacían? Eso no podía yo saberlo entonces.
Una lluvia de palos sobre mi espalda me hizo volver a la realidad en plena clase.
– ¡Tonto, imbécil! ¿Se te han metido los demonios mentales en ese cráneo de animal? Me doy por vencido. Has tenido la gran suerte de que sea el momento de terminar la clase.
Y, aprovechando el último instante, mi rabioso profesor me dio un tremendo golpe más y se marchó gruñendo.
El chico vecino mío de asiento me dijo:
– No olvides que es nuestro turno en la cocina esta tarde. Espero que tengamos ocasión de llenar nuestras bolsas de tsamp a.
El trabajo de la cocina era muy pesado y los monjes-cocineros nos trataban a los chicos como esclavos. Después de las dos horas de trabajo forzado teníamos que meternos en clase otra vez. A veces nos obligaban a estarnos más tiempo en la cocina y llegábamos tarde a clase, donde nos esperaba el profesor furioso y, sin darnos oportunidad para explicar nuestra tardanza, nos molía a palos.
Mi primer día de trabajo en la cocina fue casi el último. En la puerta nos esperaba un monje muy irritado.
– ¡Venid acá, inútiles, vagos! -gritó.-. Los primeros diez de vosotros, que se cuiden de la lumbre.
Yo era el décimo. Bajamos otro tramo de escaleras. El calor era espantoso.
Frente a nosotros teníamos la cegadora luz rojiza de las llamas.
Enormes montones de boñiga de yak estaban preparados para alimentar los hornos.
– Coged esas palas de hierro y procurad que no se apague el fuego si queréis salvar la vida -gritó el monje.
Yo era el más pequeño de mi grupo con mucha diferencia, ya que ninguno de ellos era menor de diecisiete años. Apenas pude levantar la pala; y al esforzarme en echar estiércol en el fuego lo derramé sobre los pies del monje. Con un rugido de rabia me agarró por el cuello y me dio un emp ujón.
Sentí un terrible dolor y el inmediato olor a carne quemada. Me había caído contra una barra que estaba al rojo vivo. Rodé por el suelo, con un alarido, envuelto entre ascuas. La parte superior de mi pierna izquierda se había clavado en la barra. Esta quemó toda la carne que en contró hasta llegar al hueso. Aún tengo, naturalmente, la horrible cicatriz, que todavía me duele de vez en cuando. Esta cicatriz hizo que me identificaran más adelante los japoneses.
Hubo un gran escándalo. Acudieron monjes de todas partes. Yo seguía revolcándome entre las ascuas, pero en seguida me levantaron. Por todo el cuerpo tenía quemaduras superficiales, pero la herida de la pierna era gravísima. Me llevaron rápidamente al lama médico, que se propuso salvarme la pierna. Aquel hierro estaba oxidado y cuando penetró en mi pierna dejó en su interior escamas de orín. El médico tuvo que limpiarme la herida de estos trocitos de orín. Luego la rellenó con una compresa de hierba pulverizada.
Me frotaron el resto del cuerpo con una loción vegetal, que desde luego me alivió mucho el dolor de las quemaduras. La pierna me palpitaba de un modo atroz. Estaba seguro de que jamás volvería a andar. Cuando acabó su cura, el lama llamó a un monje para que me llevase a una pequeña habitación próxima donde me tendieron sobre unos almohadones. Entró un anciano monje y se sentó junto a mí y empezó a musitar rezos. Pensé que tenía gracia que rezaran por mi salud después de haber ocurrido el accidente.
Pero, en fin, decidí firmemente ser bueno, pues mi reciente exp eriencia me había enseñado lo que sentía uno cuando lo atormentaban los diablos del fuego. Recordé un cuadro que había visto en que un diablo pinchaba a una desgraciada víctima en un lugar del cuerpo muy cercano al que yo me había quemado.
Quizá se piense que los monjes eran gente cruel y todo lo con rario de lo que se podía esperar. Pero ¿qué significa “monje”? Entendemos por esta palabra toda persona del sexo masculino que vive en el servicio lamástico, no necesariamente una persona religiosa. En el Tíbet, casi cualquiera puede llegar a ser monje. Es muy frecuente que envíen a un chico a hacerse mo nje sin dejarle ninguna posibilidad de elección. O un hombre puede decidir que se ha pasado demasiado tiempo guardando rebaños y desee contar con un refugio cuando la temperatura está a cuarenta bajo cero. No se hace monje por convicciones religiosas, sino por comodidad. Las lamaserías tienen monjes como criados, labradores, barrenderos, etcétera. En otros países se les llamaría criados o algo equivalente. La mayoría de ellos trabajan de un modo agotador; la vida a cerca de cuatro mil metros puede resultar muy difícil y a menudo estos hombres descargan su irritación contra nosotros los chicos. Para los tibetanos, el término “monje” era sinónimo de hombre. A los miembros del sacerdocio los llamábamos de un modo muy diferente.
Un chela era un niño alumno, novicio, o acólito. Y lo más próximo a lo que en otros países suele conocerse por monje es el trappa. Este es el que más abunda en las lamaserías. Luego llegamos al término del que más se abusa:
el lama. Si los trappas son los soldados rasos, el lama es el oficial. Y a juzgar por lo que dicen y escriben los occidentales sobre nosotros, ¡hay más oficiales que soldados en nuestro ejército! Los lamas son maestros, gurus, como solemos llamarlos. El lama Mingyar Dondup iba a ser mi guru y yo su chela. Por encima de los lamas estaban los abades. No todos ellos se hallaban al frente de lamaserías, sino que muchos trabajaban en la Administración Superior o viajaban de una lamasería a otra. En algunos casos un lama determinado podía ser de condición superior a un abad; dependía de lo que estuviera haciendo. Los que eran Encarnaciones Vivas, como yo, podían llegar a abades a la edad de catorce años: dependía de que aprobasen el exigente examen a que se les sometía. Estos grupos eran muy severos, pero no crueles; siempre eran justos. Otro ejemplo de “monjes” lo vemos en los “monjes-policías”. Su única misión era mantener el orden y no tenían obligación alguna de asistir a las ceremonias religiosas, aunque debían estar presentes para asegurar el orden. Los monjes-policías eran crueles muchas veces y, desde luego, también lo era el servicio doméstico. No pueden ustedes condenar a un obispo porque uno de los ayudantes de su jardinero se haya portado mal. Ni esperar que un subjardinero sea un santo sólo porque trabaja para un obispo.
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