José Saramago - Manual de pintura y caligrafía

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Manual de pintura y caligrafía: краткое содержание, описание и аннотация

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Pintor mediocre, dolorosamente consciente de sus limitaciones, H. recurre a las páginas de un diario como medio para comprender sus debilidades estéticas y para comprenderse a sí mismo, cuando acepta el encargo de retratar a S., administrador de una compañía. Enmarañado en una red de banales relaciones humanas y de casuales y previsibles aventuras, H. siente la necesidad de pintar un segundo retrato de S., comenzando a interrogarse sobre e1 sentido de su arte, de las relaciones con sus amigos y su mante, sobre el sentido de su propia vida sin historia.

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Cuando S. me dijo, riendo, que el retrato se pintaba por decisión del con-sejo de administración, voluntad de la madre y condescendencia suya, me quedé inmóvil ante el caballete, con el brazo erguido y suspenso, viendo en la punta del pincel moverse lentamente el pigmento, víscera líquida cortada de repente de su raíz, pero palpitante aún, como una cola de lagartija o la mitad sobrante de una lombriz. Detesté a S. por hacerme sentir tan desgraciado, tan irremediablemente inútil, tan pintor sin pintura, y la pincelada que al fin apliqué en la tela fue, en verdad, la primera pincelada del segundo retrato. Todos soñamos alguna vez con salvar a alguien de morir ahogado, y yo, tras bracear lo mejor que sabía, tenía en los brazos un muñeco de plástico con una carátula burlesca y el mecanismo inferior de un zurriagazo. No fue entonces cuando supe la historia del retrato del padre de S.: la noción del ridículo del caso le impediría relatarlo. Y no es verdad que, como antes he descrito, me hubiera quedado yo mezclando caritativamente las pinturas en la paleta mientras oía: eso fue después, y no caritativamente, o apenas con la caridad no consciente de quien adivinaba que iba a intentar un desquite, cualquiera que fuese. Pintor, sólo los medios de la pintura estaban a mi alcance, y así nació el segundo retrato. Tal vez mi silencio irritara a S. y se hubiera vuelto contra él como un arma que yo no manejaba: su desprecio indulgente se transformó en animosidad que pasó a transparentarse en todo momento. Por eso, sin duda, las sesiones se fueron espaciando. El primer retrato apenas avanzaba, a la espera, se diría, del segundo, pintado con otros colores, otros gestos, y sin respeto, porque lo determinaba la rabia, porque el dinero no lo paralizaba. Suponía aún yo entonces que el oficio de pintar me bastaría para la pequeña victoria de una reconciliación conmigo mismo.

En el fondo, ¿qué importancia tiene la historia del retrato del padre de S.? Que tire la primera piedra el pintor de retratos que nunca lo hizo, y yo no seré lapidado sólo porque nadie se acordó de mí para semejante caso. ¿Cuál es la diferencia entre una fotografía instantánea y un rostro vacío que hace movi-mientos y muecas en busca de su imposible expresión sublime? Bien hizo Medina, que pudo ganarse el dinero sin tener que hablar con su modelo. Y éste, si hablase, ¿qué le diría? ¿Qué me dice S. mientras pinto? ¿Qué lazos existen, aparte del miedo común y de la deshonestidad compartida? Al menos, la secretaria Olga, tan reservada en la gran sala del consejo, tan secreta guiándome por los corredores, habló cuando le dejé, nerviosa, absurdamente exaltada, tan burguesa al fin, casi enternecedora en su súbito deseo de ser apreciada por el pintor maduro que oía el recado, un poco distraído, pero convirtiendo aquella misma distracción en capa invisible de una atención minuciosa. S. faltaba a la sesión acordada y me advertía así porque mi teléfono estaba averiado, situación de la que ni yo mismo me había dado cuenta aún. Mandé entrar a la secretaria Olga, jadeante a causa de mis cuatro plantas sin ascensor: me di cuenta de que venía dispuesta a demorarse, curiosa por penetrar en un mundo del que lo desconocía todo, un mundo adornado sin duda por su imaginación con algo de ese pintoresquismo artístico que el cine vende barato. También me di cuenta (pero no ese día, sin embargo) de que S. le había hablado de mí en términos correctos, no por el respeto que me tuviera (lo adivino), sino porque tratarme desconsideradamente sería desconsiderarse a sí mismo, una vez que se resignaba a estar inmóvil mientras yo lo examinaba como un cirujano, fabricando un doble sin carne ni sangre, pero con las amenazas de una ilusión de lo real. La secretaria Olga venía segura, creía ella, pero curiosa y alborozada, y por eso en peligro. Tal vez ni eso: como no iba a caer en manos de ningún sádico asesino, el riesgo no existía y el provecho podía ser bastante. Como de hecho fue, mutuamente y por dos veces.

Le pregunté si bebía, y aceptó un whisky. Quiso saber si podía ayudarme, y le respondí que no, gracias, la casa era de hombre solo, un poco desordenada, quizá sucia, pero mi ciencia doméstica era suficiente para sacar el hielo del frigorífico. Le hizo gracia, aunque no fuera ésa mi intención. Ahora sí, estaba distraído, sin saber qué rumbo darle a la conversación. Mientras bebíamos, le recordé la sequedad con que me había acogido en la SPQR. No se acordaba, no se acordaba de nada, me aseguró. Tal vez estuviera preocu-pada con el trabajo, tenía cartas por pasar a máquina, el archivo atrasado. Sería eso. Sería, concordé yo. Fue entonces cuando me preguntó si podría ver el retrato del patrón: desde donde estaba sentada se veía la parte de atrás del caballete. La tomé por el codo para ayudarla a levantarse y apreté algo más de lo preciso. No reaccionó y se dejó conducir así. Miramos ambos el retrato, ella un poco delante de mí, temblando de pura curiosidad nerviosa. Lo encontró parecidísimo y quiso saber si aún me faltaba mucho tiempo para acabado. «Depende», respondí. «Si su patrón sigue faltando a las sesiones, se va a retrasar.» Como una buena empleada se lanzó a una explicación aturdida de los muchos quehaceres de S. sin omitir el golf y la fábrica, el bridge y la construcción de una nueva fábrica. La hice sentarse en la silla de los modelos, y yo me senté en un taburete alto. Me daba cuenta de que estaba dispuesta a una rápida aventura, lo presentía en cada uno de sus movimientos, como si en ella hubiese una especie de excitación incestuosa que el retrato inacabado de S. atizaba. O quizá también ella tuviera un pequeño desquite que tomarse, para después vivir en paz. El comportamiento de la gente vive en un mundo de posibilidades. Si el padre Amaro vistió a Amélia [2]con el manto de la Virgen, ¿por qué haría la secretaria Olga el amor conmigo ante el retrato del patrón (patrono, padre) que le había hecho algún amor y acabó cansándose?

Quedo siempre asombrado ante la libertad de las mujeres. Las miramos como a seres subalternos, nos divertimos con sus futilidades, nos burlamos cuando las vemos desastradas, y cada una de ellas es capaz de sorprendernos súbitamente poniendo ante nosotros extensísimas campiñas de libertad, como si por debajo de su servidumbre, de una obediencia que parece buscarse a sí misma, alzasen las murallas de una independencia agreste y sin límites. Ante esos muros, nosotros, que creíamos saberlo todo de ese ser inferior que hemos venido domesticando o que encontramos domesticado, nos quedamos con los brazos caídos, torpes y asustados: el perrito faldero que con tan buena voluntad se contoneaba en el suelo, de espaldas, mostrando el vientre, se pone en pie de un salto, con los miembros estremecidos por la ira, y sus ojos son de repente ajenos a nosotros, y profundos, vagos, irónicamente indiferentes. Cuando los poetas románticos decían (o dicen aún) que la mujer es una esfinge, aciertan de pleno, benditos sean. La mujer es la esfinge que tuvo que ser porque el hombre se arrogó el señorío de la ciencia, del poder total, del saber todo. Pero es tanta la fatuidad del hombre, que a la mujer le bastó levantar en silencio los muros de su negativa final, para que él, tumbado a la sombra, como si estuviera acostado bajo una penumbra de párpados obedien-tes, pudiera decir, convicto: «No hay nada más detrás de esta pared».

Tremendo engaño del que no acabamos de despertar. La secretaria Olga hizo el amor conmigo, pero no por obediencia al macho, ni por hábito de sumisión, y mucho menos por efecto de mi fascinación. Me aceptó porque lo había decidido ya, o porque se había preparado para decidirlo llegada la ocasión. Y si es cierto que la media hora que pasó entre su entrada y el gesto de los brazos cruzados con el que se quitó la blusa por la cabeza, fue ocupada por los trucos de una seducción fatigada, la razón es sólo que había que seguir ese pequeño ceremonial mutuo que no deben olvidar los participes y sin el que saldría perjudicada la secuencia. Por esa misma razón nos obstinamos en querer conocer las peripecias de la vida de una prostituta, hasta este momento desconocida, con quien acabamos de entrar en un cuarto de alquiler: tal vez ella se ofendiera si no lo hiciésemos, y quizá sintiéramos nosotros que la habíamos ofendido si no lo hubiésemos hecho.

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