José Saramago - Manual de pintura y caligrafía
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Si quiero hablar de S., visto que el objetivo de esta investigación es encontrar lo que se perdió entre el primero y el segundo retrato, o lo que ya estaba perdido desde siempre (lo que en mí ha estado desde siempre perdido) tengo que interrogarme sobre el significado de esta forma de complacencia que es hablar de Adelina cuando no se trata de Adelina. Tal vez, sin embargo, no deba ser conveniente hacer el inventario de las fuerzas y de las debilidades de alguien, para luchar contra ése o como simple registro estadístico, sin hacer balance previo de las nuestras propias, y en esa ponderación será imposible ignorar aquellas que, a fin de cuentas, pesan en nosotros como bolas de plomo arrastradas en el rodar de un cilindro, en realidad movido por otra fuerza, pero en cuyo movimiento las mismas bolas actúan sin que el cilindro lo note y sin que la fuerza efectiva lo sospeche. La pobre Adelina, como me divierto llamándola para mí mismo, es mucho menos «pobre» de lo que digo: se acuesta conmigo, consiente y exige que yo entre en ella (esa virtuosa trans-posición resulta de una obscenidad total, pues, literalmente, entrar en ella significa que me he reducido todo yo a una dimensión milimétrica, que me permitiría digresar [preferiría que se pudiera decir digredir] en su interior, o, por el contrario, que ese mismo interior ha alcanzado un tamaño de catedral, basílica de San Pedro, iglesia de Notre-Dame, gruta dorada y verde de Aracena, por donde paseo [penetro] en mi natural tamaño, resbalando en los humores, en las secreciones, reposando en las mucosas túrgidas, y avanzando siempre hasta el secreto del universo, al laboratorio de los ovarios, al estentor de las trompas [mudas] de Falopio, respirando los aromas primordiales de la tierra allí resguardos y en todos los sexos de mujer, ahora ya sin obscenidad, porque el sexo no es obsceno, esto es algo que sé hoy), y por causa de ese entrar en ella, y ella estar, sin verdaderamente quererlo mi voluntad, en la vida general en la que yo tengo parte y ella parte, y ambos en un realce común, en una cornisa estrechísima de Chartres, no puedo decir «pobre Adelina» ni olvidarla. En el interior de ella derramo cada vez millones de espermatozoides de antemano condenados a muerte, envueltos en un fluido pastoso que sale de mí a sacudidas, y hasta sin amarla yo a ella ni ella a mí, ninguno de los dos escapa al brevísimo momento en que los cuerpos lasos y satisfechos reposan, el mío casi siempre sobre el de ella, el de ella a veces sobre el mío, y también sobre el otro o uno de nosotros que soporta el peso del otro. Al fin del acto sexual (también llamado acto del amor), el cuerpo de abajo pesa sobre el de encima, y quien no haya descubierto esto nunca es que no tiene cuerpo ni sexo ni consciencia de sí. Dos veces ejerce entonces la fuerza de gravedad, no para anularse sino para ser total la opresión. Porque la levitación de los cuerpos no es posible cuando el sexo del hombre aún está profundamente anclado en el sexo de la mujer, derramando o habiendo derramado la blanca secreción de los testículos y bañándose entre las paredes rubras o rosadas, y ardientes, al tiem-po que la remotísima tristeza del coito cubre de velos el cerebro y disgrega uno a uno los miembros abandonados.
Sabemos ambos, Adelina y yo, que un día cualquiera acabaremos esta relación: sólo la inercia la hace durar todavía. No soy, evidentemente, el primer hombre de su vida: tuvo varios, a algunos los conozco y le hablan como amigos, porque no la amaron ni ella los amó, tal como le hablaré yo cuando suframos ambos el pequeño disgusto de separarnos. Y tal vez ella venga a mi casa cuando otra Adelina esté aquí para acostarse conmigo más tarde, y tal vez ella salga con otro hombre con el que va a acostarse, y estaremos después lejos el uno del otro, haciendo los gestos que ambos conocemos sobre el cuerpo de otros, sin recordarlo siquiera, pero tan absortos en el nuevo sexo o entonces distraídos de él que ninguna memoria común nos llega, y si llegara sería puro pensamiento, hecho de otra vida o incluso de persona diferente. Por eso estoy tan seguro de esta mi sencilla verdad: el yo de este instante preciso es fundamentalmente diferente del que era un segundo antes, algunas veces lo contrario, pero, sin duda, siempre, otro. Por eso es tan verdad para mí que el pasado es algo muerto (es insuficiente decir sólo: está muerto). Las mujeres que tuve hasta hoy están muertas, y tanto más muertas cuanto más las amé. A ninguna de ellas amé lo suficiente para que yo mismo muriera de algún modo en la muerte de ellas.
Relaciones como ésta tienen la excelencia de su serenidad. Valen mien-tras el deber de fidelidad mutua no resulta pesado, y estaban ya acabadas cuando ese tácito deber fue infringido. Nada se pierde ni nada se complica si el juego es franco: sólo los matrimonios burgueses se traicionan, sólo los certificados de matrimonio son jaulas de locos furiosos y selva primitiva poblada de dinosaurios sin cerebro. Cuando Adelina se vaya, o yo le diga que se vaya, o ambos nos miremos súbitamente indiferentes, una hora de tiempo se asentará sin un rumor sobre otra hora de tiempo, y el mundo estará preparado para nacer de nuevo. Y si la separación fuera aquí, en mi casa, me quedaré oyendo sus pasos al bajar la escalera sonora, cada vez menos nítidos, cada vez más lejos, y tal vez una vecina de las que la conocen y dan la situación por definitiva le diga «Buenas tardes, hasta mañana», y sólo yo sepa, y también Adelina, que no habrá mañana: en cuanto a la tarde, si lo pensamos bien, es tan buena como cualquier otra. Sabiendo también uno y otro que diremos a nuestra vez «Buenas tardes, hasta mañana», cuando volvamos a encontrarnos, sin deseo del cuerpo o sólo vagamente resucitándolo al azar de una mirada inadvertida, de un contacto fortuito, de un poco más de alcohol en la cabeza. Muerto estará todo entonces, pero, mortificados nosotros, no. No hay otra diferencia.
Adelina es dieciocho años más joven que yo. Tiene un buen cuerpo, vien-tre hermosísimo por fuera y por dentro, una excelente máquina de fornicar, y una manera de ser inteligente que me gusta. No es ningún águila, dicen los amigos, pero nunca cayó por no saber volar. Dirige o es la dueña (nunca me interesó saberlo) de una boutique, y se gana bien la vida. No vive a mi costa, más vale así. Parece satisfecha con la vida que lleva conmigo, un poco libre, un poco ajena, aunque esté siempre disponible para acompañarme, y yo sospeche que no le desagradaría una intimidad más constante. Doy como justificación mi trabajo, que ella tiene el buen gusto de considerar tarea como cualquier otra, pues sabe de artes lo bastante para hacer la distinción. Gracias a ese buen gusto y buen sentido y a la estima que evidentemente me tiene, podemos hablar de pintura sin que yo parezca estar en causa, con la misma naturalidad con que hablaríamos de astronáutica, sin ser yo Laika ni ella Van Braun, o viceversa. Pese a todo, ese mismo silencio me ofende remotamente: nada de lo que yo hago le importa, ni los cuadros, que no le gustan, ni el dinero, que no necesita. La verdad es que, entre nosotros, el único lugar de encuentro honesto es la cama: ni yo soy pintor ni ella es la dueña de la boutique: en cuanto a la inteligencia, bastaría la de los dos sexos y ésos saben lo que hacen.
Hasta unos quince días más tarde no me explicó S. la razón de este retrato, tan en contradicción con sus gustos y actitudes de hombre de su tiempo. Nunca les pregunto a mis clientes el motivo por el que han decidido retratarse de esta primitiva manera: si lo hiciera, daría la impresión de que yo mismo estimo en poco el trabajo que me permite vivir. Tengo que actuar (y así lo he hecho siempre) como si el retrato al óleo fuese la confirmación de una vida, su coronación, su triunfo, y por eso mismo aceptara la fatalidad de una rareza que resultaba del hecho propio y comprobado de que el triunfo elige a muy pocos. Preguntar sería poner en duda el derecho de esos pocos a un retrato tan parti-cular, cuando tal derecho les es conferido, en pura lógica, por el abundante dinero con que lo pagan y por los lugares preciosos que eligen para colgar el resultado de un trabajo sólo por ellos apreciado en la medida en que a sí mismos se aprecian. Algunas veces he reflexionado sobre el cuidado con que se instalan proyectores para valorar los retratos, como pequeños soles exclu-sivamente creados para iluminar un solo planeta desde un cierto ángulo: hay una luz difusa que baña toda la superficie, mansa luz crepuscular que nada apaga pero nada hace sobresalir, y hay la luz preferente que nimba los rostros, los hace resplandecer enteros, en busca de un espíritu inexistente o cubierto de capas imposibles de traducir en la pintura. Ante los cuadros iluminados así, es de rigor detenerse, tan vacíos nosotros de ideas como de significado la pintura, participando todo de la misma complicidad, de la misma connivencia, de una hipocresía igual. En esas ocasiones me avergüenzo realmente de mi profesión: vivir de la mentira, usada como verdad y justificada con el indiscutible nom-bre de arte puede, en ciertos momentos, resultar insoportable. Quien menos desprecio merece es el retratado, que la ingenuidad fundamental de la inten-ción, en último análisis, disculpa. Hablo del retrato que hago, de los retratos que veo hechos y que podrían haber sido firmados por mí: no hablo, por ejemplo, del retrato de Federico de Montefeltro que Piero della Francesca pintó y que está en Florencia. En este mismo instante me puedo levantar de la silla, buscar entre mis libros y ver una vez más aquel perfil de hombre maduro, convictamente feo e indiferente a ello, con su nariz en forma de caballete, y al fondo un paisaje imponderable que sé que es la verdadera Toscana. Y, habiendo visto (o no queriendo ver ahora), se me entorpecen los dedos con este gran frío llamado desánimo, arrepentimiento o derrota, donde queda aún todo el espacio de un infinito campo de hielo sin nombre. Transfiero la refle-xión a los nombres del modelo y del pintor, y me pongo a saborearlos, a dividirlos entre los dientes, en pequeños mordiscos, a traducirlos para cono-cerlos mejor o para perderlos definitivamente: Federico de Montefeltro casi sin mudanza, y Pedro de la Francisca o de los Franciscos, pobre diablo hijo de un zapatero, tal vez de madre Francisca, que, viejo y ciego ya, se dejaba llevar de la mano de un chiquillo llamado Marco di Longaro, que diríamos que nació sólo para esto, pues no quedaron de él ni los faroles que de adulto fabricó para ganarse la vida. Y yo, que no dejo faroles ni aprendí a llevarme de mi propia mano, pregunto para qué sirven los ojos.
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