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Steve Berry: El tercer secreto

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Steve Berry El tercer secreto

El tercer secreto: краткое содержание, описание и аннотация

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Fátima, Portugal, 1917. La Virgen María se aparece a tres niños y les hace tres revelaciones. Dos de ellas son hechas públicas: la primera presagia la II Guerra Mundial, la segunda, la conversión de Rusia. El tercer secreto es guardado bajo llave. En el año 2000 Juan Pablo II desvela finalmente el misterio: el atentado fallido contra el Papa. Pero algo indica que un mensaje mucho más importante sigue sumido en la oscuridad. En la actualidad, Clemente XV se adentra en la Riserva vaticana y estudia la caja de madera que alberga el tercer secreto. ¿Duda el nuevo pontífice de su autenticidad? Andrej Tibor, el sacerdote que lo tradujo, sabe la verdad.

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Lucía se había pasado el último mes pensando qué decir. Muchos le habían formulado peticiones para sus seres queridos y para quienes se encontraban demasiado enfermos y no podían hablar por sí mismos. Le vino a la cabeza una en particular.

– ¿Puedes curar al hijo tullido de Maria Carreira?

– No lo curaré, pero le proporcionaré la forma de ganarse la vida, siempre que rece el rosario todos los días.

Ella pensó que era raro que la dama de los cielos pusiera condiciones a la misericordia, pero entendía que era necesaria la devoción. El párroco siempre declaraba que la devoción era el único medio para ganar la gracia de Dios.

– Sacrificaos por los pecadores -pidió Nuestra Señora-, y decid muchas veces, sobre todo cuando hagáis un sacrificio: «Oh, Jesús, es por tu amor, para que se conviertan los pecadores y queden reparados los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María.»

Nuestra Señora abrió las manos y extendió los brazos, emitiendo un resplandor penetrante que bañó a Lucía en una calidez semejante a la de un sol invernal en un día frío. Acogió gustosamente la sensación y vio que el resplandor no se detenía en ella y en sus dos primos, sino que atravesaba la tierra, y el suelo se abría. Aquello era algo nuevo y distinto, y la atemorizó. Un mar de fuego se extendió ante ella en una espléndida visión. De entre las llamas surgieron figuras ennegrecidas, como trozos de ternera dando vueltas en una sopa hirviendo. Las formas eran humanas, aunque en ellas no se distinguían rasgos ni rostro. Salían disparadas del fuego y descendían al instante, la sacudida acompañada de unos alaridos y unos gemidos tan tristes que un escalofrío le recorrió la columna a Lucía. Aquellas pobres almas parecían carecer de peso o equilibrio, y se hallaban completamente a merced de las llamas que las consumían. Aparecieron formas animales, algunas de las cuales reconoció, pero todas eran espantosas, y ella sabía lo que representaban: demonios. Guardianes de las llamas. Lucía estaba aterrorizada y vio que Jacinta y Francisco se hallaban igualmente asustados. Las lágrimas se agolpaban a sus ojos, y ella quería consolarlos. De no ser porque Nuestra Señora flotaba ante ellos, ella también habría perdido el control.

– Miradla -les susurró a sus primos.

Éstos obedecieron, y los tres apartaron el rostro de tan horrible visión, las manos unidas, los dedos apuntando al cielo. -Lo que estáis viendo es el Infierno, adonde van las almas de los pobres pecadores -aseguró Nuestra Señora-. Para salvarlos, Dios desea que el mundo demuestre su devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os diga, muchas almas se salvarán y reinará la paz. La guerra terminará. Pero si no dejan de ofender a Dios, otra guerra peor estallará durante el papado de Pío XI.

La visión del infierno se esfumó y la cálida luz volvió a las manos unidas de Nuestra Señora.

– Cuando veáis una noche iluminada por una luz desconocida, sabed que será la gran señal que Dios os envía para informaros de que castigará al mundo por sus delitos con la guerra, el hambre y las persecuciones contra la Iglesia y el Santo Padre.

A Lucía la inquietaron las palabras de Nuestra Señora. Sabía que en los últimos años una guerra estaba azotando Europa. Los aldeanos habían ido a luchar y muchos no habían vuelto. Había oído el dolor de las familias en la iglesia. Y ahora le indicaban el modo de acabar con ese sufrimiento.

– Para impedirlo -continuó Nuestra Señora-, he venido a pedir la consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón y la comunión reparadora los primeros sábados. Si escuchan mis peticiones, Rusia se convertirá y reinará la paz. En caso contrario, sembrará sus errores por el mundo, provocando guerras y persecuciones contra la Iglesia. Los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá hondos sufrimientos, algunas naciones serán aniquiladas. Al final, mi Inmaculado Corazón triunfará. El Santo Padre consagrará Rusia a mí y ésta se convertirá, y al mundo le será concedido un período de paz.

Lucía se preguntó qué sería Rusia. ¿Una persona, tal vez? ¿Una mujer malvada a la que había que salvar? ¿Un lugar? Aparte de Galicia y España, no conocía el nombre de ningún otro país. Su mundo era el pueblo de Fátima, donde vivía su familia, la vecina aldea de Aljustrel, donde vivían Jacinta y Francisco, la Cova da Iria, donde pastaban las ovejas y crecían las verduras, y la gruta del Cabeco, adonde había acudido el ángel el año pasado y el anterior para anunciar la llegada de Nuestra Señora. Esa Rusia debía de ser muy importante para llamar la atención de Nuestra Señora, pero Lucía quería saber otra cosa:

– ¿Qué hay de Portugal?

– En Portugal siempre se mantendrá el dogma de la fe.

Ella sonrió. Reconfortaba saber que su patria gozaba de consideración en el cielo.

– Cuando reces el rosario -prosiguió Nuestra Señora-, di después de cada misterio: «Oh, Jesús, perdónanos y líbranos de los fuegos del Infierno. Salva a todas las almas, sobre todo a las necesitadas.»

Ella asintió.

– He de decirte más cosas. -Una vez finalizado el tercer secreto, Nuestra Señora añadió-: No le cuentes esto a nadie por ahora.

– ¿Ni siquiera a Francisco? -preguntó Lucía.

– A él puedes contárselo.

Siguió un largo silencio. De la multitud no escapaba sonido alguno. Todos los hombres, las mujeres y los niños estaban de pie o de rodillas, extasiados, embelesados con lo que hacían los tres visionarios, tal y como Lucía había oído que los llamaban. Muchos asían el rosario y musitaban oraciones. Ella sabía que nadie podía ver ni oír a Nuestra Señora: el suyo era un acto de fe.

Se tomó un instante para saborear el silencio. Toda la Cova se hallaba envuelta en una gran solemnidad. Hasta el viento había enmudecido. Le entró frío, y por primera vez sintió el peso de la responsabilidad. Inhaló profundamente y dijo:

– ¿No quieres más de mí?

– Hoy no quiero más de ti.

Nuestra Señora comenzó a elevarse en el cielo, por el este. En lo alto se oyó un sonido parecido al retumbar del trueno, y Lucía se puso en pie. Temblaba.

– Ahí va -gritó, señalando el cielo.

El gentío presintió que la visión había finalizado y comenzó a empujar.

– ¿Qué aspecto tenía?

– ¿Qué dijo?

– ¿Por qué estás tan triste?

– ¿Va a volver?

El avance de la gente hacia la encina se volvió apremiante, y Lucía de pronto sintió miedo.

– Es un secreto -dejó escapar-. Es un secreto.

– ¿Bueno o malo? -inquirió una mujer.

– Bueno para unos y malo para otros.

– ¿Y no vas a contárnoslo?

– Es un secreto, y Nuestra Señora nos ha pedido que no lo contemos.

Manuel Marto agarró a Jacinta y empezó a abrirse paso a codazos por el gentío. Lucía lo siguió, con Francisco de la mano. Los rezagados los persiguieron, cosiéndolos a preguntas. Ella sólo tenía una respuesta a sus súplicas:

– Es un secreto. Es un secreto.

PRIMERA PARTE

1

Ciudad del Vaticano

Miércoles, 8 de noviembre, en la actualidad

6:15

Monseñor Colin Michener volvió a oír el sonido y cerró el libro. Había alguien allí. Lo sabía.

Como antes.

Se levantó de la mesa y echó una ojeada a las baldas barrocas. Las antiguas estanterías descollaban sobre su persona, y había más por los estrechos pasillos que salían en ambas direcciones. La cavernosa estancia irradiaba un aura, un halo de misterio que se debía, en parte, a su nombre: L'Archivio Segreto Vaticano .

Siempre había creído que era un nombre extraño, ya que sólo una escasa parte del contenido de los volúmenes era secreta. La mayoría no era más que el meticuloso registro de dos milenios de organización eclesiástica, los relatos de una época en que los papas eran reyes, guerreros, políticos y amantes. En total había unos cuarenta kilómetros de estantes, que tenían mucho que ofrecer si el investigador sabía dónde buscar.

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