Había comparecido de repente, como salida del mar o del aire. Lituma dio un respingo, sin atinar a decir nada, sólo a abrir mucho los ojos. No soñaba: era el Coronel Mindreau.
– Buenas noches, mi Coronel -dijo el Teniente Silva, incorporándose del bote en que estaba sentado. La guitarra rodó a la arena y Lituma vio que su jefe hacía con la mano derecha un movimiento que no llegaba a culminar: como de coger el revólver, o, por lo menos, desabotonar la cartuchera que siempre llevaba al cinto, en la cadera derecha.
– Siéntese, nomás -dijo la sombra del Coronel-. Lo estaba buscando y tuve el pálpito de que el guitarrista nocturno era usted.
– Estaba viendo si todavía me acordaba de cómo tocar. Pero, la verdad, se me ha olvidado por falta de práctica.
La sombra asintió.
– Es usted mejor policía que guitarrista -murmuró.
– Gracias, mi Coronel -repuso el Teniente Silva.
«Viene a matarnos», pensó el guardia. El Coronel Mindreau dio un paso hacia ellos y su cara invadió un espacio mejor iluminado por la luna. Lituma distinguió su ancha frente, esas dos entradas profundas en las sienes y el bigotito milimétrico. ¿Estaba tan pálido las otras veces que lo había visto en su despacho? Quizá era la luna la que lo empalidecía así. Su expresión no era de amenaza ni de odio, sino, más bien, de indiferencia. El tonito de su voz tenía la misma altanería de aquella entrevista, en la Base. ¿Qué iba a pasar? Lituma sentía un hueco en el estómago.
«Esto era lo que estábamos esperando», pensó.
– Sólo un buen policía podía aclarar tan rápido el asesinato de ese desertor -añadió el Coronel-. Apenas dos semanas, ¿no, Teniente?
– Diecinueve días, para ser exactos, mi Coronel.
Lituma no apartaba un instante los ojos de las manos del Coronel Mindreau, pero el resplandor de la luna no llegaba hasta ellas. ¿Tenía el revólver listo para disparar? ¿Amenazaría al Teniente, conminándolo a desdecirse de lo que escribió en el parte? ¿Le descargaría súbitamente dos, tres balazos? ¿Le dispararía a él también? Tal vez había venido sólo a arrestarlos. Tal vez una patrulla de la Policía Aeronáutica estaría rodeándolos mientras el Coronel los entretenía con este diálogo tramposo. Aguzó los oídos, miró alrededor. No se acercaba nadie ni se oía nada, fuera del chapaleo del mar. Frente a él, el viejo muelle subía y bajaba, con los tumbos. En sus fierros musgosos dormían las gaviotas y había en ellos, incrustados, innumerables conchas, estrellas de mar y cangrejos. La primera misión que le encargó su jefe, al llegar a Talara, fue espantar a los churres que se trepaban al muelle por esos fierros, para balancearse en él como en un subibaja.
– Diecinueve días -repitió, como un eco tardío, el Coronel.
Hablaba sin ironía, sin furia, con frialdad glacial, como si nada de eso tuviera importancia ni lo afectara a él en lo más mínimo, y, en lo hondo de su voz, había algo -una inflexión, una pausa, una manera de acentuar ciertas sílabas, que a Lituma le recordaba la voz de la muchacha. «Los inconquistables tienen razón», pensó. «Yo no nací para esto, yo no quiero pasar estos sustos.»
– De todos modos, no está mal -prosiguió el Coronel-. A veces, estos crímenes no se resuelven en años. O quedan en el misterio para siempre.
El Teniente Silva no respondió. Hubo un largo silencio, durante el cual ninguno de los tres hombres se movió. El muelle se mecía muchísimo: ¿habría algún churre allí, columpiándose? Lituma oía la respiración del Coronel, la de su jefe, la suya. «Nunca he tenido tanto miedo en la vida», pensó.
¿Espera usted que lo asciendan, en premio? -oyó decir al Coronel Mindreau. Se le ocurrió que debía tener frío, vestido con esa ligera camisa sin mangas del uniforme de diario de los aviadores. Era un hombre bajito, al que Lituma le llevaba por lo menos media cabeza. En su tiempo no habría requisito de altura mínima para ingresar a los Institutos Armados, pues.
– Estoy apto para el ascenso a capitán sólo a partir de julio del próximo año, no antes, mi Coronel -oyó decir a su jefe, despacio. Ahora. Alzaría la mano y reventaría el disparo: la cabeza del Teniente se abriría como una papaya. Pero en ese momento el Coronel levantó la mano derecha, para pasársela por la boca, y el guardia vio que no iba armado. ¿A qué había venido, a qué?-. Respondiendo a su pregunta, no, no creo que me asciendan por haber resuelto el caso. Hablando francamente, creo que esto más bien me traerá muchas neuralgias, mi Coronel.
– ¿Tan seguro está de haberlo resuelto definitivamente?
La sombra no se movía y a Lituma se le ocurrió que el aviador hablaba sin abrir los labios, con el estómago, como los ventrílocuos.
– Bueno, lo único definitivo es la muerte -murmuró el Teniente. No notaba en las palabras de su jefe la menor aprensión. Como si a él tampoco le concerniera personalmente esta charla, como si ella versara sobre otras gentes. «Le sigue la cuerda», pensó. El Teniente se aclaró la garganta con una tosecita, antes de proseguir-: Pero, aunque algunos detalles estén todavía oscuros, creo que las tres preguntas claves están resueltas. Quiénes lo mataron. Cómo lo mataron. Por qué lo mataron.
Un perro ladró y sus ladridos, desafortunados y frenéticos, se fueron convirtiendo en un aullido lúgubre. El Coronel había retrocedido o la luna avanzado: su cara estaba de nuevo a oscuras. El muelle subía y bajaba. El cono luminoso del faro barría el agua, dorándola.
– He leído su parte a la superioridad -lo oyó decir Lituma-. La Guardia Civil informó a mis jefes. Y ellos tuvieron la amabilidad de sacarle una fotocopia y enviármelo, para que me enterara de su contenido.
No se había alterado, no hablaba más rápido ni con más emoción que antes. Lituma vio que una brisa súbita agitaba los ralos cabellos de la silueta en sombra; el Coronel se los alisó, de inmediato. El guardia seguía tenso y asustado, pero, ahora, nuevamente tenía en la cabeza las dos imágenes intrusas: el flaquito y Alicia Mindreau. La muchacha, paralizada por la sorpresa, veía cómo lo subían a empujones a una camioneta azul. El motor arrancaba, ruidoso. En el trayecto hacia el pedregal, los avioneros, para halagar a su jefe, apagaban sus puchos en los brazos, el cuello y la cara de Palomino Molero. Al oírlo aullar, lanzaban risotadas, codeándose. «Que sufra, que sufra», tremaba el Teniente Dufó. Y, de repente, besando sus dedos: «Te arrepentirás de haber nacido, te lo juro.» Vio que el Teniente Silva se incorporaba del canto del bote en el que estaba sentado y, con las manos en los bolsillos, se ponía a contemplar el mar.
– ¿Significa eso que van a enterrar el asunto, mi Coronel? -preguntó, sin volverse.
– No lo sé -repuso el Coronel Mindreau, secamente, como si la pregunta fuera demasiado banal o estúpida y le hiciera perder un tiempo precioso. Pero, casi de inmediato, dudó-: No lo creo, no a estas alturas. Es muy difícil, sería… No lo sé. Depende de muy arriba, no de mí.
«Depende de los peces gordos», pensó Lituma. ¿Por qué hablaba el Coronel como si nada de esto le importara? ¿A qué había venido, entonces?
– Necesito saber una cosa, Teniente. -Hizo una pausa, a Lituma le pareció que le echaba una mirada veloz, como si sólo ahora lo descubriera y decidiera que podía seguir hablando delante de ese don nadie-. ¿Vino mi hija a decirle que yo abusé de ella? ¿Le dijo eso?
Lituma vio que su jefe, sin sacar las manos de los bolsillos, se volvía hacia el Coronel.
– Nos lo dio a entender… -susurró, atracándose-. No lo dijo explícitamente, no con esas palabras. Pero nos dio a entender que usted… que ella era para usted no una hija sino una mujer, mi Coronel.
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