Steve Berry - El tercer secreto

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Fátima, Portugal, 1917. La Virgen María se aparece a tres niños y les hace tres revelaciones. Dos de ellas son hechas públicas: la primera presagia la II Guerra Mundial, la segunda, la conversión de Rusia. El tercer secreto es guardado bajo llave. En el año 2000 Juan Pablo II desvela finalmente el misterio: el atentado fallido contra el Papa. Pero algo indica que un mensaje mucho más importante sigue sumido en la oscuridad. En la actualidad, Clemente XV se adentra en la Riserva vaticana y estudia la caja de madera que alberga el tercer secreto. ¿Duda el nuevo pontífice de su autenticidad? Andrej Tibor, el sacerdote que lo tradujo, sabe la verdad.

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La Penitenciaría Apostólica era el más importante de los tres tribunales vaticanos y se ocupaba exclusivamente de las excomuniones. El derecho canónico proclamaba cinco motivos por los cuales alguien podía ser excomulgado: Infringir el secreto de la confesión, atacar físicamente al Papa, consagrar a un obispo sin la aprobación de la Santa Sede, profanar la Eucaristía y, el punto que les ocupaba ese día, que un sacerdote absolviera a su cómplice en un pecado sexual.

El padre Thomas Kealy, de la iglesia de San Pedro y San Pablo de Richmond, Virginia, había hecho lo impensable: hacía tres años había establecido una relación abierta con una mujer y después, delante de sus fieles, había absuelto del pecado a ambos. La proeza, así como los cáusticos comentarios de Kealy sobre la inflexible posición de la Iglesia en lo tocante al celibato, habían recibido una gran atención. Algunos sacerdotes y teólogos llevaban ya algún tiempo desafiando a Roma en la cuestión del celibato, y la respuesta habitual consistía en esperar hasta que el contestatario se diera por vencido, ya que la mayoría de ellos o abandonaba o entraba en vereda. Pero el padre Kealy había llevado el desafío a otros niveles al publicar tres libros, uno de ellos un éxito de ventas a escala internacional, que contradecían abiertamente la doctrina católica establecida. Michener conocía de sobra el miedo institucional que había suscitado. Una cosa era que un sacerdote desafiara a Roma y otra muy diferente que la gente empezara a escuchar.

Y la gente escuchaba al padre Kealy.

Era apuesto y listo, y poseía el envidiable don de ser capaz de expresar sucintamente sus ideas. Había hecho apariciones en el mundo entero y conseguido un abultado grupo de seguidores. Todo movimiento necesitaba un líder, y los partidarios de la reforma eclesiástica habían encontrado el suyo en la figura de aquel osado sacerdote. Su sitio web, que Michener sabía que era controlado a diario por la Penitenciaría Apostólica, recibía más de veinte mil visitas al día. Hacía un año Kealy había fundado un movimiento global, Católicos por la Igualdad Contra las Excentricidades Teológicas, CRÉATE, según su acrónimo del inglés, que contaba con más de un millón de miembros, en su mayoría de Norteamérica y Europa.

El atrevido liderazgo de Kealy había cundido entre los obispos norteamericanos, y el pasado año había faltado poco para que un número considerable respaldara abiertamente sus ideas y cuestionara la confianza de Roma en la arcaica filosofía medieval. Tal y como había declarado en más de una ocasión Kealy, la Iglesia norteamericana se hallaba en crisis gracias a las ideas anticuadas, los sacerdotes caídos en desgracia y los dirigentes arrogantes. Su opinión de que «al Vaticano le encanta el dinero norteamericano, pero no la influencia norteamericana» había hallado eco. Michener sabía que ofrecía la clase de sentido común que anhelaban las mentes occidentales: se había convertido en una celebridad. Y ahora el contendiente había acudido a conocer al campeón, y su encuentro sería registrado por la prensa internacional.

Pero primero Michener tenía que librar su justa.

Se volvió y se quedó mirando con fijeza a Clemente XV, alejando de su mente la idea de que su viejo amigo podía morir muy pronto.

– ¿Cómo se encuentra hoy, Santo Padre? -le preguntó en alemán. Cuando estaban a solas siempre utilizaban la lengua materna de Clemente. Casi ninguno de los empleados del palacio hablaba alemán.

El Papa echó mano de una taza de porcelana y dio un sorbo a su café.

– Es sorprendente que verse rodeado de tanto esplendor pueda resultar tan poco satisfactorio.

Su cinismo no era ninguna novedad, pero últimamente se había intensificado.

Clemente dejó la taza en la mesa.

– ¿Diste con la información en el archivo?

Michener se apartó de la ventana y asintió.

– ¿Te fue útil el relato original de Fátima?

– En absoluto. Descubrí otros documentos mucho más interesantes.

Se preguntó de nuevo por qué era importante aquello, pero no dijo nada.

El Papa pareció leerle el pensamiento.

– Tú nunca haces preguntas, ¿no?

– Si quisiera que lo supiera, usted me lo diría.

En los últimos tres años aquel hombre había cambiado mucho: el Papa estaba más distante, pálido y frágil cada día. Si bien Clemente siempre había sido un hombre menudo y delgado, recientemente era como si su cuerpo se hubiera replegado en sí mismo. Su cabeza, un día cubierta por una mata de pelo castaño, lucía ahora una pelusilla corta y gris. El rostro vivo que adornara periódicos y revistas, sonriendo desde el balcón de San Pedro cuando se anunció su elección, se veía descarnado, las sonrosadas mejillas hundidas, la otrora apenas perceptible mancha se destacaba tanto que la oficina de prensa del Vaticano la borraba sistemáticamente de las fotos. La presión derivada de ocupar la silla de san Pedro le había pasado factura, avejentando seriamente a un hombre que, no hacía tanto tiempo, escalaba los Alpes bávaros con regularidad.

Michener señaló la bandeja del café. Se acordó de la época en que el embutido, el yogur y el pan negro constituían su desayuno.

– ¿Por qué no come? El camarero me ha dicho que la otra noche no probó bocado.

– No seas agonías.

– ¿Por qué no tiene hambre?

– Y encima insistente.

– Eludir mis preguntas no acallará mis temores.

– Y ¿cuáles son tus temores, Colin?

Le entraron ganas de mencionar las arrugas del ceño de Clemente, la alarmante palidez de su piel, las venas que se le marcaban en las manos y las muñecas de anciano, pero se limitó a decir:

– Sólo su salud, Santo Padre.

Clemente sonrió.

– Sabes evitar mis pullas.

– Discutir con el Santo Padre resulta infructuoso.

– Ay, lo de la infalibilidad. Se me olvidaba… yo siempre tengo razón.

Su interlocutor decidió recoger el guante.

– No siempre.

Clemente soltó una risita.

– ¿Encontraste el nombre en el archivo?

Michener se metió la mano en la sotana y sacó lo que había escrito justo antes de oír el sonido. Se lo entregó a Clemente y dijo:

– Otra vez había alguien.

– Lo cual no debería extrañarte. Aquí no hay privacidad. -El Papa leyó y a continuación repitió lo que había escrito-: Padre Andrej Tibor.

Michener supo lo que se esperaba de él.

– Es un sacerdote jubilado que vive en Rumanía. Consulté los archivos: el cheque de su jubilación aún se le envía a una dirección de allí.

– Quiero que vayas a verlo.

– ¿No va a decirme por qué?

– Todavía no.

Durante los últimos tres meses Clemente había estado muy preocupado. El anciano había intentado ocultarlo, pero tras veinticuatro años de amistad era poco lo que le pasaba inadvertido a Michener. Recordaba con precisión cuándo había dado comienzo el temor: justo después de una visita al archivo -a la Riserva - y a la antigua caja fuerte que aguardaba tras la cerrada verja de hierro.

– ¿Puedo saber cuándo me dirá el motivo?

El Papa se levantó de la silla.

– Después de las oraciones.

Salieron del despacho y recorrieron en silencio la cuarta planta, deteniéndose ante una puerta abierta. La capilla que había al otro lado se hallaba revestida de mármol y tenía una deslumbrante vidriera que representaba el Vía Crucis. Clemente iba allí cada mañana a meditar unos minutos. Nadie podía interrumpirlo. Todo podía esperar a que él terminara de hablar con Dios.

Michener había servido a Clemente desde los primeros días, cuando el enjuto y nervudo alemán era arzobispo, primero, luego cardenal y después secretario de Estado. Había ido subiendo a la par que su mentor -de seminarista a sacerdote y de ahí a monseñor-, la ascensión culminó, hacía treinta y cuatro meses, cuando el colegio de cardenales eligió al cardenal Jakob Volkner 267° sucesor de san Pedro. Volkner escogió en el acto a Michener como secretario personal.

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