Unos minutos después, cuando le trajo la taza de café con agua, Doña Adriana se sentó frente a Lituma, en la silla que había ocupado el Teniente.
– Ya no puedo más de la curiosidad -dijo el guardia, bajando la voz para que los otros parroquianos no lo oyeran-. ¿No me va a contar qué pasó la otra noche entre usted y el Teniente?
– Pregúntaselo a él -repuso la dueña de la fonda, la redonda cara refulgiendo de malicia.
– Se lo he preguntado más de diez veces, Doña Adriana -insistió Lituma, a media voz-. Pero se hace el tonto y no suelta prenda. Ande, no sea egoísta, cuénteme qué pasó.
– Ser tan curioso es de mujeres, Lituma -se burló Doña Adriana, sin que la sonrisita burlona que la adornaba hacía tres días se le fuera de la cara.
«Parece una churre que hubiera hecho una travesura», pensó Lituma. «Hasta se ha rejuvenecido y todo.»
– También se ha dicho que pudo ser algo de espionaje, más que de contrabando -oyó decir a Don Jerónimo, quien se había puesto de pie y conversaba con la pareja de Zorritos, apoyado en el respaldo de una silla-. Se lo he oído al dueño del Cine Talara. Y Don Teotonio Calle Frías es hombre serio, que no habla por hablar.
– Si él lo dice, por algo lo dirá -apuntó Panchito.
– Cuando el río suena, piedras trae -corroboró Marisa.
– En fin, Doña Adrianita, no se moleste por la pregunta, tengo que hacérsela porque me come -susurró Lituma, buscando las palabras-. ¿Se acostó con el Teniente? ¿Le dio gusto, al fin?
– Cómo te atreves a preguntarme eso, malcriado -susurró la dueña de la fonda, amenazándolo con el índice. Quería parecer enojada pero no lo estaba: la lucecita sardónica y satisfecha bullía siempre en sus ojitos pardos, y su boca seguía entreabierta en la sonrisa ambigua de quien se está acordando, entre feliz y arrepentido, de alguna maldad-. Y, por lo pronto, baja la voz, que Matías te puede oír.
– Que Palomino Molero descubrió que pasaban secretos militares al Ecuador y que por eso lo mataron -decía Don Jerónimo-. Que el jefe de la banda de espías era tal vez el mismísimo Coronel Mindreau.
– Carambolas, carambolas -comentaba el de Zorritos-. Una historia de película.
– Sí, sí, de película.
– Qué me va a oír si hasta aquí se oyen los ronquidos, Doña Adrianita -susurró Lituma-. Es que, no sé, vea usted, todo es tan raro desde esa noche. Yo me las paso tratando de adivinar qué pudo ocurrir aquí para que usted esté desde entonces tan descocada y el Teniente tan chupado.
La dueña de la fonda soltó una carcajada y se rió un buen rato con tanta fuerza que los ojitos se le llenaron de lágrimas. Su cuerpo se remecía, las grandes tetas bailaban, libres y ubérrimas, bajo el vestidillo floreado.
– Claro que anda chupado -dijo-. Yo creo que le bajé los humos para siempre, Lituma. Tu jefe nunca más volverá a dárselas de violador, jajajá.
– A mí no me extraña nada lo que cuenta Don Teotonio Calle Frías -decía el de Zorritos, lamiéndose el diente de oro-. Yo, desde un principio, me las olí: detrás de esta sangre tiene que andar la mano del Ecuador.
– Pero qué hizo para bajarle los humos, Doña Adriana. Cómo pudo dejarlo tan aplatanado. No sea soberbia. Cuente, cuénteme.
– Además, seguro que a esa chiquilla Mindreau, antes de matarla la violarían -suspiró la de Zorritos. Era una morenita crespa y achispada, embutida en un vestido azul eléctrico-. Eso es lo que hacen siempre. De los monos se puede esperar cualquier cosa. Y eso que yo tengo parientes en el Ecuador.
– Entró con su revólver en la mano tratando de meterme miedo -susurró la dueña de la fonda, aguantándose la incontenible risa y entrecerrando los ojos como para ver, de nuevo, la escena que la divertía tanto-. Yo estaba dormida y me dio un susto tremendo. Creí que era un ladrón. No, era tu jefe. Entró rompiendo la chapa de esa puerta. El muy sinvergüenza. Creyendo que iba a asustarme. El pobre, el pobre.
– Yo no he oído nada al respecto -masculló Don Jerónimo, alargando la cabeza por entre el periódico con el que ahuyentaba a las moscas-. Pero, por supuesto, no me extrañaría que, además de matarla, la violaran. Varios, sin duda.
– Comenzó a decirme una serie de huachaferías -susurró Doña Adriana.
– ¿Cuáles? -la cortó Lituma.
– Ya no puedo seguir viviendo con tantas ansias. Me estoy rebalsando de deseo de usted. Este metejón no me deja vivir, ya alcanzó el límite. Si yo no la poseo, terminaré pegándome un tiro un día de éstos. O pegándoselo a usted.
– Qué cómico -se retorció de risa Lituma-. ¿De veras le dijo que se estaba rebalsando o se lo achaca usted de puro mala?
– Creyó que iba a conmoverme o asustarme, o las dos cosas -dijo Doña Adriana, palmoteando al guardia-. Qué sorpresa se llevó, Lituma.
– Seguro, seguro -dijo el de Zorritos-. Varios, por supuesto. Siempre es así.
– ¿Y usted qué hizo, Doña Adrianita?
– Me quité el camisón y me quedé en cueros -susurró Doña Adriana, ruborizándose. Sí, tal cual: se había quitado el fustán. Estaba en cueros. Fue algo súbito, un movimiento simultáneo de ambos brazos: levantaron la prenda de un golpe violento y la tiraron a la cama. En la cara que emergió por debajo de los pelos revueltos, sobre esas carnes rollizas que blanqueaban la penumbra, no había miedo sino furia indecible.
– ¿Calata? -pestañeó, dos, tres veces, Lituma.
– Y empecé a decirle a tu jefe unas cosas que nunca se soñó -explicó Doña Adriana-. Mejor dicho, unas porquerías que nunca se soñó.
– ¿Unas porquerías? -siguió pestañeando Lituma, puro oídos.
– Ya, pues, aquí estoy, qué esperas para calatearte, cholito -dijo Doña Adriana, con la voz vibrando de desprecio e indignación.
Sacaba el pecho, el vientre, y tenía los brazos en jarras-. ¿O te da vergüenza mostrármela? ¿Tan chiquita la tienes, papacito? Anda, anda, apúrate, bájate el pantalón y muéstramela. Ven, viólame de una vez. Muéstrame lo macho que eres, papacito. Cáchame cinco veces seguidas, que es lo que hace mi marido cada noche. El es viejo y tú joven, así que batirás su record ¿no, papacito? Cáchame, pues, seis, siete veces. ¿Crees que podrás?
– Pero, pero… -balbuceó Lituma, atónito-. ¿Es usted la que está diciendo esas cosas, Doña Adrianita?
– Pero, pero… -balbuceó el Teniente-. Qué le pasa a usted, señora.
– Yo tampoco me reconocía, Lituma -susurró la dueña de la fonda-. Yo tampoco sabía de dónde me salían esas lisurotas. Pero le agradezco al Señor Cautivo de Ayabaca que me diera esa inspiración. Yo hice la romería una vez, a patita limpia, hasta Ayabaca, en sus fiestas de Octubre. Por eso me iluminaría en ese instante. El pobre se quedó tan alelado como te has quedado tú. Anda, pues, papacito, sácate los pantalones, quiero verte la pichulita, quiero saber de qué tamaño la tienes y empezar a contar los polvos que vas a tirarme. ¿Llegarás a ocho?
– Pero, pero… -tartamudeó Lituma, la cara ardiéndole, los ojos como platos.
– Usted no tiene derecho a burlarse así de mí -tartamudeó el Teniente, sin cerrar la boca.
– Porque todo eso se lo decía de una manerita más cachacienta de lo que oyes, Lituma -explicó la dueña de la fonda-. Con una burla y una rabia tan grandes que le gané la moral. Se quedó turulato, si lo hubieras visto.
– No me extraña, Doña Adriana, cualquiera en su caso -dijo Lituma-. Si yo mismo estoy turulato, oyéndola. ¿Y él qué hizo, entonces?
– Por supuesto que ni se quitó el pantalón ni nada -dijo Doña Adriana-. Y todas las ganas que traía se le hicieron humo.
– No he venido a que se burle de mí -clamó el Teniente, sin saber dónde meterse-. Señora Adriana.
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