Miguel Delibes - El Hereje

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En el año 1517, Martín Lutero fija sus noventa y cinco tesis contra las indulgencias en la puerta de la iglesia de Wittenberg, un acontecimiento que provocará el cisma de la Iglesia Romana de Occidente. Ese mismo año nace en la villa de Valladolid el hijo de don Bernardo Salcedo y doña Catalina Bustamante, al que bautizarán con el nombre de Cipriano. En un momento de agitación política y religiosa, esta mera coincidencia de fechas marcará fatalmente su destino.
Huérfano desde su nacimiento y falto del amor del padre, Cipriano contará, sin embargo, con el afecto de su nodriza Minervina, una relación que le será arrebatada y que perseguirá el resto de su vida.
Convertido en próspero comerciante, se pondrá en contacto con las corrientes protestantes que, de manera clandestina, empezaban a introducirse en la Península. Pero la difusión de este movimiento será cortada progresivamente por el Santo Oficio. A través de las peripecias vitales y espirituales de Cipriano Salcedo, Delibes dibuja con mano maestra un vivísimo relato del Valladolid de la época de Carlos V, de sus gentes, sus costumbres y sus paisajes. Pero “El hereje” es sobre todo una indagación sobre las relaciones humanas en todos sus aspectos. Es la historia de unos hombres y mujeres de carne y hueso en lucha consigo mismos y con el mundo que les ha tocado vivir.
Un canto apasionado por la tolerancia y la libertad de conciencia, una novela inolvidable sobre las pasiones humanas y los resortes que las mueven.

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– Se da cuenta vuesa merced, el niño ya se anda -decía con voz explosiva la cocinera.

Mas don Bernardo, fingiendo una ira que no sentía, aprovechó la circunstancia para censurar a Minervina su descuido, para fustigarla. A un niño de nueve meses no se le podía poner en pie si no quería arquearle las piernas para el resto de su vida. Las piernas de un niñito a esta edad eran como de gelatina, incapaces de soportar su propio peso sin resentirse. Iba alzando la voz y, cuando advirtió que los ojos lilas de Minervina se inundaban de lágrimas, experimentó un raro placer, como si fustigara con un látigo la espalda desnuda de la muchacha. Mas, pese a su aparente indignación, a partir de esa tarde fue imposible recluir a Cipriano en su cunita. Se bajaba de ella con facilidad pasmosa y correteaba por el pasillo como un niño de dos o tres años. Es decir, Cipriano no sólo andaba sino que corría como si llevase una vida ensayando y, si alguien trataba de impedirlo, se zafaba de sus brazos y reemprendía la carrera. Diríase que al pequeño le habían dejado huella las gélidas miradas de su padre, cuando, de niño, la sensación de frío le despertaba y sentía la necesidad de escapar.

Algunas tardes, los tíos Gabriela e Ignacio subían a visitarlo. Los primeros días las habilidades del niño fueron como un espectáculo de feria. Pero Gabriela no ocultó su temor: ¿No era demasiado tierna la criatura? No se refería a la edad sino al tamaño, pero Minervina, que miraba extasiada los alamares y puñetes de lechuguilla del vestido de doña Gabriela, salió acalorada en su defensa: no lo crea vuesa merced, aunque menudo, no es un niño débil Cipriano; le sobra nervio. Pero, una vez pasada la novedad, doña Gabriela y don Ignacio empezaron a espaciar sus visitas y don Bernardo reanudó las suyas a la calle de Santiago. Enfrascado en la rutina atendía sus obligaciones, pero no olvidaba a Minervina. La aparición de la cocinera cuando él acechaba la habitación de la chica había rebajado, sin embargo, sus ímpetus iniciales.

Por las noches reflexionaba en la cama, excitado, sobre las posibilidades que un hombre rico tenía de llevar a la cama a una mujer pobre, pueblerina y quinceañera además. Creía que eran muchas pero él carecía de la agresividad del hombre rico y Minervina de la sumisión de la mujer pobre. La muchacha, sin grandes palabras ni gestos melodramáticos, le había tenido a raya hasta el momento.

Pero, persuadido de que todas las ventajas estaban de su parte, don Bernardo Salcedo tomó un día una viril decisión: atacaría directamente y le haría ver a la chica la necesidad que tenía de sus favores.

Conforme a este plan, una noche de finales de septiembre, subió las escaleras del servicio en camisón, con una lamparita y los pies descalzos, procurando evitar los crujidos de la madera y se detuvo ante la puerta de Minervina. Los latidos de su corazón le sofocaban. La imagen de la muchacha tendida descuidadamente en el lecho, le encalabrinaba. Abrió lentamente la puerta con la luz en la mano y, entre las sombras, distinguió al niño dormido en su cunita y a Minervina a su lado, dormida también, respirando pausadamente. Cuando él se sentó en el lecho, la chica se despertó. Sus ojos, muy redondos, estaban sorprendidos más que indignados:

– ¿Qué busca vuesa merced en mi habitación a estas horas?

Don Bernardo carraspeó hipócritamente:

– Me pareció oír llorar al niño.

Minervina se cubría el escote con el embozo de la cama:

– ¿Desde cuándo se preocupa vuesa merced por los llantos de Cipriano?

Con su mano libre, don Bernardo atrapó audazmente la de Minervina como si fuera una mariposa.

– Me gustas, pequeña, no lo puedo remediar. ¿Qué hay de malo en que tú y yo pasemos un rato juntos de vez en cuando? ¿Es que no puedes repartir tu cariño entre padre e hijo? Vivirás como una reina, Minervina; nada te va a faltar, te lo aseguro. Únicamente te pido que reserves para este pobre viudo un poco de tu calor.

La chica rescató su mano prisionera. La indignación brillaba en sus ojos lilas a la luz del candil:

– Vá-ya-se-de-a-quí -le dijo mordiendo las palabras-. Márchese ahora mismo, vuesa merced. Quiero a este niño más que a mi vida pero me iré de esta casa si vuesa merced se obstina en volver a poner los pies en este cuarto.

Cuando don Bernardo, con las orejas gachas, se incorporó para marcharse, el niño se despertó asustado. Pensó que los ojos de Cipriano le desenmascaraban y entonces interpuso el candil entre él y la cunita, abrió la puerta y salió al pasillo. No habían mediado palabras fuertes, ni siquiera actitudes ridículas, lo que no impidió que se sintiera adolescente y vacuo. No era aquélla una situación propia de un hombre de su edad y condición. Se metió en cama despreciándose a sí mismo, un desprecio que no respondía a razones aparatosas pero que aumentaba si pensaba en su hermano Ignacio y en don Néstor Maluenda. ¿Qué hubieran pensado ellos si le hubieran visto humillándose de aquel modo ante una criada de quince años?

El apremio lúbrico seguía persiguiéndole sin embargo al salir a la calle al día siguiente, camino de la Judería. Había decidido visitar la Mancebía de la Villa, junto a la Puerta del Campo, donde no acudía desde hacía casi veinte años. Es una buena acción, se dijo para justificarse. La Mancebía de la Villa dependía de la Cofradía de la Concepción y la Consolación y, con sus beneficios, se mantenían pequeños hospitales y se socorría a los pobres y enfermos de la villa. Si una mancebía sirve para esos fines lo que se haga dentro de ella tiene que ser santo, se dijo.

A los lados de la calle, como cada día, pobres niñas de cuatro y cinco años, con los rostros cubiertos de bubas, pedían limosna. Repartió entre ellas un puñado de maravedíes pero cuando, horas después, charlaba con la Candelas en la mancebía, en su pequeña y coqueta habitación, los tristes ojos de las niñas pedigüeñas, las bubas purulentas en sus rostros, volvieron a representársele. Al verse entre aquellas cuatro paredes, su rijosidad, tan sensible, se había aplacado. Vio a la muchacha presta a desarrollar sus dotes de seducción: no se moleste, Candelas -le dijo-, no vamos a hacer nada. He venido simplemente a charlar un ratito. Se sentó anhelosamente en un confidente, ella a los pies de la cama, sorprendida. Don Bernardo se consideró en el deber de aclarar: es la sífilis, ¿no se ha fijado?, la villa está podrida por la sífilis, se muere de sífilis.

Más de la mitad de la ciudad la padece. ¿No ha visto a los niños por la calle de Santiago? Todos están llenos de incordios y bubas.

Valladolid se lleva la palma en enfermedades asquerosas. Se acodó en los muslos desalentado. Candelas continuaba sorprendida. ¿Qué había ido a buscar a la Mancebía de la Villa aquel caballero? Se sintió desafiante: ¿por qué Valladolid? -preguntó-. El mundo entero está lleno de enfermedades asquerosas. Y ¿qué podemos hacer? Él se estiró y cruzó las piernas. La miró fijamente: y ¿no tiene miedo?

Ustedes se exponen diariamente, no tienen ninguna protección… De alguna manera tengo que vivir y dar de comer a los pobres, se justificó ella. Don Bernardo, obsesionado, veía ahora también bajo el maquillaje de Candelas las bubas de las niñas: quiero decir si ustedes disponen de médicos del Consistorio, si la villa se preocupa de su salud y la de sus clientes. Ella rió desganada, denegando, y él se puso de pie. Tenía la sensación de que los landres y las bubas no estaban en las mujeres sino en el ambiente.

Le tendió la mano: me alegra haberla conocido -puso un ducado en su blanca mano. Volveré a verte -añadió. Inclinó la cabeza. Luego salió furtivamente de la mancebía sin despedirse del ama.

Camino de su casa pensó en Dionisio, Dionisio Manrique, el factótum del almacén. Manrique era soltero, festivo y rijoso. Aunque religioso arrastraba fama de putañero, de dedicar sus ocios a la lubricidad. Sin embargo entre él y don Bernardo jamás se había cruzado una palabra sobre el particular.

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