Miguel Delibes - El Hereje

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En el año 1517, Martín Lutero fija sus noventa y cinco tesis contra las indulgencias en la puerta de la iglesia de Wittenberg, un acontecimiento que provocará el cisma de la Iglesia Romana de Occidente. Ese mismo año nace en la villa de Valladolid el hijo de don Bernardo Salcedo y doña Catalina Bustamante, al que bautizarán con el nombre de Cipriano. En un momento de agitación política y religiosa, esta mera coincidencia de fechas marcará fatalmente su destino.
Huérfano desde su nacimiento y falto del amor del padre, Cipriano contará, sin embargo, con el afecto de su nodriza Minervina, una relación que le será arrebatada y que perseguirá el resto de su vida.
Convertido en próspero comerciante, se pondrá en contacto con las corrientes protestantes que, de manera clandestina, empezaban a introducirse en la Península. Pero la difusión de este movimiento será cortada progresivamente por el Santo Oficio. A través de las peripecias vitales y espirituales de Cipriano Salcedo, Delibes dibuja con mano maestra un vivísimo relato del Valladolid de la época de Carlos V, de sus gentes, sus costumbres y sus paisajes. Pero “El hereje” es sobre todo una indagación sobre las relaciones humanas en todos sus aspectos. Es la historia de unos hombres y mujeres de carne y hueso en lucha consigo mismos y con el mundo que les ha tocado vivir.
Un canto apasionado por la tolerancia y la libertad de conciencia, una novela inolvidable sobre las pasiones humanas y los resortes que las mueven.

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Manrique, sin otra ayuda que Federico, un galopín de quince años, mudo de nacimiento, era el alma del establecimiento. El despacho, la mesa y los manguitos eran la tapadera de actividades más prosaicas. Por un lado, Dionisio anotaba los vellones que entraban y salían, pero por otro echaba una mano artesana y servicial para todo lo que fuera menester. Dionisio, por ejemplo, salía con Federico a la explanada, casi siempre embarrada, cada vez que se anunciaba una expedición y, entre ellos y el arriero, descargaban las sacas sin apelar a manos mercenarias, almacenando ordenadamente las pieles.

Del mismo modo Dionisio, en una prisa, como aconteció con el último viaje a Burgos, no dudaba en tomar el zamarro y el látigo y conducir personalmente una carreta hasta las instalaciones de don Néstor Maluenda en Las Huelgas o donde hiciera falta. Una vez metido en harina, no ponía reparos a nada, comía en el mostrador con los arrieros o dormía en las habitaciones colectivas de las ventas con objeto de que el patrón ahorrase unos maravedíes.

En el pequeño comercio que don Bernardo sostenía con la fábrica de zamarros de Camilo Dorado, en Segovia, era el propio Manrique el que alquilaba las reatas y las conducía por atajos pedregosos de la sierra que sólo él conocía. Don Bernardo, que sabía de la versatilidad de Dionisio, de su disponibilidad, definía a su subordinado de una manera peculiar, no exenta de tintes despectivos, como un hombre que hace lo mismo a un roto que a un descosido.

Los primeros días de verano fueron fechas de agitación en el almacén y la actividad desaforada desplegada por don Bernardo vino a restablecerle de la plétora causada por sus excesos gastronómicos, restablecimiento al que ayudó sin duda la sangría practicada por Gaspar Laguna que, en su día, había intervenido también a su señora inútilmente. Pero Salcedo no era hombre rencoroso. Detestaba la chapuza pero valoraba el trabajo bien hecho aunque no llegara a buen fin. En las personas que confiaba no dejaba de creer por un desacierto. Don Bernardo partía de la base de la imperfección humana y así, cuando avisó al barbero-cirujano, demostró que no le tenía ojeriza, pero, al propio tiempo, lo recibió con estas palabras: A ver si tenemos más suerte que con doña Catalina que gloria haya, amigo Laguna, lo que obligó al barbero a extremar toda su ciencia y habilidad.

A las doce del mediodía, don Bernardo marchaba del almacén.

Eran semanas de calor y las calles hedían a basuras y desperdicios.

Los niños, con las caritas llenas de bubas y landres, le salían al paso pordioseando, pero él los desatendía. Ya tienen a mi hermano, pensaba, ¿hay alguien en Valladolid que haga más por sus prójimos que mi hermano Ignacio? Caminaba despacio, evitando las alcantarillas, atento al ¡agua va! de las ventanas, hasta abocar a la taberna de Garabito, en la calle Orates, con su inevitable ramita verde junto al rótulo, donde solían reunirse tres o cuatro amigos a degustar los blancos de Rueda. El primer día que llegó, después de su larga ausencia, todos le manifestaron que le habían echado de menos porque eran de esa clase de amigos circunstanciales, de apeadero, tímidos, que habían asistido al sepelio de doña Catalina, como Dios manda, pero no osaron poner pie en su casa. Para doña Catalina eran “los amigotes” y no encontraba expresión más ajustada para designarlos. Pero los amigotes celebraron con unos vasos la reincorporación de don Bernardo a las tertulias mañaneras. Él les habló de su “acceso de melancolía” y, aunque ninguno de ellos sabía a ciencia cierta en qué consistía este mal, le preguntaron, con la reiteración propia de los borrachos, cómo se las había arreglado para pelarlo.

Don Bernardo, dado al ingenio verbal, miró uno a uno a los amigotes del grupo e hizo la revelación que había preparado en casa dos semanas antes: A mí me curó un correo urgente de Burgos. Los amigotes rieron, le propinaron palmadas en la espalda y se lo comunicaron a otros amigotes y todos coincidieron en que con el pellejo de vino de La Seca que acababa de abrir Dámaso Garabito terminaría de restablecerse.

Allí, en la taberna, don Bernardo se salía de la norma y la hipocresía: juraba, soltaba palabrotas, reía los cuentos obscenos y estos excesos le aligeraban y le disponían a afrontar con mejor ánimo la jornada vespertina de la villa. En ocasiones también buscaba consejo en la taberna de Garabito, como aconteció con Teófilo Roldán, labrador de Tudela, que cada semana atravesaba dos veces el Duero en la barcaza de Herrera, junto a su caballo, para atender su labranza. Teófilo Roldán bebía en tazón pues para él el blanco tras un cristal transparente perdía buena parte de sus propiedades. Escuchó a don Bernardo la historia de su rentero y cuando aquél le preguntó qué le parecía más conveniente tener el rentero a la parte o a sueldo fijo, don Teófilo, inspirado por el vino, con una lógica apabullante, le respondía que dependía de la parte. Don Bernardo se mostró franco por una vez: digamos un tercio de la cosecha, dijo. Don Teófilo fue rápido: en Tudela damos más -sugirió antes de que don Bernardo terminara de hablar.

Salcedo se ruborizó ligeramente; tenía un cutis suave, apto para ello: no vayamos a comparar, Tudela es un pueblo próspero mientras Pedrosa, malvive. Luego apuntó que con un tercio una familia en su pueblo podía redimirse, e incluso hacer fortuna, pero era difícil que lo consiguiera si el rentero era analfabeto, no sabía sumar y ventoseaba todo el tiempo delante de su señor. Es lo mismo -dijo- que hacerle desechar una idea una vez que ha arraigado en su pobre cerebro.

Teófilo Roldán empinaba el codo sin cesar. Había llegado a ese punto soñado en que se pierde la gravidez del cuerpo y se siente uno flotar. ¿Qué idea? -dijo-. ¿A qué idea se refiere, Salcedo? -preguntó tambaleándose. Concretamente -replicó don Bernardo- a persuadirle, sin necesidad de hacer números, de que el buey en el campo es un animal más rentable que la mula.

Roldán se inclinó hacia él hasta casi topar con su cabeza: ¿De veras lo cree usted así? Don Bernardo se desconcertó: ¿Usted no?

Según -dijo don Teófilo-. Según la labor y el terreno. Don Bernardo, sin razón alguna, salvo que iban aumentando sus libaciones, empezó a sentirse optimista. De repente habían dejado de importarle el buey y la mula y la rentabilidad del uno y de la otra; únicamente le importaba oír su voz, sentirse vivo y paladear el buen vino de La Seca: labores de arada -dijo-. Me refiero a labores de arada. La mula no ara, araña, y deja que se coman la simiente las palomas y los cuervos. Todos los pájaros se comen la simiente, tartajeó Roldán poniéndole una mano en el hombro.

Don Bernardo sonreía denegando con la cabeza: pero no siempre, amigo mío, el buey ahonda y defiende la semilla. Los ojos de don Teófilo se ponían turbios: pe…

pe… pero ¿usted tiene tanta autoridad como para dar órdenes a su rentero? Me concede esa licencia -aclaró el señor Salcedo-: me cede el poder espontáneamente porque él no entiende de papeles.

Don Bernardo se dejaba envolver con gusto en la vieja rutina.

Acudía diariamente a la taberna de la calle Orates, junto a la casa de locos, o a cualquier otra donde apareciera una rama verde en el rótulo del establecimiento. Era significativo porque, sin ponerse de acuerdo, los amigotes siempre coincidían en la cantina que abría cuba o pellejo ese día. De ordinario eran vinos que habían entrado en la villa por la puerta del Puente Mayor o la de Santiesteban, antes de cumplirse los cinco meses de la vendimia como era preceptivo, e inscritos en el registro de entradas para saber a cuánto ascendía el consumo. Los tintos solían ser flacos, a medio hacer y poco cotizados, pero el buen catador siempre esperaba la sorpresa.

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