José Saramago - Manual de pintura y caligrafía

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Pintor mediocre, dolorosamente consciente de sus limitaciones, H. recurre a las páginas de un diario como medio para comprender sus debilidades estéticas y para comprenderse a sí mismo, cuando acepta el encargo de retratar a S., administrador de una compañía. Enmarañado en una red de banales relaciones humanas y de casuales y previsibles aventuras, H. siente la necesidad de pintar un segundo retrato de S., comenzando a interrogarse sobre e1 sentido de su arte, de las relaciones con sus amigos y su mante, sobre el sentido de su propia vida sin historia.

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Han pasado veintitrés días tras la fecha en que escribí: «Seguiré pintando el segundo cuadro», y hoy pregunto: «¿Seguiré?». Entre yo y ella (separándonos) está todo el camino andado en estas páginas, que no imaginé que pudiera escribir tan fácilmente. Sin duda, en el punto en que me hallo, muchas cosas que me parecían importantes perdieron peso y significado, y la primera es, precisamente, el segundo cuadro: empiezo a comprender que siendo yo el pintor que queda dicho en las primeras páginas, ese cuadro es un equívoco: nadie no es, siendo. No puedo ser el pintor capaz de realizar en el segundo cuadro el proyecto de aquél, si continué, obediente y asalariado, pintando el primero. Como pintor de retratos, sólo soy y seré sólo el de los primeros retratos: ningún segundo retrato me es permitido. Cuando entonces admitía que había fallado el intento, admitía también que, pese a todo, lo podría proseguir, como si en el fondo de mí me sintiera incapaz de renunciar a la probabilidad, ya mínima, de ser el pintor que es, por oculto, el verdadero. Gozaría mi triunfo solo, liberado al fin de la banalidad vendida, puesto en diálogo con la obra reservada, aquella que ningún precio pagaría. Hoy sé que no será así: con un spray cubrí de tinta negra el segundo retrato. Hice entrar en una noche superficial, pero ya eterna, los colores del error y los gestos equivo-cados que allí los habían puesto. La tela está aún en el caballete, metida ahora, negra, en la oscuridad del desván, como un ciego que en un cuarto a oscuras buscara un sombrero negro que alguien hubiera guardado unas horas antes. La imagino desde aquí, invisible, negro sobre negro, prendida al esqueleto del caballete como el ahorcado a la horca. Y la imagen que intenté verdadera de S. tiene entre sí y el mundo de la luz (o la tiniebla pasajera de estas horas nocturnas) una película formada por millones de gotículas, dura y cargada de rechazo como un espejo negro. Hice todo esto como si cuidadosamente cortase un miembro, avanzando suave por dentro de las fibrillas de los tejidos musculares, laqueando venas y arterias con el gesto seco y preciso de quien aplica garrotes, o como el verdugo minucioso que conoce la fuerza exacta que dislocará irremediablemente la vértebra y cortará la médula espinal. Hay sólo un retrato de S., el único que sé hacer, igual no al que soy, sino al que quieren de mí, si es que no es verdad que yo soy precisamente sólo el que de mí quieren. Si estas palabras son verdaderas, si no me equivoco, entonces existo en la medida de lo que me compran. Yo soy el objeto comprado y el observador fiel de la búsqueda. Retirados del mundo los compradores natu-rales (suponiendo natural que se compren cosas así), ¿quién más quiere estos cuadros? ¿Quién más los encarga? Perdido el público de este arte ¿qué hago del arte y de mí? En el desván, el segundo cuadro me da la mitad de la res-puesta: la tentativa de vender otra cosa ha empezado por fallar, y ahora es, literalmente, una tentativa no acontecida. Cierto es que no la borré de mí, pero la retiré del tiempo de los otros. Es una señal de interdicción que sólo yo veo: pero cierra un camino que yo creía que daba al mundo.

Quedan estos papeles. Queda este dibujo nuevo, que nace sin que yo lo hubiera aprendido: en todo momento, hasta cuando lo interrumpo, me ofrece la voluta iniciada, y demuestra, a cada suspensión, la probabilidad de no tener fin. Cuando asiento la pluma en la curva interrumpida de una letra, de una palabra, de una frase, cuando prosigo dos milímetros más adelante de un punto final o de una coma, me limito a proseguir un movimiento que viene de atrás: este dibujo es al mismo tiempo el código y la cifra. ¿Pero código y cifra de qué? ¿De los hechos y de la personalidad de S., o de mí mismo? Cuando decidí iniciar este trabajo, creo que lo hice (a esta distancia me es ya difícil tener la seguridad, incluso pudiendo consultar en el texto la formulación de este propósito: además la consulta sólo me daría la capa exterior, inmediata, de un propósito formulado en palabras, no las de este escribir de hoy sino las del escribir de entonces) para descubrir la verdad de S. Ahora bien ¿qué sé yo de eso de la llamada verdad de S.? ¿Quién es S. (ese)? ¿Qué es la verdad?, se preguntó Pilatos. ¿Qué es, repito, la verdad de S.? ¿Y qué verdad o cosa así decible, o designable, o clasificable? ¿La verdad biológica?, ¿la mental?, ¿la afectiva?, ¿la económica?, ¿la cultural?, ¿la social?, ¿la administrativa?, ¿la del amante temporal y protector de Olga, su quinta secretaria?, ¿o la verdad conyugal?, ¿la del marido que traiciona?, ¿la del marido traicionado a su vez?, ¿la del jugador de bridge y de golf?, ¿la del elector de gobiernos fascistas?, ¿la del agua de colonia que usa?, ¿la de la marca de sus tres automóviles?, ¿la del agua de su piscina?, ¿la de sus obsesiones sexuales?, ¿la de su gusto diré que tímido de rascarse lentamente el mentón?, ¿la de las arrugas verticales entre las cejas?, ¿la verdad de la sombra que hace?, ¿la de la orina que vierte?, ¿la de la voz que despidió hace tiempo a treinta y cuatro obreros de la primera fábrica para construir la segunda?, ¿la verdad de las nuevas máquinas que le permiten prescindir hoy de treinta y cuatro obreros y mañana de otros treinta y cuatro? ¿Qué verdad, secretaria Olga? No le hice ninguna de estas preguntas, pero todas ellas, y una infinidad de otras preguntas más, pesaban en mi cuerpo cuando mi cuerpo pesaba sobre el cuerpo de la secretaria Olga, tres días después de nuestra primera relación (sexual). ¿Qué la habría hecho volver? No creo que hubiera sido suficiente el gusto de repetir su afortunado orgasmo: esas cosas (eventos, sensaciones, gozos) cuentan menos de lo que se supone: la memoria no fija el placer, lo fija como una cualidad, no como un valor. Pero la secretaria Olga volvió, y tuvo, no su orgasmo, sino dos, y gritó durante el segundo, mientras yo, tumbado sobre ella, me liberaba en silencio. Quizá viniera por culpa de S., para continuar su pequeño desquite, para practicar su pequeño sacrilegio, el incesto sin consecuencias, el modesto libertinaje con el que desafiaba al sistema que la (in)dignificaba entre las nueve de la mañana y las seis de la tarde y en todas las demás horas del día y de la noche, fuera y dentro del Senatus Populusque Romanus.

La secretaria Olga vino a mi casa en cuanto salió de la SPQR, y se acostó en seguida. No fue a ver el retrato de S.: se acostó enseguida, no en el cómodo diván sino en la cama, casi desnuda, con el sostén y las braguitas que yo le quitaría luego. Así se deben hacer estas cosas. Estábamos muy a gusto, porque Adelina (hay un retrato suyo en un estante del cuarto, entre otras baratijas) tiene el escrúpulo de no venir nunca cuando tiene la regla: obedece, creo yo, a una oscura, no consciente convicción de hallarse en estado de impureza. En esos días es la hija más puntual del mundo: apenas cierra la boutique sube a su mini, se va a casa y allá se quedan las dos mujeres, madre e hija, la seca y la húmeda, ambas secretas e igualadas. Son días de reposo para mí, atropellado ahora por la secretaria Olga que se levanta de la cama y va al teléfono para decirle a alguien de su casa que tiene que hacer horas en la empresa, un tra-bajo urgente que el patrón precisa justo y sin falta para el día siguiente, y que no la esperen a cenar, y que no se preocupen si llega tarde. Me pregunto con quién estará hablando, y luego se lo pregunto a ella. Habló con la madre, siempre andan las madres metidas en estas historias, sabiendo o no sabiendo, pero son las que explican la demora, la ausencia, con modos dignos de fe, para que queden tranquilas las familias e intacta la honra burguesa. Al menos la secretaria Olga no tiene marido ni debe de tener novio. Espera la suerte en cualquiera de sus formas pero sabe que aquí no la encontrará. Vino porque le apeteció y porque tiene una cuestión que dirimir con el retrato del taller. Sentada en la cama, ahora completamente desnuda y con la piel brillante de sudor (estamos en verano, creo que no lo he dicho, y siempre he visto en libros la minucia con que se explica la sucesión de las estaciones), me pre-gunta si podemos cenar en casa. Que dispone de tiempo, como acabo de oír, y lo aprovechamos. Que le gusta estar en la cama conmigo, que sé hacer gozar a una mujer y que incluso no siendo para continuar es bueno. Me lo dice así, de una manera que parece cruda y es sólo natural. Respondo conforme a los preceptos de la modestia masculina a la última parte del discurso, y la llevo a la cocina: huevos, jamón, pan y vino hacen una cena. Y hay melocotón en almíbar para postre y un café razonable. La vida es extremadamente sencilla.

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