Únicamente al regreso, don Bernardo, desde lo alto de su caballo, comunicó a Benjamín Martín y a Martín Martín, su primogénito, que doña Catalina había muerto. Benjamín, aposentado en su mulo, se sacó el sombrero de la cabeza y se persignó: Nuestro Señor dé salud a vuesa merced para encomendar su alma -dijo a media voz, mientras Martín Martín, el muchacho, más avergonzado que dolido, se limitó a bajar la cabeza.
La señora Lucrecia le dio de comer en la cocina, sobre la mesa de pino, sentados en escañiles, frente a la alacena, colmada de pucheros y cazuelas, con dos lebrillos de agua a cada lado. Tras cada ausencia prolongada, Lucrecia le hacía este honor, le preparaba la comida sin advertirlo, sin invitación previa. Era un hecho ya sabido y cuando don Bernardo se sentó a la mesa, en el seno de la confianza, Benjamín ya estaba comiendo. Masticaba ferozmente, el sombrero calado, y cada ocho o diez bocados hacía ademán de llevarse la mano a la boca y eructaba sin disimulo. Entre eructo y eructo, pasó revista a las novedades, particularmente a aquellas que afectaban a su peculio. Los salarios subían sin cesar. Hoy un vendimiador no se agachaba por menos de veinte maravedíes, ni se encontraba un obrero por cuarenta, ni un podador por sesenta. En ese sentido las cosas estaban mal. Por si fuera poco, la última cosecha había venido muy mermada y, en consecuencia y, como don Bernardo habría advertido, no le había pagado la renta de la Pascua. Don Bernardo le hizo ver que los reveses del campo le afectaban a él tanto como al rentero y que el retraso en el pago de las rentas estaba lejos de ser una solución: Acabarás en manos de usureros, Benjamín -sentenció apuntándole con el dedo índice.
Pero Benjamín reservaba la gran cuestión para la sobremesa, una vez que el espeso vino de Toro hubiera producido sus efectos. En su primitivismo, Benjamín era inteligente y, en lugar de afrontar directamente el tema de la sustitución de los bueyes por mulas, inició lateralmente el debate, poniendo en cuestión el barbecho al que calificó de labor anticuada e inútil.
Don Bernardo, que tenía un somero conocimiento de la tierra, pero suplía su ignorancia con la experiencia de sus contertulios en la taberna de Garabito, en la calle Orates, respondió que para mullir y orear la tierra se precisaba otro cultivo, el mijo ceburro, por ejemplo, del que había poca práctica en Castilla. El rentero miraba a don Bernardo de hito en hito y argumentó que el abono era preferible al cambio de cultivo, que en Toro llevaban dos años tirando abono y les iba mejor con ello que con el año y vez. Martín Martín, como cachorro educado en la sumisión, apoyaba a su padre con la mirada, pero don Bernardo, a quien irritaba la mendaz argumentación de padre e hijo, les preguntó si podía saberse dónde encontraban abono en Toro puesto que en Castilla, dijo, lo único que aumentan son las ovejas pero lo que el campo necesita es estiércol, no cagarrutas, y el poco estiércol de que disponemos se consume en las huertas. La conversación había seguido los cauces previstos por Benjamín, quien alegó, a propósito del estiércol, que lo más moderno en usos agrarios estribaba en sustituir el buey por la mula, ya que ésta come menos, es más fina, más ligera y gana tiempo, especialmente con el arado. Don Bernardo, sofocado por la discusión y el tinto, arguyó que la mula era un animal que carecía de fuerza y apenas arañaba la tierra por lo que su trabajo era pobre e inútil, mientras el buey, por mor de su fuerza, araba en surcos profundos con lo que defendía mejor la simiente. A esto adujo el rentero que el buey comía más y el pasto de que se alimentaba era difícil y caro, pero don Bernardo, lejos de doblegarse, intentó hacerle ver que la decadencia agrícola en otros lugares de España venía precisamente del hecho de haber sustituido el buey por la mula. Benjamín Martín, más pragmático, hizo hincapié en que en Villanubla únicamente dos labradores seguían con los bueyes de arado, pero, en tal coyuntura, don Bernardo Salcedo preguntó, con mucho tino, si no era Villanubla el único pueblo en decadencia del Páramo. El rentero lo admitió pero señaló una nueva dificultad: la exagerada parcelación de la tierra exigía traslados rápidos de las yuntas, y de los bueyes podía esperarse todo menos rapidez. Los jarros de espeso vino de Toro iban desapareciendo de la mesa y don Bernardo, acodado en el tablero, con las orejas rojas y la mirada perdida, acabó adoptando una solución salomónica: Podía ensayarse; las innovaciones requieren experimentación. Es así como avanza la ciencia. Se podían cambiar, por ejemplo, los bueyes de una yunta y dejarlos en las otras dos. La eficacia y el tiempo hablarían. El grano diría si la agilidad y alimentación de la mula compensaba el mejor trabajo del buey, o éste, por el contrario, seguía por delante de las presuntas virtudes de la mula.
Don Bernardo estaba cansado.
Eran demasiados días embromado en discusiones necias y las discusiones necias le fatigaban especialmente. Por otro lado le sacaban de quicio los interlocutores analfabetos. Y era ya casi de noche cuando abandonó la casa de los renteros con la cabeza cargada y brumosa.
El pueblo se adentraba pausadamente en las tinieblas y el señor Salcedo tomó a “Lucero” de la brida y lo condujo al paso hasta la casa de la viuda de Baruque, donde, como de costumbre, pensaba pernoctar. En la calle no había un alma y la viuda se llegó a la puerta de la calle con un candil. Acomodaron a “Lucero” en la cuadra y ella le preguntó qué iba a cenar.
Don Bernardo prefería no cenar.
La comida, a base de cerdo y judías pintas, le había resultado empachosa; le había dejado ahíto.
Al desprenderse de sus ropas embarazosas y estirarse desnudo en las planchadas sábanas gimió de placer.
Habían sido dos semanas cambiando cada día de dieta y alojamiento.
Muy de mañana pagó a la viuda y, por el atajo del Vivero, salió al camino de Zamora. En la encrucijada brincó una liebre de la viña y corrió cien metros zigzagueando por delante del caballo. Luego espoleó a éste y, a galope corto, se encaminó a Tordesillas. Su carácter metódico y rutinario no le permitió cambiar de ruta. Por unos segundos pensó en su hijo y en el donaire de Minervina con él en brazos. Sonrió. Rebasada Tordesillas picó a “Lucero”, atravesó las tierras de Villamarciel y Geria, orilló Simancas, cruzó el río por el puente romano y, a mediodía, entraba en Valladolid por la Puerta del Campo, dejando a mano derecha la Mancebía de la Villa.
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Sin apenas advertirlo, don Bernardo Salcedo se encontró enganchado de nuevo a la rutina. Meses atrás había llegado a pensar que podía morir de aburrimiento, pero ahora, como si aquello hubiera sido un amago de tormenta, pensaba que sus temores habían sido exagerados. Su “acceso de melancolía,” como él llamaba pomposamente a sus meses de vagancia, había sido vencido, así que volvió a tomar las riendas de su casa y de sus negocios. Por la mañana, tras el opíparo desayuno que le servía Modesta, don Bernardo se encaminaba al almacén de la vieja Judería, en los aledaños del Puente Mayor, y allí se encontraba con Dionisio Manrique, su fiel colaborador, que meses atrás había llegado a pensar que el amo se moría y el almacén habría que cerrarlo. Se imaginó sin trabajo, sin oficio ni beneficio, pordioseando entre los niños llenos de bubas que llenaban las calles de la villa, en invierno y en verano. Ahora, de pronto, el señor Salcedo, sin saber por qué ni por qué no, había salido del bache y había vuelto a hacerse cargo de la situación. El viaje a Burgos había sido el inicio de su resurgimiento. En el mismo despacho de don Bernardo, en una mesa de pino de Soria paralela, se sentaba él y, mal que bien, iba llevando las cuentas de las reatas de mulas que bajaban del Páramo y de los vellones almacenados en la inmensa nave de la Judería. “Atila”, el mastín feroz que le regalaron de cachorro, correteaba ladrando entre la tapia y el edificio y dormía con un ojo abierto en la caseta de la entrada. Era un can de oído fino y malas pulgas, y las noches, especialmente las de luna llena, las pasaba aullando en el corredor. No se sabía de ningún exceso cometido por el perro pero, tanto don Bernardo como su fiel Dionisio, presumían de que nadie se había llevado un vellón desde que “Atila” vigilaba el almacén.
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