– Todo esto que me cuenta es muy sensible, amigo Salcedo, pero Nuestro Señor, ser previsor, hizo posible que todos los males de esta vida tengan remedio. Un hombre no puede vivir sin mujer y, bien mirado, la mujer no es más que un repuesto para el hombre, una pieza de recambio. Usted debe casarse otra vez.
Don Bernardo agradecía esta conversación confidencial con el gran comerciante castellano, pero no dejaba de mortificarle, de mantenerle en tensión el tema de que trataban:
– El tiempo dirá, don Néstor -dijo cuitadamente.
– Y ¿por qué no ganar al tiempo por la mano? La vida es breve y sentarse a esperar no es la fórmula pertinente; no tenemos derecho a cruzarnos de brazos. Aquí me tiene vuesa merced, tres matrimonios en treinta años y ninguna de las tres mujeres me negó descendencia. El comercio de la lana con Flandes está asegurado por tres generaciones.
Atropelladamente le vinieron a Salcedo varios temas a la cabeza:
el problema de su descendencia, la humillante prueba del ajo, el juro de doña Catalina, pero únicamente dijo con un hilo de voz:
– Me temo que yo sea hombre de una sola mujer, don Néstor.
Cuando sonreía, el rostro de don Néstor se llenaba de arrugas.
Al fruncírsele la máscara del maquillaje envejecía diez años:
– No hay hombres de una sola mujer, querido amigo. Eso es una falacia. Con mayor motivo hoy que tiene dónde elegir. En Burgos ha habido una dote de cien mil ducados el mes pasado. Muchas grandes fortunas han comenzado así, con un matrimonio de conveniencia.
Bajó los ojos don Bernardo.
Después de meses de reclusión y aislamiento, esta conversación en un apartamento tan muelle, con un interlocutor sabio y prudente, le parecía un sueño:
– Lo pensaré, don Néstor.
Pensaré en ello. Y si algún día cambiara de opinión vendría a consultarle, se lo prometo.
Don Néstor le sirvió una copa de vino de Rueda y le agradeció la atención de acarrear las pieles personalmente: hemos ganado un día, dijo don Bernardo con cierta jactancia. Después el señor Maluenda le confió que el presente estaba siendo un año excepcional, que las acémilas hacían la ruta a Bilbao en reatas de doce o quince y que más de setenta mil quintales estarían ya estacionados en los muelles vascos. Que este año movería más de ochenta mil acémilas, cosa que no se había conseguido en Castilla desde 1509. Se le llenaba la boca con las grandes cifras y remató su disertación económica con una fatuidad:
– Hoy día, Salcedo, estoy en condiciones de hacer un préstamo a la Corona.
Sentados en los cabeceros de la gran mesa de nogal, mirándose el uno al otro como las arquetas venecianas del salón, don Bernardo pensó que, a pesar de haberse casado tres veces, nunca había conocido a ninguna de las esposas de don Néstor: son un simple recambio, pensó. Nunca las mezcló en sus reuniones de negocios. Según él la mujer únicamente debía vestir al hombre en las reuniones de sociedad. Era su oficio. El criado negro les sirvió la sopa de gallina. Don Bernardo se azoró al distinguir su color pero no dijo nada hasta que el criado salió. Entonces continuó sin hablar pero miró interrogativamente a su anfitrión:
– Damián -dijo éste con la mayor naturalidad- es un esclavo de Mozambique. Me lo obsequió hace cinco años el conde de Ribadavia.
Lo mismo pudo regalarme un morisco pero hubiese sido una vulgaridad.
El favor era demasiado alto para una atención tan mezquina. Hoy en día, un esclavo de Mozambique es un lujo propio de la aristocracia.
A los quince años le hice bautizar y hoy está entregado a mi servicio con una fidelidad ejemplar.
Don Bernardo se sentía cada vez más achicado. El escaparate de don Néstor no podía ser más deslumbrante para un pobre burgués como él. La fortuna de don Néstor era comparable, quizá, con la del conde de Benavente. Y el dinero comportaba para don Bernardo una importancia singular. Tras la sopa de gallina, el criado les sirvió truchas y un excelente vino de Burdeos. Se movía silenciosamente, sin rozar los platos de plata con los cubiertos, ni las copas de cristal de Bohemia con el borde de la jarra. El esclavo andaba como un fantasma, levantando mucho los muslos para evitar los roces de las chinelas con la alfombra. Durante sus ausencias, don Néstor completaba su historia, sus designios respecto a él:
– Es perezoso y huidor -dijo-, pero fiel. Le he elegido como hombre de confianza pero el resto de los criados están celosos de él.
Para mí, es un miembro más de la familia, Salcedo. Aunque negro, tiene un alma blanca como nosotros, susceptible de ser salvada. Lo que no le permito de momento es casarse. Imagínese un semental como él suelto por estos salones. Repugnante. Eso sí, cuando cumpla cuarenta años lo emanciparé. Será un modo de agradecerle sus servicios.
El viaje a Burgos, la velada con don Néstor Maluenda, hizo mucho bien al señor Salcedo. Olvidó su negligencia, su simulación, se desembarazó, al fin, del cadáver de doña Catalina y tan pronto llegó a casa, sin quitarse las calzas abotonadas, ni el zamarro de piel de cordero, subió al piso alto, en el que dormitaba Cipriano y permaneció en pie, a los pies de la camita, mirándole fijamente. El pequeño se despertó como de costumbre, abrió los ojos y se quedó mirando a su padre sin pestañear, asustado. Pero, en contra de lo que era previsible, don Bernardo no cambió de actitud ante su tierna mirada:
– ¿Qué estará tramando el taimado parricida? -dijo una vez más entre dientes.
Su mirada era de hielo y esta vez, el niño, en lugar de estirar su pescuecito de tortuga y otear el horizonte, rompió a llorar desconsoladamente. Acudió presurosa, cimbreando su elástico talle, la nodriza Minervina:
– Le ha asustado vuesa merced -dijo tomando al niño en sus brazos y haciéndole fiestas.
Don Bernardo hizo notar que una criatura de meses, siendo varón, debería mostrarse más duro y resistente y, a renglón seguido, se quedó mirando la airosa figura de la muchacha con el niño en brazos y dijo algo que a don Néstor Maluenda hubiera sorprendido:
– ¿Cómo es posible, hija mía, que con esa cara tan bella y ese cuerpo tan esbelto os dediquéis a una tarea tan prosaica como la de amamantar a una criatura?
Don Bernardo Salcedo quedó abochornado de su audacia. Por la tarde, su hermano Ignacio, el oidor, le abrazó alborozado como si llegara de las Indias. Había encontrado a Bernardo cambiado, dispuesto a comerse el mundo. A raíz de su viaje a Burgos entró, en efecto, don Bernardo en una fase de recuperación febril. Una semana más tarde, acuciado por la feria de ganado de Rioseco, afrontó otra de las tareas que tenía pendientes desde el año 16: subir al Páramo, visitar y reorganizar las corresponsalías de Torozos. En realidad, todo el ganado lanar de Valladolid se había refugiado allí.
En torno a la villa no había pastos, las huertas ocupaban las tierras lindantes, y las viñas y los campos de cereales el resto. Sólo quedaban los altos, donde los herbazales se alternaban con los montes de encina. Los ediles de la villa aspiraban a limitar a los páramos los derechos de pasto de lanar y cabrío, únicamente un macho por rebaño ya que las ovejas carecen de importancia y molestan a todo el mundo, decían. Pero luego los obligados y los fabricantes de zamarros luchaban por su carne y por su piel. Todo era aprovechable en aquel animal necio y mansurrón, es decir tenía mayor importancia de la que le atribuían sus ediles. Y cuando el municipio dictó una disposición prohibiendo que los rebaños pastaran en dos leguas a la redonda de la villa, su desplazamiento al Páramo se hizo inevitable y definitivo. Entonces no sólo se ocuparon las tierras de Torozos, concretamente los predios de Peñaflor, Rioseco, Mazariegos, Torrelobatón, Wamba, Ciguñuela, Villanubla y otros, sino que hubo que arrendar pastos más lejos aún, en otros territorios como Villalpando y Benavente.
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