Miguel Delibes - El Hereje

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En el año 1517, Martín Lutero fija sus noventa y cinco tesis contra las indulgencias en la puerta de la iglesia de Wittenberg, un acontecimiento que provocará el cisma de la Iglesia Romana de Occidente. Ese mismo año nace en la villa de Valladolid el hijo de don Bernardo Salcedo y doña Catalina Bustamante, al que bautizarán con el nombre de Cipriano. En un momento de agitación política y religiosa, esta mera coincidencia de fechas marcará fatalmente su destino.
Huérfano desde su nacimiento y falto del amor del padre, Cipriano contará, sin embargo, con el afecto de su nodriza Minervina, una relación que le será arrebatada y que perseguirá el resto de su vida.
Convertido en próspero comerciante, se pondrá en contacto con las corrientes protestantes que, de manera clandestina, empezaban a introducirse en la Península. Pero la difusión de este movimiento será cortada progresivamente por el Santo Oficio. A través de las peripecias vitales y espirituales de Cipriano Salcedo, Delibes dibuja con mano maestra un vivísimo relato del Valladolid de la época de Carlos V, de sus gentes, sus costumbres y sus paisajes. Pero “El hereje” es sobre todo una indagación sobre las relaciones humanas en todos sus aspectos. Es la historia de unos hombres y mujeres de carne y hueso en lucha consigo mismos y con el mundo que les ha tocado vivir.
Un canto apasionado por la tolerancia y la libertad de conciencia, una novela inolvidable sobre las pasiones humanas y los resortes que las mueven.

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– Hay que dársela. No queda otro remedio.

La matrona asintió. Don Bernardo, resignadamente, buscó unas monedas en los bolsillos de la ropeta para el remedio, pero el doctor, al advertir su ademán, le informó que se trataba de un medicamento caro. ¿Como cuánto de caro? -inquirió Salcedo. Doce ducados -concretó el doctor. ¡Doce ducados! -estalló don Bernardo. El doctor argumentó las razones de este precio: Tenga usted en cuenta que sólo se fabrica en Venecia y que en el preparado entran más de cincuenta elementos distintos.

Mientras la Modesta bajaba a la botica de Custodio, se oyeron pasar caballerías por la calle y, acto seguido, un “viva el rey” y el rumor de alabarderos desfilando acompasados por el redoble de un tambor. De pronto, como una tiple que respondiera en escena a la voz poderosa del barítono, sonó el tintineo de una esquilita entre el estruendo militar. Don Bernardo retiró el visillo de la ventana.

Había encargado en el Convento de San Pablo la misa de las Cinco Llagas por la salud de la enferma y el santo viático por si acaso las cosas se torcían. A su derecha vio venir a fray Hernando, con el cáliz cubierto, y a un monacillo a su lado, agitando la campanilla. La gente se hincaba de rodillas a su paso y, al levantarse, sacudían vigorosamente el polvo de las calzas o de las sayas. En las escaleras, la campanilla del monacillo se hizo más aguda, sonora e imperativa. Don Bernardo se acercó a fray Hernando:

– La unción es suficiente, padre; ya no conoce.

Y, en el momento en que el sacerdote iniciaba las preces, la barbilla de doña Catalina se desplomó sobre el pecho y quedó inmóvil, con la boca abierta. El doctor se adelantó hasta ella, le tomó el pulso y puso la mano de la esmeralda sobre su corazón. Se volvió a los asistentes:

– Ha muerto -dijo.

Un cuarto de hora más tarde, la Modesta, con la triaca magna en la mano, se tropezó con Juan Dueñas en el portal. Dijo Juan Dueñas lacónicamente:

– La señora doña Catalina ha muerto.

A la Modesta se le escapó un sollozo. Ascendió la escalera lentamente, sujetándose al pasamanos.

La imponían los muertos y aspiraba a dilatar su entrada en la casa.

Por la puerta entreabierta divisó a don Bernardo, sus hermanos, Blasa y la nueva compañera alterando la posición de los muebles en el vestíbulo, haciendo sitio. Permaneció quieta, sin entrar. Pocos minutos después llegaban las endechaderas e instalaron, en el despacho, la capilla ardiente. Modesta aprovechó el momento de confusión para llegar a la cocina. Minervina, deshecha en lágrimas, sentada en un taburete, daba de mamar al niño recién nacido, en tanto Blasa, la cocinera, atizaba el fuego impávida, con esa indiferencia propia de los seres muy vividos, arrancados prematuramente de su origen. Modesta se incorporó a la actividad doméstica. Entregó la medicina al señor. Don Bernardo musitó: doce ducados tirados a la calle. Ella dijo con vocecita inaudible: Lo siento, señor Bernardo; salud para encomendar su alma.

Pero ya empezaba el trajín de las visitas, las llamadas a la puerta, las flores, y ella acudía sin demora. La gente venía en pequeños grupos y pasaban a la sala donde don Bernardo y su hermano los recibían. Una de las veces que cruzó ante la puerta abierta del despacho, miró de soslayo y divisó a la señora sobre una mesa, los ojos y la boca cerrados, exangüe, indiferente y tranquila. Durante toda la tarde no cesaron las visitas. Llegaban cabizbajos y salían aliviados, descargados de una obligación penosa. Aparecían ramos de flores que la Modesta llevaba hasta el despacho con los ojos entrecerrados. Le aterrorizaba volver a ver a la señora. Junto al cadáver, doña Gabriela, la cuñada de la difunta, dirigía las oraciones de grupo. Ya avanzada la noche, cuando los amigos se despidieron y quedaron solos, don Bernardo y su hermano, el albacea, se sentaron juntos a los pies de la difunta, como era vieja costumbre familiar, para leer sus disposiciones testamentarias. Por primera providencia, doña Catalina deseaba ser enterrada en el atrio del Convento de San Pablo, no en el interior de la iglesia, ya que, a causa de los enterramientos, dentro había unos desagradables efluvios que le quitaban la devoción. Doce mujeres jóvenes y pobres la acompañarían a su última morada, vestidas de azul y blanco y con un cirio encendido en la mano. Don Bernardo abonaría a cada una de ellas un real de vellón por su compañía. El entierro debería efectuarse tras una misa de réquiem en la misma iglesia, a la que seguirían, en fechas sucesivas, un novenario de misas cantadas con diáconos y subdiáconos y otras en cada templo de la villa en la octava de su fallecimiento. Don Bernardo leía estas disposiciones con voz entrecortada, no tanto por su aflicción, como porque conocía la liberalidad de doña Catalina, que temía se manifestara a cada paso. Y su voz temblorosa se quebró del todo cuando, con su característica letra picuda, la difunta ordenaba, sin lugar a otras interpretaciones, que se constituyese un juro en favor del Convento de San Pablo que rentase, cuando menos, dos mil seiscientos cincuenta maravedíes al año.

Cuando al fin pudo leer esto, don Bernardo hizo una pausa, miró a su hermano por encima del papel y dijo con acento alambicado:

– Catalina había nacido para princesa.

Pensó en el almacén de la Judería, en sus fincas de Pedrosa y en Benjamín, el rentero:

– Un juro así no bajará de treinta aranzadas -añadió.

Su hermano Ignacio, oidor de la Chancillería, rubio, con el pelo corto, y barbilampiño, se sintió molesto, arrugó la nariz como ante un mal olor:

– Es de ley -dijo-. Tú puedes pagar sobradamente ese juro.

Siempre hubo una relación muy estrecha entre ambos hermanos, tan diferentes, empero, en la estimación del dinero. Discutieron a los pies del cadáver, entre el aroma mareante de las flores, y don Bernardo tildó a su esposa de manirrota, pero don Ignacio, discretamente, cortó la conversación haciendo ver a su hermano que no era el momento apropiado para emitir tales juicios.

A la mañana siguiente, con el cadáver sentado en el coche, sujeto con cuerdas, y conducido por Juan Dueñas, Bernardo e Ignacio Salcedo presidieron los sufragios por la difunta. Doce muchachas, casi niñas, con rostros seráficos, vestidas de azul y blanco, flanqueaban el coche, entonando con voces nasales cánticos religiosos. Alineadas luego, en la nave central del templo, escoltando el cadáver, sus rostros juveniles restaban severidad a la ceremonia. A continuación, los restos de doña Catalina Bustamante recibieron tierra en el atrio y el acompañamiento desfiló ante los hermanos, estrechando sus manos, dándoles paz en el rostro o prodigándoles palabras de consuelo.

Concluidos los pésames, ante la emoción de los amigos, el joven viudo distribuyó entre las jóvenes penitentes los doce reales de vellón acordados en las disposiciones.

De regreso a casa, doña Gabriela, acompañada por los dos hombres, pasó por el cuarto de plancha para ver al pequeño Cipriano y, ante él, aparentemente dormido, soltó dos lágrimas inoportunas.

Don Bernardo, en cambio, a su lado, contemplaba a la criatura con rostro impasible. A la cabecera de la cunita, la joven Minervina había colocado un lazo negro de tafetán. Los ojos de don Bernardo se endurecieron.

– ¿Qué pensará mientras duerme el pequeño parricida? -murmuró.

Don Ignacio le tomó por el hombro.

– Por favor; no disparates así, Bernardo. Nuestro Señor te puede castigar.

Don Bernardo movió la cabeza de un lado a otro:

– ¿Es que cabe aún mayor castigo que el que vengo padeciendo? -sollozó.

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II

La casa de la Corredera de San Pablo asumió a la muerte de doña Catalina una nueva disposición. El niño Cipriano se incorporó a la vida del servicio, en las buhardillas de madera del piso alto, en tanto don Bernardo quedó como dueño y señor del primer piso, sin otra novedad que la de haber cambiado de sitio el santuario conyugal, instalado, ahora que había dejado de ser santuario, en su despacho de toda la vida.

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