José Saramago - Manual de pintura y caligrafía

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Pintor mediocre, dolorosamente consciente de sus limitaciones, H. recurre a las páginas de un diario como medio para comprender sus debilidades estéticas y para comprenderse a sí mismo, cuando acepta el encargo de retratar a S., administrador de una compañía. Enmarañado en una red de banales relaciones humanas y de casuales y previsibles aventuras, H. siente la necesidad de pintar un segundo retrato de S., comenzando a interrogarse sobre e1 sentido de su arte, de las relaciones con sus amigos y su mante, sobre el sentido de su propia vida sin historia.

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Lo primero que me fascina es la mesa (nada más me fascinará, pero habiéndome fascinado ella, supuse que otras fascinaciones vendrían después): es enorme, brillante, oscura como basalto, parece una ancha piscina de agua negra o de mercurio. No hay nada encima: ni una carpeta, ni un tintero, ni un bloc de papel, ni un secante simbólico. Las sillas, once, son todas iguales, excepto la de la cabecera de la mesa, a la izquierda, que tiene el respaldo un palmo más alto. Están tapizadas de rojo (tejido rico) y tienen clavos abun-dantes de color dorado. La secretaria Olga, como si encontrara insuficiente la luz y alarmante mi silencio, corrió ostensiblemente los cortinones. Dejé de mirar la mesa y la observé (verbo que significa casi lo mismo, pero que soslaya la aborrecida repetición, daño mayor para el estilo según dicen): no está mal esta secretaria Olga: aunque demasiado alta para mi gusto (¿pero qué tiene que ver aquí mi gusto?), y también angulosa, pero con planta. Pisa bien el suelo que la sustenta, y tiene en pierna y cadera aquella curva intraducible que los franceses llaman galbe. La veo avanzar ahora hacia mí, súbitamente consciente de que la examino, haciendo oscilar el pecho y moviendo la cabeza, una vez sólo, para que los cabellos sueltos se coloquen en el lugar de los hombros que el espejo indicó como único exacto. Tengo que sonreír por lo que estoy viendo, la sonrisa un poco nerviosa, la sonrisa de quien, como yo, amando mucho a las mujeres siempre empieza por temerlas, pero modifico la sonrisa con las palabras y las digo delimitadas por aquel rectángulo de la sala y no sueltas como sueltos venían los senos y libres los muslos.

Ella me indica el extremo de la sala opuesto a la silla del presidente. La sigo, divirtiéndome conmigo mismo, escudriñándola, pero odiándola por el movimiento de las caderas que no disiparán nunca, apaciguándola, esta nube negra que se me forma en el centro del cuerpo y que es, en mis sensaciones, la figuración del deseo sexual. Me detengo a su lado. «El marco es éste», me dice, y se queda mirando el vacío como si me invitara a acompañarla en la contemplación. Me doy cuenta de que el retrato de al lado es el del padre de S. y que más allá están el tío y el fundador de la empresa. Me acerco a una de las ventanas: da a un jardín inesperado, bruscamente verde y luminoso. Miro otra vez alrededor, le pido a la secretaria Olga que apague las luces y que abra todas las ventanas, que cierre todas las ventanas y encienda las luces, que apague unas y abra otras, que encienda otras y apague unas. Me divierto un poco, ejerzo mi pequeño oficio de brujo, e inquieto a la secretaria Olga, le hago perder los nervios, respira ahora más agitadamente, soy una especie de hipnotizador capaz de tumbarla sobre la mesa con un simple gesto para poseerla lentamente, pensando en otras cosas, tal vez en el color verde del jardín, tal vez en aquella estrecha franja de luz posada en el reborde del marco. Y tendré el poco cuidado suficiente para dejar en el brillo de la mesa, al retirarme, un hilillo indicador, como una cicatriz blanca, en relieve, en cuyo interior se agitan mis hijos frustrados.

La secretaria Olga está erguida a mi lado, muy compuesta, un poco yerta, como si realmente hubiera intentado violarla y ella, por respeto a sus jefes, no hubiera querido escándalos. Vuelvo a sonreír y le pregunto qué dimensiones tiene el marco. Se ruboriza y dice que no lo sabe. Le pido que me llame a casa al día siguiente dándome esa indicación indispensable: le explico que tendré que comprar la tela del tamaño adecuado. Ella lo entiende, pero vuelve a ruborizarse y, mientras yo me acerco otra vez a la ventana para ver el jardín, se dirige a la puerta, adrede, para darme a entender que la razón de mi visita se ha agotado. Y mientras nos alejamos por el pasillo hasta el principio de las escaleras, me va hablando del ingeniero señor S. y dice que estará en la empresa al día siguiente por la mañana y que ella nos pondrá en contacto para concertar la primera sesión de pose. Respondo como corresponde y nos despe-dimos secamente: no consigo entender por qué, aunque reconozca esa misma sequedad en mí mientras bajo las escaleras y veo el relampaguear de la puerta giratoria enfrente. Busco en el enorme vestíbulo al hombre de los papeles. Ahí está: abre y cierra los brazos como si estuviera ahogándose metódicamente, entre fichas amarillas y papeles verdes, al tiempo que una pega grazna ante él e intenta aprender a hablar.

Salí del Senatus Populusque Romanus y me fui a casa. Me senté ante el caballete vacío, a leer. Buscaba adrede los escritos de Leonardo da Vinci. Y, de regla en regla, leí lo que ya tantas veces había leído: «Ve bien, pintor, cuál es la parte más fea de tu cuerpo y concentra en ella tus estudios para corregirte. Porque, si eres brutal, tus figuras lo parecerán también y no tendrán espíritu; y, de este modo, todo cuanto hay en ti de bueno o de malo se trans-parentará de algún modo en tus figuras». Era ya hora de cenar. Posé el libro en la mano tendida de un San Antonio que había perdido al Niño Jesús, y salí. Cultivo la firme convicción de que este santo no pierde la ocasión, que así le proporciono, de mejorar sus conocimientos con las lecturas de su después: lo descubrí cuando me pareció verle ruborizado y desconcertado un día en que dejé en su palma un libro demasiado atrevido para su pureza. Mejor lectura le dejaba hoy. Muerto, según la historia dice, en 1231, no imaginaría quizá San Antonio que se pudiera ser tan pecador como sería Leonardo. Ni tan absurda-mente humano.

Tres días después tuvo lugar la primera sesión. Todo se concertó a través de la secretaria Olga (es impropio decir a través, lo correcto sería decir por medio de), porque, en contra de lo que ella me afirmara, S. no fue a la SPQR al día siguiente, o habiendo ido no quiso perder el tiempo conmigo. Como no tengo criada ni secretaria ni botones, abrí yo la puerta cuando él llamó: mis clientes suelen encontrar «interesante» que vaya a abrir yo mismo, sin ceremonia, embutido en una especie de guardapolvo que es el compromiso entre una camisa amplia y suelta y el viejo blusón de los «artistas». La verdad es que son unos pobres tontos que nada saben del arte y creen que van a encontrarlo aquí, sólo porque hay telas por el suelo, cuadros y dibujos clavados al azar en las paredes y alguna suciedad, mantenida en los rigurosos límites que la convierten en un atractivo más a los ojos pasmados de quien nunca ha visto más arte ni otro modo de vivirlo. Mi vida es una impostura organizada discre-tamente: como no me dejo tentar por exageraciones, me queda siempre un margen seguro de retroceso, una zona de indeterminación donde fácilmente puedo parecer distraído, desatento, y, sobre todo, nada calculador. Todas las cartas del juego están en mi mano, hasta cuando no conozco el triunfo: es cierto que poco gano cuando gano, pero también son mínimas las pérdidas. No hay grandes y dramáticos lances en mi vida.

Hice entrar a S. al taller. Parecía encontrarse a gusto, como si conociera todos los rincones de la casa (sólo estuvo una vez, para hacer el encargo) y me preguntó en seguida, quizá con excesiva precipitación, dónde quería que se sentase. Lo noté nervioso entonces. ¿Le habría contado la secretaria Olga to-das aquellas maniobras de abrir y cerrar ventanas y luces en la sala del consejo? ¿Sería tan imbécil que se intimidaba ante todo aquel aparato, descrito además por tercera persona? ¿O querría sólo marcar distancias, mostrar las diferencias de sustancia existentes entre su tiempo y mi tiempo? ¿Desearía acentuar que entre el gerente de empresa y el artista-pintor nada hay en común, salvo el rostro que se deja prestar a X por hora (con la singularidad, claro, de que, en este caso, quien presta paga lo que presta)?

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