Cuando estalló el ruido, Lituma dio un brinco; al mismo tiempo, fue como si lo hubiera estado esperando. Había quebrado el silencio, breve y brutal, con un eco apagado. Ahora todo estaba otra vez quieto y mudo. Se quedó inmóvil, se volvió a mirar a su jefe. Éste, después de haberse detenido un momento, echó de nuevo a andar.
– Pero, mi Teniente -trotó Lituma, hasta alcanzarlo-. ¿No ha oído?
El oficial siguió andando, con la vista al frente. Apuró el paso.
– ¿Oído qué cosa, Lituma?
– El tiro, mi Teniente -trotaba, se atolondraba Lituma, a su lado-. Allá en la playa. ¿No lo ha oído, acaso?
– He oído un ruido que podría ser mil cosas, Lituma -dijo su jefe, con tono de reprimenda-. El pedo de un borracho. El eructo de una ballena. Mil cosas. No tengo ninguna prueba de que ese ruido haya sido un tiro.
A Lituma el corazón le golpeaba en el pecho muy fuerte. Su cuerpo se había puesto a sudar y sentía húmeda la camisa y la cara. Caminaba al lado del Teniente, aturdido, tropezándose, sin entender nada.
– ¿No vamos a ir a verlo, entonces? -preguntó, sintiendo una especie de vértigo, unos metros después.
– A ver qué cosa, Lituma?
– Si el Coronel Mindreau se ha matado, mi Teniente -balbuceó-. ¿No era eso, pues, el tiro que hemos oído?
– Ya lo sabremos, Lituma -dijo el Teniente Silva, compadeciéndose de su ignorancia-. Si lo era o no lo era, se sabrá: Qué apuro tienes. Espérate a que venga alguien, algún pescador, algún vago, quien lo encuentre, a darnos la noticia. Si es cierto que ese señor se ha matado, como se te ha ocurrido. O, más bien, espérate a que lleguemos al Puesto. Puede que ahí se aclare el misterio que te atormenta. ¿No oíste al Coronel que nos había dejado una nota?
Lituma no dijo nada y siguió caminando junto a su jefe. De una de las desiertas callecitas transversales salió un estertor mecánico, como si alguien sintonizara una radio. En la terraza del Hotel Royal, el guardián dormía a pierna suelta, envuelto en una frazada y con la cabeza sobre la barandilla.
– ¿O sea que usted cree que esa nota es su testamento, mi Teniente? -musitó por fin, ya en la recta del Puesto-. ¿Que nos fue a buscar a sabiendas de que, después de hablar con nosotros, se iba a matar?
– Puta que eres lento, hijo mío -suspiró su jefe. Y le dio un palmazo en el brazo, levantándole el ánimo-. Menos mal que, aunque te cuesta, al final como que empiezas a entender las cosas. ¿No, Lituma?
No hablaron más hasta llegar a la casita ruinosa y despintada que era la Comisaría. El Teniente mandaba oficio tras oficio a la Dirección General de la Guardia Civil, explicando que si no hacían algo pronto se les caería el techo encima y que los calabozos eran una coladera de donde los presos no se escapaban por conmiseración o cortesía, pues las tablas de las paredes estaban apolilladas y roídas por los ratones. Le contestaban que en el próximo presupuesto se incluiría una partida, tal vez. Una nube había ocultado la luna y el Teniente tuvo que encender un fósforo para dar con la cerradura.
Forcejeó un buen rato, como siempre, antes de que la llave girase. Encendiendo otro fósforo, buscó en el suelo de tablas, primero en el umbral, -luego más adentro, hasta que la llamita le chamuscó la punta de los dedos y tuvo que soplarla, maldiciendo. Lituma corrió a prender la lámpara de parafina; lo hizo con tanta torpeza que le pareció que le tomaba un siglo. La llamita brotó al fin: una lengua roja, de corazón azulado, que zigzagueó unos segundos antes de afirmarse. El sobre estaba semihundido en uno de los intersticios de las tablas y Lituma vio a su jefe, acuclillado, cogerlo y levantarlo con mucha delicadeza, como si se tratara de un objeto frágil y precioso. Intuyó todos los movimientos que haría y que, en efecto, hizo el Teniente: echarse el quepis atrás, quitarse los anteojos y sentarse en una esquina del escritorio, con las piernas bien abiertas, mientras, siempre muy cuidadosamente, desgarraba el sobre y con dos dedos extraía de él un papelito blanco, casi transparente. Lituma divisó unas líneas de letra pareja, que cubrían toda la página. Acercó la lámpara de modo que su jefe pudiera leer sin dificultad. Vio, lleno de ansiedad, que los ojos del Teniente se movían, despacio, de izquierda a derecha, de izquierda a derecha, y que su cara poco a poco se contraía en una expresión de disgusto o perplejidad o de ambas cosas.
– ¿Y, mi Teniente? -preguntó, cuando creyó que el oficial había terminado de leer.
– Carajo -oyó decir a su jefe, a la vez que lo veía bajar la mano: el papelito blanco quedó colgando, a la altura de su rodilla.
– ¿Se ha matado? -insistió Lituma. Y, estirando el brazo-: ¿Me la deja ver, mi Teniente?
– El puta se las traía -murmuró su jefe, entregándole el papel. Lituma se precipitó a cogerlo, a leerlo, y, mientras leía, creyendo y no creyendo, entendiendo y no entendiendo, oyó que el Teniente añadía No sólo se mató, Lituma. El puta mató también a la muchacha.
Lituma alzó la cabeza y miró a su jefe, sin saber qué decir ni hacer. Tenía la lámpara en la mano izquierda y esas sombras que se alargaban y movían significaban sin duda que estaba temblando. Una mueca deformó la cara del Teniente y Lituma lo vio pestañear y juntar los párpados como si lo cegara una luz hiriente.
– Qué vamos a hacer ahora -balbuceó, sintiéndose culpable de algo-. ¿Ir a la Base, a casa del Coronel, a ver si es cierto que mató a la muchacha?
– ¿Tú crees que puede no ser cierto, Lituma? -lo amonestó el Teniente.
– No sé -repuso el guardia-. Más bien dicho, sí, creo que es cierto que la mató. Por eso estaba tan raro, en la playa. Y también creo que es cierto que él se ha matado, que eso fue el tiro que oímos. Puta madre, puta madre.
– Tienes razón -dijo el Teniente Silva, unos segundos después-: Puta madre.
Estuvieron un momento callados, inmóviles, entre esas sombras que bailoteaban en las paredes, en el suelo, sobre los muebles y enseres destartalados del Puesto.
– ¿Qué vamos a hacer ahora, mi Teniente? -repitió, por fin, Lituma.
– Yo no sé qué vas a hacer tú -contestó el oficial, poniéndose de pie, con brusquedad, como acordándose de algo urgentísimo. Parecía poseído de una energía violenta-. Pero, te aconsejo que por el momento no hagas nada, salvo echarte a dormir. Hasta que alguien venga a despertarte con la noticia de esas muertes.
Lo vio, decidido, dirigirse a trancos hacia las sombras de la calle, haciendo los gestos característicos: acomodarse la cartuchera que llevaba a la cintura, pendiente del cinturón, y calarse los anteojos negros.
– ¿Adónde está usted yendo, mi Teniente? -balbuceó, espantado, adivinando lo que iba a oír.
– A tirarme de una vez a esa gorda de mierda -lo oyó decir, ya invisible.
Doña Adriana se rió de nuevo y a Lituma le pareció que, en tanto que todo Talara chismeaba, lloriqueaba o especulaba sobre los grandes acontecimientos, la dueña de la fondita no hacía más que reírse. Estaba igual hacía tres días. Así los había recibido y despedido a la hora del desayuno, el almuerzo y la comida, trasantesdeayer, antes de ayer, ayer y hoy mismo: a carcajada limpia. El Teniente Silva, en cambio, andaba enfurruñado e incómodo, ni más ni menos que si se hubiera comido el pavo más grande de la vida. Por decimaquinta vez en tres días, Lituma pensó: «¿Qué chucha ha pasado entre este par?» Las campanas del Padre Domingo repicaron en el pueblo, llamando a misa. Sin dejar de reírse, Doña Adriana se persignó.
– ¿Y qué cree que le harán al tenientito ése, al Dufó ése? -carraspeó Don Jerónimo.
Era la hora del almuerzo y, además del taxista de Talara, el Teniente Silva y Lituma, también se hallaba en la fonda una pareja joven que había venido desde Zorritos para asistir a un bautizo.
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