Mario Llosa - ¿Quien Mató A Palomino Molero?

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¿Quien Mató A Palomino Molero?: краткое содержание, описание и аннотация

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Bajo el ardiente sol piurano, cuelga de un árbol el cadáver cruelmente torturado de un joven avionero. El teniente Silva y el guardia Lituma emprenden la búsqueda del asesino. Con gran destreza, Mario Vargas Llosa crea una intensa novela policial cuyo atractivo no se agota en la solución del crimen. Aunque las pistas pronto apuntan en una dirección precisa, el interés en la obra, en vez de disminuir, se acrecienta. Y es que una particular tensión recorre la historia, creando una atmósfera irreal que deslumbra y atrapa al alector. Como en un espejismo, los personajes irán emergiendo con vida propia de la mano del narrador.
¿Quién mató a Palomino Molero? es un fiel reflejo de la sociedad peruana de los años cincuenta. La novela nos interna en los vericuetos del ser peruano a medida que la investigación va sacando a la luz la urdimbre de prejuicios, desigualdades, abusos e incomprensiones que conforman el tejido social de un país que, medio siglo después, sigue siendo esencialmente el mismo. Más allá de la alta calidad literaria desplegada por su autor, ¿Quién mató a Palomino Molero? nos ofrece una metáfora de lo ardua que puede resultar la búsqueda de la verdad y la justicia en el Perú.
Mario Vargas Llosa es reconocido universalmente como uno de los mayores novelistas contemporáneos. Su pluma ha incursinoado en diversos temas y géneros narrativos, renovándolos y confiriéndoles un nuevo impulso. ¿Quién mató a Palomino Molero? reafirma la maestría de este apasionado narrador de ficciones.

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¿Se había reído ella? Sí, con una risita breve, ferozmente burlona. Ahora estaba seria de nuevo, sentada muy tiesa a la orilla del asiento,, con las rodillas juntas. Sus bracitos eran tan delgados que Lituma hubiera podido circuirlos con dos dedos de una mano. Así, medio en la sombra, con ese cuerpito espigado, filiforme, se la podía tomar por un muchacho. Y, sin embargo, era una mujercita. Ya había conocido hombre. Trató de verla desnuda, temblando en bazos de Palomino Molero, tumbada en un camastro de Amotape, o acaso sobre una estera, en la arena. Enroscaba sus bracitos alrededor del cuello de Palomino, abría la boca, las piernas, gemía. No, imposible. No la veía. En la interminable pausa, el zumbido de los insectos se hizo ensordecedor.

– El que me trajo el revólver y dijo que lo matara fue mi papá -añadió la chica de corrido-. ¿Qué le van a hacer?

– Nada -balbuceó precipitado el Teniente Silva, como si se hubiera atorado-. Nadie le va a hacer nada a su papá.

Ella tuvo otro arrebato de ira:

– Quiere decir que no hay justicia -exclamó-. Porque a él debieran meterlo a la cárcel, matarlo, pero nadie se atreve. Claro, quién se va a atrever.

Lituma se había puesto rígido. Sentía a su jefe también tenso, anhelante, como si estuvieran oyendo el ronquido de, las entrañas de la tierra que anuncia el temblor.

– Quiero tomar algo caliente, aunque sea ese café -dijo la muchacha, cambiando una vez más de tono. Ahora hablaba sin dramatismo, como chismeando con amigas-.Me ha dado frío ó no sé qué.

– Es que hace frío -se atolondró el Teniente Silva. Dos veces repitió, asintiendo, con movimientos de cabeza innecesariamente enérgicos-: Hace frío, hace.

Demoró buen rato en ponerse de pie y cuando lo hizo y se dirigió al Primus, Lituma advirtió su torpeza y lentitud. Se movía como borracho. Ahora se había muñequeado, no antes. También él estaba atolondrado con lo que acababa de oír. Forzándose, pensaba siempre en lo mismo. ¿O sea que, después de todo, pese a que decía que el amor era asqueroso, se había enamorado de Palomino Molero? ¿Qué adefesio era ese de considerar que enamorarse era asqueroso y querer no? A él también le había dado frío. Qué bueno hubiera sido tomarse un cafecito caliente, como el que su jefe le estaba preparando a la muchacha. Lituma veía, en el cono de luz verdosa de la lámpara, la lentitud con que las manos del Teniente vertían el agua, echaban las cucharaditas de café en polvo, el azúcar. Como si no estuviera seguro de que los dedos le fueran a responder. Vino hacia la muchacha con la taza cogida entre las dos manos, sin hacer ruido, y se la alcanzó. Alicia Mindreau se la llevó a la boca en el acto y bebió un trago, alzando la cabeza. Lituma vio sus ojos, en el frágil, vacilante resplandor. Secos, negros, duros y adultos, en esa delicada cara dé niña.

– O sea que… -murmuró el Teniente, tan despacio que Lituma apenas podía oírlo. Había vuelto a sentarse en la esquina de su mesa y tenía una pierna apoyada en el suelo y otra balanceándose. Hizo una larga pausa y añadió, con timidez-: O sea que ese al que odia, ese al que le desea las peores cosas, no es el Teniente Dufó sino…

No se atrevió a terminar. Lituma vio que la muchacha asentía, sin la menor vacilación.

– Se arrodilla como un perro y me besa los pies -la oyó exclamar, con la voz alterada por uno de esos intempestivos ramalazos de furia-. El amor no tiene fronteras, dice. El mundo no entendería. La sangre llama a la sangre, dice. El amor es el amor, un huayco que arrastra todo. Cuando dice eso, cuando hace esas cosas, cuando llora y me pide perdón, lo odio. Quisiera que le pasaran las peores cosas.

La calló una radio, a todo volumen. La voz del locutor era atropellada, hiriente, con interferencias, y Lituma no entendió palabra de lo que decía. La reemplazó el baile de moda, «el bote», que estaba derrotando a la huaracha en las preferencias de los talareños:

«Mira esos pollos que están en la esquinaaaa…

Que ni siquiera me quieren miraaaar…»

El guardia sintió un acceso de rabia contra el remoto cantante, contra quien había encendido el aparato de radio, contra «el bote» y hasta contra sí mismo. «Por eso dice que es asqueroso», pensó. «Por eso separa enamorarse de querer» Hubo una larga pausa, ocupada por la música. Otra vez Alicia Mindreau aparecía tranquila, olvidada de su furia de hacía un instante. Su cabecita seguía levemente el compás del «bote» y miraba al Teniente como esperando algo.

– Ahora acabo de saber una cosa -oyó decir a su jefe, muy despacio.

La muchacha se puso de pie:

– Ya me voy. Se me ha hecho tarde.

– Ahora acabo de saber que fue usted quien nos dejó el anónimo, aquí en la puerta -añadió el Teniente-. Aconsejándonos que fuéramos a Amotape a preguntarle a la señora Lupe qué le había pasado a Palomino Molero

– Me debe estar buscando por todas partes -dijo la muchacha, como si no hubiera oído al Teniente. En su vocecita, metamorfoseada de nuevo, Lituma descubrió ese acento travieso y burlón que era lo más simpático, o lo menos antipático, que había en ella; cuando hablaba así parecía en verdad lo que era, una chiquilla, y no, como un momento antes, una mujer adulta y terrible con cara y cuerpo de niña-. Habrá mandado al chofer, a los avioneros, a las casas de la Base, a las casas de los gringos, al Club, al cine. Se asusta cada vez que me demoro. Cree que me voy a escapar de nuevo, jajá…

– O sea que había sido usted -añadía todavía el Teniente Silva-. Bueno, aunque un poco tarde, muchas gracias, señorita Mindreau. Si no hubiera sido por esa ayudita, todavía andaríamos en babia.

– El único sitio donde no se le ocurriría que estoy es la Comisaría -prosiguió la muchacha-. Jajá.

¿Se había reído? Sí, se había. Pero esta vez sin sarcasmo, sin ofensa. Una risita rápida, pícara, de churre palomilla. Era chifladita, por supuesto, qué iba a ser si no. Pero la duda atormentaba a Lituma y a cada segundo se daba respuestas contrarias. Sí, era; no, qué iba a ser, se hacía.

– Claro, claro -susurraba el Teniente. Tosió, aclarándose la garganta, arrojó la colilla al suelo y la pisó-. Aquí estamos para proteger a la gente. Y a usted más que nadie, por supuesto, siempre que nos lo pida.

– No necesito que nadie me proteja -replicó, secamente, la muchacha-. A mí me protege mi papá y él basta y sobra.

Estiró con tanta fuerza hacia el Teniente la taza de latón en que había tomado café que unas gotitas sobrantes salpicaron la camisa del oficial. Éste se apuró a coger la taza.

– ¿Quiere que la acompañemos hasta la Base? -preguntó.

– No, no quiero -dijo ella.

Lituma la vio salir rápidamente a la calle. Su silueta se retrató en la difusa claridad exterior, mientras se montaba en la bicicleta: La vio partir, pedaleando, oyó un timbrazo, la vio desaparecer haciendo eses en el fondo de la callecita desigual, sin pavimento.

El oficial y el guardia permanecieron en el mismo sitio, callados. Ahora, la música había cesado y otra vez se oía, como una ametralladora trepidante, la espantosa voz del locutor.

– Si no hubieran prendido esa radio concha de su madre, la chiquilla seguiría hablando -gruñó Lituma-. Sabe Dios qué cosas más nos hubiera dicho.

– Si no nos apuramos, mi gordita nos va a dejar sin comer -lo interrumpió el Teniente, incorporándose. Lo vio calarse el quepis-. Vamos de una vez, Lituma, a llenar la panza. Estas cosas a mí me abren el apetito. ¿A ti, no?

Había dicho una cojudez, porque la fonda se quedaba abierta hasta la medianoche y debían ser apenas las ocho. Pero Lituma comprendió que su jefe había dicho eso para decir algo, que había hecho una broma para no estar callado, porque debía sentirse tan raro y revuelto como él. Recogió la botella de Pasteurina que Alicia Mindreau había dejado en el suelo y la echó al costal de botellas vacías que el Borrao Salinas, botellero y ropavejero, venía a comprar cada fin de semana. Salieron, cerrando la puerta del Puesto. El Teniente masculló que dónde se había mandado mudar el guardia de servicio, que ahora, en castigo, acuartelaría a Ramiro Matelo sábado y domingo.

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