José Saramago - Manual de pintura y caligrafía
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Detesto decir azulejo, y más ahora escribir la palabra. Por lo que he visto (no hablo de lo que conseguí, soy sólo un pintor académico) no hay colores por inventar. Juntando dos hago mil, juntando tres un millón, juntando siete el infinito, y si mezclo el infinito, reconquisto el color primordial, para empezar de nuevo. No importa que esos colores no tengan nombre, que no pueda darles nombre: existen y se multiplican. Pero detesto esta palabra (¿aprenderé a detestar otras?), pegada a cosas que no le corresponden: azulejo parece algo azul, hecho de azul, azulado, azuleado, nada parecido a lo que son estos ladrillos que precisamente no tienen azul, estos cuadrados de barro pintado que cubren de oro, naranja, rojo, ocre, con una imponderable polvareda de plata que quizá esté en el vidriado, la fachada de la SPQR. A ciertas horas del día, esta fachada es visible e invisible: el sol, cayendo en cierto ángulo, transforma la flor multiplicada en un espejo único; una hora más tarde vuelve el rigor al dibujo, la nitidez a los colores, como si el vidriado hubiera captado y retenido de la luz sólo aquello que bastaba para el punto óptimo de los ojos humanos, que no quieren ver menos pero no pueden ver más, bajo pena de no ver ya lo que querrían sino lo que no desearían. Hay una relación pacífica entre el ojo y la piel que el ojo ve: ¿quién sabe si no sería preferible la ceguera a la visión agudísima del halcón instalada en órbitas humanas? Para los ojos del águila ¿cómo es la piel de Julieta? ¿Qué fue lo que vio Edipo cuando con sus propias uñas se cegó?
SPQR tiene aún una de esas puertas giratorias que son para mí la versión burguesa del lienzo de rocas que era la entrada en la cueva de los cuarenta ladrones. No hay que decir sésamo (planta, ajonjolí) y representa la suprema contradicción en puerta: está, simultáneamente, siempre abierta y siempre cerrada. Es la glotis del gigante, engullendo y expulsando, ingiriendo y vomi-tando. Hay temor cuando se entra, alivio cuando se sale. Y hay una repentina angustia cuando en medio del movimiento ya no estamos fuera y aún no estamos dentro: viajamos en el interior de un cilindro como si atravesáramos una pared de aire y ese aire fuese pastoso como el cieno de un pozo o rígido y comprimido como la base de un obelisco. Hubo sin duda terroríficos ahogos en mi infancia, figuras monstruosas o sólo negras (blancas, diría un negro) sentadas en mi corazón, para que este tambor resplandeciente evoque terrores tan primitivos. Salir, en este caso, es realmente surgir, emerger, o irrumpir del elemento denso al aire transparente y respirable.
Pero ahora estoy dentro y recorro el vestíbulo extenso, paralelo a un mostrador pesado que se prolonga y tras el cual los empleados alzan la cabeza y van rodando, lentamente, como si también el rostro fuese una puerta gira-toria, con larvas y telas en su interior. Nadie me conoce. Al fondo, justo ante la puerta, hay una escalera ancha («Suba directamente al primer piso y pregunte por mí»), con pasamanos de madera de sección jónica (explicación: un corte transversal mostraría las dos volutas laterales del capitel jónico) y una alfombra funcional, de fibra áspera, sujeta con ganchos amarillos. Me sorpren-de aquella atmósfera anticuada. La caja de la escalera corta el pavimento arriba, convirtiéndolo en una galería rectangular, limitada en tres lados por una barandilla que es la prolongación de los brazos del pasamanos. Un ordenanza uniformado de azul se levanta cuando me aproximo. «Querría hablar (empleo el discreto condicional en vez del intimidativo presente de indicativo: quiero), hablar con el ingeniero S.» «¿A quién anuncio?» Digo el nombre. Para este hombre no soy más que este nombre cuando me pasa a la sala de espera, y, pese a todo, me abrió la puerta y me dejó solo con las sillas mullidas, la alfombra, los grabados ingleses de caza y el pesado cenicero de cristal. Para llegar a este lugar, basta cualquier nombre. En adelante, sólo otro nombre podrá conducirme: ¿el nombre, o la persona?, ¿o ni el nombre ni la persona, sino la secretaria de S., por ejemplo, una entidad privilegiada, como el guante de S. o su nudo de corbata? No me siento. Detesto el sentarme en las salas de espera donde tenga que esperar poco. Apenas está el cuerpo acomodado al sofá, o ni siquiera está acomodado, buscando aún la manera de encajar el omoplato o de afirmar la pierna para que la otra se cruce con naturalidad, con ese aire de falsa seguridad que se desmiente de inmediato cuando la pierna cruzada se descruza y ocupa el lugar de la otra y ésta ensaya el mismo movimiento condenado si la espera se prolonga, y apenas hecho todo esto, o sólo el principio, cuando la puerta se abre secamente y es él mismo quien viene, o bien, con discreción si viene un subalterno, y tenemos que saltar del sofá, embarazados por la pierna cruzada, presos casi en el interior de los muelles que maliciosamente nos retienen. Y si es él mismo quien viene con la mano tendida, no tenemos manos que tender, ocupados como estamos en lograr un equilibrio cualquiera, un equilibrio que lo haga natural todo y nada deje en el aire, en sonido o imagen, ridículo o desconcertado, en esa primera escena de un primer acto. No me ocurren a mí cosas de éstas. Me acerqué a la única ventana de la sala, que daba a un zaguán estrecho pintado de gris desde donde se veía, en el piso inferior, otra ventana que, por lo que podía adivinar desde la planta, daba al gran atrio que atravesara antes. Sólo distinguía a un hombre sentado ante una mesa de despacho, con un montón de papeles verdes delante (digo montón de papeles, pero rectifico: era una pila perfectamente ordenada) y un cajón de fichero al lado izquierdo, formando ángulo de 45 grados con el borde de la mesa, que el hombre consultaba rápidamente (no el borde) con la izquierda, mientras con la derecha empuñaba un sello, un fechador o numerador o sello de visto bueno o cualquier otro sello que dijera sabe Dios qué. Y mientras el hombre estaba así con los dos brazos medio abiertos, parecía que los abría al vacío que se encontraba frente a él, que lo era sólo porque yo nada veía. Sin embargo, la mano izquierda extraía en seguida una ficha amarilla, mientras la mano derecha, armada de aquel instrumento enigmático, se asentaba sobre el papel verde bruscamente dejando una mancha negra que, desde la distancia, era sólo un borrón. La misma mano cogía entonces un lápiz y con él escribía algo en la ficha, tras lo que la mano izquierda volvía al fichero para poner y de nuevo quitar, al tiempo que la mano derecha posaba el lápiz y sostenía la pega [1]negra del sello (no la otra, porque no era ése lugar donde hubiese aquellas aves que tienen el mismo nombre), para volver al principio, al mismo gesto abierto de quien abraza el vacío. Diecisiete veces conté el movimiento, y sólo cuando sentí abrirse la puerta tras de mí enfoqué con mis ojos la imagen entera del hombre que así trabajaba: parecía alto, era cargado de espaldas, y por un instante me recordó un retrato que me hicieron y que guardé, en el que estoy de espaldas, rígidamente de espaldas, tan lejos de mí como está del otro lado de la luna el selenita que anda con el haz de leña a cuestas, como mi abuela me indicó y yo piadosamente, durante un tiempo, creí. Es un retrato al que de vez en cuando echo una mirada (lo tengo colgado en el estudio) lleno de curiosidad, como si mirara a un extraño: no me reco-nozco nunca en aquel momento, en aquel dorso un poco curvado, en aquellas orejas un poco despegadas o que así aparecen en la foto. ¿Quién soy yo-aquél?
Al volverme descubro a la secretaria Olga (así se llamará cuando diga su nombre) a medio camino. Estoy sentado porque tropiezo en un cenicero de pie alto y tengo que hacer algunos gestos inútiles pero indispensables para acer-carme a la secretaria Olga con el aplomo de la mano a la altura de la mano y la voz con respuesta inmediata. Oigo lo que ella me dice, mientras danzo en la cuerda oscilante de lo inesperado, que el señor S. no está, que tuvo que salir por un asunto urgente e inaplazable, que pide, naturalmente, perdón, y, claro, ella, su secretaria Olga, está allí a mi disposición para acompañarme a la sala de juntas y darme todas las explicaciones necesarias que estén a su alcance. Estrecho su mano evidentemente blanda y perfumada y digo «muy bien no tiene importancia sólo es un minuto». La secretaria Olga, aunque me mire de frente, no oculta su curiosidad. Tampoco esconde o procura esconder la decep-ción. Imagino que imaginaba de otra manera a los pintores: pero ella no sabe que sólo soy un pintor académico (¿sabrá siquiera lo que es un pintor acadé-mico?) que viste a la moda común y que podía estar, él-yo, con los brazos abiertos hacia el vacío buscando una ficha con la mano izquierda y sostenien-do en la mano derecha, para ser al fin en algo diferente, una verdadera pega (ave corvídea que, como el loro, tiene facilidad para imitar la voz humana). Vamos imitando los dos la voz humana mientras salimos de la sala de espera y recorremos, hacia el otro lado, un ancho pasillo donde, a la izquierda, tres amplias puertas barnizadas dan a la sala del consejo de administración, como en la segunda veo, cuando la secretaria Olga, con un gracioso movimiento de la muñeca que el ondular de los hombros acompaña, gira el pomo y entra. Me detengo una décima de segundo en el umbral, como hacemos todos para demostrar que no somos unos maleducados (la buena educación es, en muchos casos, simple cuestión de una décima de segundo y a veces aún menos), y entro discretamente mientras la secretaria Olga enciende luces generosas, como si me estuviera haciendo los honores de su propia casa. Le doy la razón: realmente, nada es nuestra propiedad, pero conviene que mostremos confianza y displicencia cuando usamos cualquier cosa que en mayor grado pertenece a otros que a nosotros, porque siempre hay quien tenga menos. Si voy al cine, al teatro, a un concierto, sé que la silla en que me siento no me pertenece, pero me comporto como si fuera aquél mi verdadero lugar en el mundo, el lugar por el que tanto he luchado y trabajado.
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