Steve Berry
El tercer secreto
Traducción del inglés por Diego Friera y M.a José Diez
Título original: The Third Secret
Para Dolores Murad Parrish,
que dej ó este mundo demasiado pronto
1930-1992
Como de costumbre, muchísimas gracias. En primer lugar a Pam Ahearn, mi agente, por sus siempre sabios consejos. En segundo lugar a Random House al completo: Gina Centrello, estupenda editora que fue un poco más allá con esta novela; Mark Tavani, cuyo asesoramiento en materia de edición convirtió mi tosco manuscrito en un libro; Cindy Murray, que soporta pacientemente mis rarezas y se encarga de la publicidad; Kim Hovey, que se ocupa del mercado con una precisión experta; Beck Stvan, el artista responsable de la maravillosa cubierta; Laura Jorstad, correctora con ojo de lince que nos lleva a todos por el buen camino; Carole Lowenstein, que hizo que las páginas brillaran de nuevo. Y, por último, a todos los de Promociones y Ventas: sin su enorme esfuerzo nada sería posible. Tampoco puedo olvidarme de Fran Downing, Nancy Pridgen y Daiva Woodworth: éste fue el último manuscrito que creamos juntos cuando éramos un grupo de escritores, y echo mucho de menos esos tiempos.
Como de costumbre, mi esposa, Amy, y mi hija, Elizabeth, estuvieron conmigo en todo momento, aportándome las necesarias dosis de aliento y cariño.
Este libro está dedicado a mi tía, una mujer excepcional que no vivió para ver este día. Sé que se habría sentido muy orgullosa. Pero ella me ve, y estoy seguro de que sonríe.
La Iglesia no necesita más que la verdad.
Papa León XIII, 1881
No hay nada más grande que el fascinante y dulce misterio de Fátima, que ha acompañado a la Iglesia y a toda la humanidad durante este largo siglo de apostasía y no cabe duda de que las acompañará hasta la caída final y el posterior resurgimiento.
abate Georges de Nantes, 1982, [1]
con motivo de la primera peregrinaci ó n
del papa Juan Pablo II a F á tima.
La fe es un valioso aliado en la búsqueda de la verdad.
Papa Juan Pablo II, 1998
Fátima, Portugal
13 de julio de 1917
Lucía miró al cielo y vio descender a Nuestra Señora. La aparición llegó desde el este, igual que las otras dos veces, surgiendo como un punto centelleante de las profundidades del nuboso firmamento. Descendió sin vacilar en ningún momento. Su forma brillaba mientras se posaba en la encina, a unos dos metros y medio del suelo.
Nuestra Señora permaneció erguida. Su imagen, envuelta en un resplandor, parecía más radiante que el sol. Lucía bajó los ojos ante su deslumbrante belleza.
Una multitud rodeó a Lucía, a diferencia de la primera vez que apareció Nuestra Señora, dos meses antes. En aquella ocasión sólo estaban Lucía, Jacinta y Francisco en los campos, cuidando de las ovejas de la familia. Sus primos tenían siete y nueve años respectivamente. A sus diez años, ella era la mayor y lo tenía asumido. A su derecha, Francisco se arrodilló con sus pantalones largos y su gorro de lana. A su izquierda, Jacinta se hallaba de rodillas con una falda negra y un pañuelo sobre el oscuro cabello.
Lucía alzó la vista y volvió a ver el gentío. La gente había empezado a congregarse el día anterior, muchos procedentes de aldeas vecinas, algunos acompañados de niños tullidos que esperaban ser sanados por Nuestra Señora. El prior de Fátima había proclamado que la aparición era un fraude y había instado a todo el mundo a que se mantuviera alejado. «Es obra del diablo», aseguró. Pero la gente no lo había escuchado, un feligrés incluso tildó al prior de «tonto», ya que el diablo jamás animaría a la gente a rezar.
Una mujer entre la muchedumbre gritaba, llamando a Lucía y a sus primos «impostores», jurando que Dios se vengaría por ese sacrilegio. Manuel Marto, tío de Lucía y padre de Jacinta y Francisco, se situó a sus espaldas, y Lucía lo oyó decir a la mujer que se callara. Pidió respeto, pues había visto mundo, había ido más allá de la Serra da Aire. Lucía encontró consuelo en sus vivos ojos castaños y en su aire tranquilo. Se alegraba de tenerlo allí, entre tantos extraños.
Trató de desoír las palabras que le lanzaban a gritos y apartó de su mente el perfume de menta, el aroma a pino y la fragancia del romero. Sus pensamientos, y ahora sus ojos, se centraban en Nuestra Señora, que flotaba ante ella.
Sólo ella, Jacinta y Francisco podían verla, pero sólo ella y Jacinta podían oír sus palabras. Lucía lo encontró extraño – ¿por qué a Francisco se le negaba?-, pero, en su primera visita, Nuestra Señora dejó bien claro que Francisco iría al cielo sólo tras rezar muchos rosarios.
Una brisa barría el paisaje cuadriculado de aquella gran depresión llamada Cova da Iria. El terreno era de los padres de Lucía, y se hallaba punteado de olivos y encinas. La hierba crecía alta y el suelo daba un heno excelente, patatas, coles y maíz. Hileras de sencillos muros de piedra delineaban los campos, si bien la mayoría se había desmoronado, cosa por la que Lucía daba gracias, ya que ello permitía que las ovejas pastaran a su antojo. Su trabajo era ocuparse del rebaño de la familia. Jacinta y Francisco hacían lo propio con el de sus padres, y en los últimos años habían pasado muchas horas en los pastizales, ora jugando, ora rezando, ora escuchando a Francisco tocar la flauta.
Pero todo aquello había cambiado hacía dos meses, cuando se produjo la primera aparición.
Desde entonces los habían acribillado a preguntas, y los no creyentes se habían burlado de ellos. La madre de Lucía incluso la había llevado a ver al párroco, exigiéndole que dijera que todo era mentira. El párroco escuchó lo que la niña dijo y afirmó que era imposible que Nuestra Señora hubiese descendido de los cielos sólo para decir que tenían que rezar el rosario todos los días. Lucía sólo hallaba consuelo cuando estaba a solas y podía llorar libremente por ella y por el mundo.
El cielo se oscureció y los paraguas que el gentío utilizaba para procurarse sombra comenzaron a cerrarse. Lucía se puso en pie y gritó: «Descubríos la cabeza, porque estoy viendo a Nuestra Señora.»
Los hombres obedecieron en el acto, y algunos se santiguaron como para que les fuera perdonada la grosería.
Ella se volvió hacia la visión y se arrodilló.
– Vocemec é que me quere? -preguntó. ¿Qué queréis de mí?
– No ofendas más a Dios nuestro Señor, porque ya ha sido ofendido. Quiero que vengas aquí el día trece del mes que viene y que continúes rezando diez rosarios cada día a Nuestra Señora del Rosario para que reine la paz en el mundo y termine la guerra, pues sólo Ella podrá ayudarte.
Lucía clavó la vista en Nuestra Señora. La forma era translúcida, con distintos matices de amarillo, blanco y azul. Su rostro era hermoso, pero estaba extrañamente transido de dolor. El vestido le llegaba hasta los pies, y un velo cubría Su cabeza. Un rosario como de perlas entrelazaba sus manos unidas. Su voz era amable y grata, jamás la alzaba o la bajaba, esa calma que desprendía, como una brisa, fue recorriendo la multitud.
Lucía se armó de valor y dijo:
– Me gustaría pedirte que nos dijeras quién eres y que hicieses un milagro para que todos crean que te nos has aparecido.
– Sigue acudiendo a este lugar todos los meses este día. En octubre te diré quién soy y lo que deseo, y haré un milagro que todo el mundo tendrá que creer.
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