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José Saramago: Manual de pintura y caligrafía

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José Saramago Manual de pintura y caligrafía

Manual de pintura y caligrafía: краткое содержание, описание и аннотация

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Pintor mediocre, dolorosamente consciente de sus limitaciones, H. recurre a las páginas de un diario como medio para comprender sus debilidades estéticas y para comprenderse a sí mismo, cuando acepta el encargo de retratar a S., administrador de una compañía. Enmarañado en una red de banales relaciones humanas y de casuales y previsibles aventuras, H. siente la necesidad de pintar un segundo retrato de S., comenzando a interrogarse sobre e1 sentido de su arte, de las relaciones con sus amigos y su mante, sobre el sentido de su propia vida sin historia.

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Es inútil hablar de más detalles del rostro de S. Ahí están los dos retratos que dicen cuanto basta de lo que menos cuenta. Con otro rigor: que dicen lo que no me basta, pero que satisfacen a quien sólo se preocupe por la fisonomía. Mi trabajo va a ser otro ahora: descubrirlo todo en la vida de S. y relatarlo todo por escrito, distinguir entre lo que es verdad interior y piel lustrosa, entre la esencia y la fosa, entre la uña cortada y el recorte caído de la misma uña, entre la pupila de un azul deslucido y la secreción seca que el espejo matinal denuncia en el canto del ojo. Separar, dividir, confrontar, comprender. Entender. Exactamente lo que nunca he podido alcanzar mientras pintaba.

Si decir la profesión de alguien es decirlo todo o alguna cosa de lo que estaba por saber, y si administrar es oficio, aparte del beneficio que es, digamos que S. es administrador de la Senatus Populusque Romanus. ¿Qué es el (la) Senatus Populusque Romanus? Un disfraz, tal como lo (la) escribo, y también un gusto mío por el anacronismo (la mejor historia de los hombres sería la que uniera, con aquel gesto envolvente de la mano colectora, las espigas al ras del suelo, todas las espigas, preparando el corte rápido y único y a continuación el movimiento que yergue al cielo, o a los ojos, las diferentes edades del tiempo, todas maduras, pero todas aún lejos del pan). No obstante, no lo disfrazo todo, porque SPQR son las verdaderas iniciales del nombre de la empresa de la que S. es señor. Mezclo el Senado y el Pueblo Romano con este capitalismo, y compruebo que, en el fondo, todo es el mismo senado y en el pueblo son pocas las diferencias. Tengo todavía otra razón, una confusa razón, quizá un tortuoso artificio, para no escribir por extenso los nombres: en mi oficio (que es el de pintar) empezamos por aplicar los colores tal como vienen en los tubos, que tienen nombres fijados para siempre jamás. Pero al unirlos, en la paleta o en la tela, la mínima superposición los modifica, o la luz, y un color es aún el que era, más el color vecino, más la conjunción de los dos y el (los) nuevo(s) color(es) que de ahí resulta(n), entra(n) en la gama permanentemente inestable para repetir el proceso, al mismo tiempo multiplicador y multi-plicando.

Cualquier hombre es también esto, mientras no muere (muerto ya no es posible saber quién fue): darle nombre es fijarlo en un instante de su transcurso, inmovilizarlo, quizá en desequilibrio, darlo desfigurado. Dejarlo indeterminado a la inicial simple, pero determinándose en el movimiento. Puede que haya aquí mucha fantasía mía, no sé si la fascinación de quien ha aprendido a jugar al ajedrez y cree poder agotar de inmediato todas las combinaciones posibles (la escritura, o la caligrafía, que viene antes que ella, es mi nuevo ajedrez): o será en definitiva un vicio de miope que para ver bien tiene que mirar de cerca, gracias a lo cual, sin merecerlo por otras razones, puede descubrir lo que sólo de cerca se puede ver. S. es una inicial vacía que sólo yo puedo llenar con lo que sabré y con lo que inventaré, como inventé el Senado y el Pueblo Romano, pero con relación a S. no se trazará la raya que separa lo sabido de lo inventado. Cualquier nombre que empiece por esa inicial puede ser el nombre de S. Todos son sabidos y todos inventados pero ningún nombre le será dado a S.: es la posibilidad de todos ellos la que hace imposible la elección de uno. Conozco mi razón y la confirmo ya. Basta recorrer los sonidos que son los nombres que a continuación aparecen escritos, para reconocer lo que es el vacío de un nombre acabado. ¿Puedo elegir cual-quiera de éstos para S. (ese)?: Sá Saavedra Sabina Sacadura Salazar Saldanha Salema Salomón Salustio Sampaio Sancho Santo Saraiba Saramago Saúl Seabra Sebastián Secundino Seleuco Sempronio Sena Séneca Sepúlveda Serafín Sergio Serzedelo Sidonio Segismundo Silverio Silvino Silva Silvio Sisenando Sísifo Soares Sobral Sócrates Soeiro Sófocles Solimán Soropita Sousa Souto Suetonio Suleimán Sulpicio. Elegir, sí, podría, pero estaría ya clasificando, poniendo en fila. Si dijese Salomón, sería un hombre; si dijese Saúl, sería otro; lo mato al nacer si prefiero Seleuco o Séneca. Ningún Séneca puede administrar hoy la SPQR. (Séneca, Lucius Annaeus Séneca [4-65], nació en Córdoba, filósofo latino; fue preceptor de Nerón, luego cayó en desgracia y recibió de él orden de suicidarse abriéndose las venas. Tratados: De la tranquilidad del alma, De la brevedad de la vida, Cuestiones naturales, Cartas a Lucilius.) El nombre es importante, pero no tiene la menor impor-tancia cuando releo, de seguido y sin pausa, todos los que he escrito: ya en la segunda línea me impaciento, y en la tercera concuerdo en que la inicial me satisface enteramente. También por eso voy a ser yo mismo un simple H., no más. Un espacio en blanco, si fuera posible distinguirlo de los espacios laterales, bastaría para decir de mí lo posible. Seré, entre todos, el más secreto, y, por ello, el que más dirá de sí (dará de sí). (Dar de sí: sacar de sí, estirar.) Otras personas tendrán nombre aquí: no son importantes. De Adelina, por ejemplo, diré el nombre: sólo duermo con ella: no la conozco ni deseo (conocerla). Pero la despojaría de su nombre, tal como la desnudo o le pido que se desnude, el día en que ese nombre empezara a ser para mí el color de la pintura dentro del tubo o una burbuja en el vidrio. Diría A.

Si S. no fuese administrador de la Senatus Populusque Romanus no me habría buscado para que le pintara el retrato. Tuvo el irónico cuidado de decír-melo, con el aire negligente de quien se excusa de una pequeña debilidad, poniéndola en la cuenta de motivos ajenos que sólo por benevolencia desde-ñosa se respetan o toleran. Pero decirlo fue también confesar su primera grieta en el caparazón, cuando yo ni siquiera pensaba aún en el segundo retrato. Hay en la sala del consejo de la SPQR tres retratos de administradores fallecidos, y el consejo decidió (para evitar el ridículo de volver a encargar un retrato a partir de una fotografía: eso fue lo que ocurrió tras la muerte del padre de S., y fue su pintor el pintor Medina) que de su ahora principal administrador se recogiese en vida la imagen para enmarcarla en el cuarto marco, ya colocado, a mano derecha de quien mira. S. aceptó la construcción de su pirámide funeraria y yo fui elegido (jubilado Medina) para abrir las cámaras secretas y sellarlas. Me dijo S. con palabras diferentes estas cosas (aparte de las que yo descubrí luego) para que no las supiera de otro modo, y yo fui mezclando las pinturas en la paleta mientras oía; reconocía el ridículo, pero el ridículo no soporta que lo miren: ni precisa de tanto para odiar o detestar más: S. se mostró detestable otra vuelta de tuerca. En cuanto a mí, coloqué al día siguiente una tela nueva en el caballete del desván y empecé el segundo retrato.

Si no fuera por este escrúpulo mío de artífice que pone minucia en lugar de talento y observación demorada en vez de intuición relampagueante, no podría describir esta especie de exterior de la SPQR que se prolonga hacia dentro como una ampolla aislante, dejando oculta la mecánica o la química o no sé qué que es el verdadero interior de una gran empresa. Tengo que explicarme mejor. Cuando fui a la SPQR a estudiar la sala, la luz, el encuadre en que iba a instalarse mi pintura (y bien podía haber prescindido de tal pérdida de tiempo si no fuera por mi ya dicho escrúpulo de artífice), miré primero la fachada del edificio, en la que apenas había reparado antes, y, habiendo entrado, fui y vine por una fachada interior que parecía prolongarse en una externidad de paredes, muebles, rostros de empleados, alfombras, teléfonos negros, pintura clara, temperatura agradable, olor limpio de maderas pulidas, superficie tan opaca como la fachada de azulejos levantada en tres plantas en una plaza casi provinciana. Fue también como entrar por la boca de un gigante dormido, deslizarse por las paredes del esófago, recorrer el estómago y volver a salir, no por el hueco de un cuerpo sino por la piel continuada en mucosa sucesivamente modificada, tan lejos de la circulación de los vasos y de la alquimia de las glándulas como si estuviese aún siendo repelido por la elasticidad de la epidermis. Por eso añadiré que pudiendo hablar de lo que vi, no sé qué vi, no lo transformé en saber. Todavía.

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