«No, conchetumadre», pensó Lituma. «No da.» ¿Por qué enredar de ese modo la vida? ¿Por qué no podía haberse enamorado Alicia Mindreau de ese flaquito que tocaba lindo la guitarra y cantaba con voz tierna y romántica? ¿Por qué era imposible que brotara el amor entre la blanquita y el cholito? ¿Por qué el Coronel veía en ese amor una tortuosa conspiración contra él?
– A Palomino Molero también se lo expliqué -oyó decir al Coronel, de nuevo con ese tono impersonal, que lo distanciaba de ellos y de lo que iba diciendo-. Como a usted. Más en detalle que a usted. Con más claridad todavía. Sin amenazas, sin órdenes. No de Coronel a avionero. De hombre a hombre. Dándole una oportunidad de portarse como un caballero, de ser lo que no era.
Se calló, para pasarse por la boca una mano rápida como un matamoscas. Lituma, entrecerrando los ojos, los vio: el oficial severo y pulcro, con su bigotito recto y sus ojos fríos, y el flaquito, embutido en su uniforme de recluta, seguramente flamante y con los botones brillosos, y el pelo recién cortado casi al rape, en posición de firmes. Aquél, muy seguro, pequeño y dominador, moviéndose por su despacho mientras hablaba, con un fondo de hélices y motores; y el avionero, muy pálido, sin atreverse a mover un dedo, a pestañear, a abrir la boca, a respirar.
– Esa niña no es lo que parece. Esa niña, aunque hable, ría y haga lo que hacen las otras niñas, no es igual a ellas. Es frágil, un cristal, una flor, un pichoncito indefenso -se dio cuenta Lituma que estaba diciendo el Coronel-. Yo podría decirle a usted, sencillamente: «Un avionero está prohibido de poner los ojos en la hija del Coronel de la Base; un muchacho de Castilla no puede aspirar ni en sueños a Alicia Mindreau. Sépalo y sepa también que no debe acercarse, ni mirarla, ni soñar siquiera con ella, o pagará ese atrevimiento con su vida.» Pero, en vez de prohibírselo, se lo expliqué, de hombre a hombre. Creyendo que un guitarrista de Castilla podía ser, también, alguien racional, tener reflejos de persona decente. Me dijo que lo había entendido, que no sospechaba que Alicita fuera así, que nunca volvería a mirarla ni a hablarle. Y esa misma noche, el cholito hipócrita se la robó y abusó de ella. Creía ponerme entre la espada y la pared, el pobre. Ya está, la violé. Ahora, usted tendrá que resignarse a que nos casemos. No, muchacho, a mí, mi hija, esa niña enferma, puede hacerme todos los chantajes, todas las infamias, y yo no tengo más remedio que cargar con esa cruz que me ha impuesto Dios. Ella sí, a ella yo… Pero no tú, pobre infeliz.
Se calló, respiró hondo, jadeó, y, de pronto, en alguna parte maulló un gato. Se oyó una carrera de muchas patas. Luego, de nuevo, el silencio entreverado con la sincrónica resaca. El muelle había dejado de mecerse. Y una vez más oyó Lituma que su jefe hacía la pregunta que a él le comía la lengua:
– ¿Y por qué, entonces, Ricardo Dufó? ¿Por qué él sí podía ser el enamorado, el novio, de Alicia Mindreau?
– Porque Ricardo Dufó no es un pata pelada de Castilla, sino un oficial. Un hombre de buena familia. Pero, sobre todo, porque es un débil de carácter y un tonto -disparó el Coronel, como harto de que el mundo fuera tan ciego de no ver la luz del sol-. Porque con el pobre diablo de Ricardo Dufó yo podía seguirla cuidando y protegiendo. Como juré a su madre que lo haría cuando estaba muriendo. Y -Dios y Mercedes saben que he cumplido, a pesar de lo que me ha costado.
Se le fue la voz y tosió, varias veces, disimulando esa irreprimible debilidad. A lo lejos, varios gatos maullaban y chillaban, frenéticos: ¿estarían peleándose o cachando? Todo era confuso en el mundo, carajo.
– Pero no he venido a nada de eso y no voy a seguir hablando de mi familia con usted -cortó bruscamente el Coronel. Cambió de voz una vez más, suavizándola-: Tampoco quiero hacerle perder su tiempo, Teniente.
«Yo no existo para él», pensó Lituma. Era mejor: se sentía más seguro, sabiéndose olvidado, abolido, por el Coronel. Hubo una pausa interminable en la que el aviador parecía estar afanosamente luchando contra la mudez, tratando de pronunciar algunas palabras rebeldes y huidizas.
– No me lo hace usted perder -dijo el Teniente Silva.
– Le agradezco que no mencionara el asunto ése en el parte -articuló, por fin, con dificultad.
– ¿Lo de su hija, quiere decir? -oyó que murmuraba el Teniente-. ¿Que ella nos insinuó que usted había abusado de ella?
– Le agradezco que no lo mencionara en el parte -repitió el padre de Alicia Mindreau, con voz más segura. Se pasó la mano por la boca y añadió-: No por mí, sino por esa niña. Eso… hubiera sido el festín de los periodistas. Ya veo los titulares, toda la pus y la pestilencia del periodismo lloviendo sobre nosotros. -Tosió, jadeó e hizo un esfuerzo por parecer sereno antes de murmurar-: Una menor de edad debe ser protegida siempre contra el escándalo. A cualquier precio.
– Tengo que advertirle algo, mi Coronel -oyó Lituma decir al Teniente-. No mencioné el asunto porque era muy vago, y, también, poco pertinente respecto al asesinato de Palomino Molero. Pero, no se haga ilusiones. Cuando el asunto sea público, si se hace público, todo dependerá de lo que su hija diga. La acosarán, la perseguirán día y noche tratando de sacarle declaraciones. Y mientras más sucias y escandalosas, más las explotarán. Usted lo sabe. Si es como usted dice, si ella padece alucinaciones, ¿«delusions» dijo que se llamaban?, sería mejor una clínica; o, tal vez, el extranjero. Perdóneme, me estoy entrometiendo en algo que no me incumbe.
Se calló porque la sombra del Coronel había hecho un movimiento de impaciencia.
– Como no sabía si lo encontraría, le dejé una nota en el Puesto, por debajo de la puerta -dijo, poniendo punto final a la conversación.
– Bien, mi Coronel -dijo el Teniente Silva.
– Buenas noches -se despidió el Coronel, cortante.
Pero no se marchó. Lituma lo vio volverse y dar unos pasos hacia la orilla de la playa, plantarse allí, cara al mar, y permanecer inmóvil ante la vasta superficie que la luz de la luna plateaba a trechos. El cono dorado del faro se iba y volvía, delatando al pasar frente a ellos, un segundo, la silueta menuda e imperiosa, vestida de caqui, que les daba la espalda, aguardando que se fueran. Miró al Teniente y éste lo miró, indeciso. Por fin, le hizo seña de que partieran. Sin decir una palabra, echaron a andar. La arena silenciaba sus pisadas y Lituma sentía que se le hundían los botines. Pasaron junto a la quieta espalda del Coronel -otra vez el viento movía sus escasos cabellos- y enrumbaron, por entre los botes varados, hacia las densas manchas que eran las viviendas de Talara. Cuando estuvieron ya en el pueblo, Lituma se volvió a mirar la playita. La silueta del Coronel parecía seguir en el mismo sitio, en el límite mismo del mar. Una sombra un poquito más clara que las sombras circundantes. Más allá, titilaban unos puntitos amarillos, desperdigados en el horizonte. ¿Cuál de esas lamparillas de pescadores sería la lancha del marido de Doña Adriana? Aunque aquí la noche estaba tibia, Don Matías decía que mar adentro hacía siempre frío, que ésa era la razón; no el aburrimiento ni el vicio, por la que los pescadores se llevaban siempre una botellita de pisco o de cañazo para aguantar la noche en altamar.
Talara estaba desierta y apacible. No se veía luz en ninguna de las casitas de madera que dejaban atrás. Lituma tenía tantas cosas que preguntar y comentar, pero no se atrevía a abrir la boca, paralizado por una sensación ambigua, de confusión y de tristeza. ¿Sería cierto lo que les había contado o una invención? Cierto, tal vez. Por eso la muchacha le había parecido chifladita, no se había equivocado. A ratos, miraba de reojo al Teniente Silva: llevaba la guitarra al hombro, como si fuera un fusil o una azada, y parecía pensativo, ausente. ¿Cómo podía ver en la penumbra, con esos anteojos oscuros?
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