– Tenga, tómese también este cafecito -dijo el Teniente. Le alcanzó la taza de latón en la que había echado una cucharada de café en polvo-. ¿Cuánta azúcar le pone? ¿Una, dos?
– ¿Qué le pasará a mi papá? -preguntó con brusquedad la muchacha. No había sobresalto en su voz sino como un relente de ira-. ¿Lo meterán en la cárcel? ¿Lo fusilarán por eso?
No había cogido la taza de latón y Lituma vio que su jefe se la llevaba a la boca y tomaba un largo trago. El Teniente se sentó, de costado, en una esquina de su escritorio. Afuera, el borracho, ahora, en lugar de cantar, desvariaba sobre el mismo tema: las rayas del mar de Paita. Decía que lo habían picado y que tenía una llaga en el pie. Buscaba una mujer compasiva que le chupara el veneno.
A su papá no le va a pasar nada -afirmó, negando con la cabeza, el Teniente Silva-. ¿Por qué le pasaría algo a él? Lo más seguro es que no le hagan nada. Ni piense en eso, señorita Alicia. ¿De veras no quiere una tacita de café? Me he tomado ésta, pero le preparo otra en un segundo.
«Se las sabe todas», pensó Lituma. «Es capaz de hacer hablar a un mudo.» Había ido retrocediendo discretamente hasta apoyarse en la pared. Veía, sesgado, el fino perfil de la muchacha, su naricilla solemne, calificadora, y entendió de repente a Palomino: no sería una belleza pero había algo fascinante, misterioso, algo que podía enloquecer a un hombre en esa carita fría. Sentía cosas contradictorias. Quería que el Teniente se saliera con la suya e hiciera decir a Alicia Mindreau todo lo que supiera; a la vez, no entendía por qué, le daba pena que esa chiquilla fuera a revelarles sus secretos. Era como si Alicia Mindreau estuviera cayendo en una trampa. Tenía ganas de salvarla. ¿Sería, de veras, chifladita?
– Al que tal vez le hagan pasar un mal rato es al celosito -insinuó el Teniente, como si estuviera muerto de pena-. A Ricardo Dufó, quiero decir. A Richard. ¿Le dirán Richard, no? Claro que los celos son un factor que, cualquier juez que conozca el corazón humano, consideraría un atenuante. En lo que a mí respecta, yo creo que los celos son siempre circunstancias atenuantes. Si un hombre quiere mucho a una hembrita, es celoso. Yo lo sé, señorita, porque sé lo que es el amor, y yo también soy muy celoso. Los celos perturban el juicio, no dejan razonar. Igualito que los tragos. Si su enamorado puede probar que le hizo lo que le hizo a Palomino Molero porque estaba obnubilado por los celos -ésa es la palabrita importante, clave, ob-nu-bi-la-do, recuérdela- puede que lo consideren irresponsable en el momento del crimen. Con un poco de suerte y una buena defensa, puede. O sea que tampoco por el celosito debe usted preocuparse mucho, señorita Mindreau.
Se llevó la taza de latón a la boca y sorbió ruidosamente el café. En la frente le había quedado el surco del quepis y Lituma no le podía ver los ojos, ocultos tras los cristales oscuros: sólo el bigotito, la boca y el mentón. Una vez le había preguntado: «¿Por qué no se quita los anteojos en la oscuridad, mi Teniente?» Y él le respondió, burlándose: «Para despistar, pues.»
– Yo no me preocupo -murmuró la muchacha-. Yo lo odio. Yo quisiera que le pasaran las peores cosas. Se lo digo en su cara todo el tiempo. Una vez, se fue y volvió con su revólver. Me dijo: «Se aprieta así, aquí. Tenlo. Si de veras me odias tanto; merezco que me mates. Hazlo, mátame.»
Hubo un largo silencio, entrecortado por el chisporroteo del sartén de la casa vecina y el monólogo confuso del borracho, que se alejaba ahora: nadie lo quería, entonces iría a ver a una bruja de Ayabaca, ella le curaría el pie herido, ay, ay, ay.
– Pero yo estoy seguro que usted es una persona de buen corazón, que usted no mataría nunca a nadie -afirmó el Teniente Silva.
– No se haga el estúpido más de lo que es -lo fulminó Alicia Mindreau. Su mentón vibraba y tenía las aletas de la nariz muy abiertas-. No se haga el imbécil tratándome como si fuera otra imbécil igual que usted. Por favor. Yo ya soy una persona grande.
– Perdóneme -tosió el Teniente Silva-. Es que no sabía qué decir. Lo que le he oído me muñequeó. Se lo digo con sinceridad.
– O sea que no sabe si estuvo enamorada de Palomino Molero -se oyó murmurar Lituma entre dientes-. ¿No lo llegó a querer, pues, ni un poquito?
– Lo llegué a querer más que un poquito -replicó la muchacha con presteza, sin volverse a mirar en la dirección del guardia. Tenía la cabeza fija y su furia parecía haberse evaporado tan rápido como nació. Miraba el vacío-: A Palito lo llegué a querer mucho. Si hubiéramos encontrado al Padre, en Amotape, me hubiera casado con él. Pero eso de enamorarse es asqueroso y lo nuestro no lo era. Era una cosa buena, bonita, más bien. ¿También usted se hace el idiota?
– Vaya preguntas que haces, Lituma -oyó murmurar a su jefe. Pero comprendió que no lo estaba reprendiendo; que, en realidad, no le hablaba a él. El comentario era parte de su táctica para seguir jalando la lengua de la muchacha-. ¿Tú crees que si la señorita no lo hubiera querido, se hubiera escapado con él? ¿O te crees que se la llevó a la fuerza?
Alicia Mindreau no dijo nada. En torno a las lámparas de parafina revoloteaban cada vez más insectos, zumbando. Ahora se oía, muy próxima, la resaca. Seguía subiendo la marea. Los pescadores estarían preparando las redes; Don Matías Querecotillo y sus dos ayudantes harían rodar El León de Talara hacia el mar, o remarían ya, más allá de los muelles. Deseó estar allá, con ellos, y no oyendo estas cosas. Y, sin embargo, se oyó susurrarle
– ¿Y su enamorado, entonces, señorita? -Mientras hablaba, le parecía hacer equilibrio en una cuerda floja.
– Su enamorado oficial, querrás decir -lo corrigió el Teniente. Dulcificó la voz al dirigirse a ella-: Porque, ya que usted lo llegó a querer a Palomino Molero, me imagino que el Teniente Dufó sería sólo eso. Un enamorado oficial, para cubrir las apariencias delante de su papá. ¿Nada más que eso, un biombo, no?
– Sí -asintió la muchacha, moviendo la cabeza.
– Para que su papá no se diera cuenta de sus amores con Palomino Molero -prosiguió escarbando el Teniente-. Ya que, por supuesto, al Coronel no le haría ninguna gracia que su hija tuviera amores con un avionero.
A Lituma, el zumbido de los insectos que chocaban contra las lámparas lo crispaba igual que, antes, el chirrido de la bicicleta.
– ¿Él se enroló sólo para estar cerca de usted? -se oyó decir. Se dio cuenta que esta vez no había disimulado: su voz estaba impregnada de la inmensa pena que le inspiraba el flaquito. ¿Qué había visto en esta muchacha medio loca? ¿Sólo que era de familia encumbrada, que era blanquita? ¿O lo hechizó su humor cambiante, esos increíbles raptos que la hacían pasar en segundos de la furia a la indiferencia?
– El pobre celosito no entendería nada -reflexionó en voz alta el Teniente. Estaba prendiendo un cigarro-. Cuando empezó a entender; se lo comieron los celos. Se ob-nu-bi-ló, sí señor. Hizo lo que hizo y, medio loco de susto, de arrepentimiento, fue donde usted. Llorando: «Soy un asesino, Alicita. Torturé y maté al avionero con el que te escapaste.» Usted se lo increpó, le hizo saber que. nunca lo había querido, que lo odiaba. Y, entonces, él trajo su revólver y le dijo: «Mátame.» Pero usted no lo hizo. Tras los cuernos vinieron los palos, para Richard Dufó. Encima, el Coronel le prohibió que volviera a verla. Porque, claro, un yerno asesino era tan impresentable como un cholito de Castilla y, de remate, avionero. ¡Pobre celosito! Bueno, tengo la historia completa. ¿Me equivoqué en algo, señorita?
– Jajá -se rió ella-. Se equivocó en todo.
– Ya lo sé, me equivoqué a propósito -asintió el Teniente, humeando-. Corríjame, pues.
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