José Saramago - Manual de pintura y caligrafía

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Manual de pintura y caligrafía: краткое содержание, описание и аннотация

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Pintor mediocre, dolorosamente consciente de sus limitaciones, H. recurre a las páginas de un diario como medio para comprender sus debilidades estéticas y para comprenderse a sí mismo, cuando acepta el encargo de retratar a S., administrador de una compañía. Enmarañado en una red de banales relaciones humanas y de casuales y previsibles aventuras, H. siente la necesidad de pintar un segundo retrato de S., comenzando a interrogarse sobre e1 sentido de su arte, de las relaciones con sus amigos y su mante, sobre el sentido de su propia vida sin historia.

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En esa media hora acabó ella de beber el primer whisky y empezó el segundo. En esa media hora le hice un retrato rápido, pero de buen parecido, y, para mostrárselo, para verlo con ella, me senté a su lado en el diván, un poco más atrás para poder inclinar con naturalidad mi cabeza sobre su hombro y rozar con mi cara sus cabellos. Todo lo que es uso hacer, con aires que parecen distraídos y en el mismo instante niegan que lo sean, para que el equívoco alcance el superlativo del juego tácito en que ambos lados juegan con cartas propias y ajenas, y al mismo tiempo que simulan ser meros espectadores. Fue en un minuto de esa media hora cuando ella me preguntó si podía quedarse con el retrato y en ese mismo minuto comencé a responderle que para eso lo había hecho. Y ya al minuto siguiente estaba yo cogiéndola por los hombros y la volvía hacia mí y empezaba a acercar mis labios a los suyos. Y puedo decir que si ella apartó la cara fue sólo para que no todo quedara contenido en aquel mismo minuto, que, lo reconozco, tenía ya su cuenta suficiente de placer dado y consentido, y por eso podía admitirse incompleto, aunque indispensable para el placer del minuto siguiente. Juego con las palabras como si usase colores y los mezclara en la paleta. Juego con esas cosas acontecidas, al buscar palabras que las relaten aunque sólo sea aproximadamente. Pero en verdad diré que ningún dibujo o pintura habría dicho, por obra de mis manos, lo que hasta ese preciso instante fui capaz de escribir, y arriesgar. Por sí misma volvió la boca de la secretaria Olga al alcance de la mía, cuando ya la nube negra del centro de mi cuerpo, que es el sexo y mucho más que el simple sexo, se cargaba de corrientes veloces de un fluido sin nombre que me va arrastrando la sangre hacia las cavernas secretas. Supe entonces definitivamente que la secretaria Olga había decidido aquello mismo en el momento en que S. le dio orden de avisarme personalmente, o inmediatamente después, en un lugar cualquiera de su cuerpo, y que lo debía desempeñar sólo una especie de función lustral, agente primordialmente involuntario de su desquite, agente ya de ella cuando la secretaria Olga venía hacia mi casa, todavía lejos, en paz mi sexo, un pago estremecido el de ella. Nos besamos como dos adultos que saben muy bien lo que es el beso. Nos besamos sabiendo cada uno cómo disponer los labios confortablemente, cómo preparar el primer encuentro de las lenguas, cómo dominar la respiración. Y ambos supimos en qué preciso momento del beso debería yo inclinarme sobre ella y ella dejarse doblar por mí, hasta que nos encontramos semitendidos en el diván, en posesión de una nueva intimidad que era la de los cuerpos ciñén-dose el uno al otro, mientras las bocas proseguían su trabajo de provocación remota de los sexos ya estimulados. El momento más difícil es aquel en que las bocas se separan: la mínima palabra puede en este momento resultar excesiva. Ambos lo sabíamos porque inmediatamente yo hice el gesto de agarrarle los senos, y ella, haciendo como que se hurtaba, cruzó los brazos y en un solo movimiento hizo volar la blusa por encima de la cabeza. Hicimos el amor medio desnudos, y lo hicimos bien. Excitada por una actividad mental que yo adivinaba, me alcanzó rápidamente y me rebasó, y pude asistir a su orgasmo en el centro inmóvil de mi nube negra, hasta el momento, a mi vez, de perder el dominio propio y entrar en el remolino. Para un primer acto, fue excelente. No habíamos dicho ni una sola palabra, y yo la temía porque de ella iba a depender la serenidad del después o la común y mal disimulada irritación que de situaciones así nace fácilmente. Noté que en la posición en que estábamos, forzosamente tenía que hacerle daño en una pierna, y se lo pregunté. Ella dijo «un poco», y ésas fueron las primeras palabras, y el movimiento siguiente fue facilitado por la misma incomodidad física, de modo que nos encontramos componiendo nuestras ropas, ayudándola yo a ponerse la blusa, serenamente, como un viejo y habituado matrimonio para el que no hay sorpresas. Pero cuando la vi mirar el retrato de S., cuando reparé en su sonrisa burlona, le pregunté bruscamente si había sido amante del patrón. Yo no esperaba mi propia pregunta, pero ella sí, la esperaba, o al menos la tenía prevista para cualquier ocasión, aquella misma o más tarde, porque volvió los ojos y pronunció la palabra «fui», comenzándola cuando miraba aún el rostro pintado de S. y terminándola mirándome a mí, o quizá no, no a este rostro marcado por las arrugas, no a esta mancha indistinta que vista así hace las veces de cara, no mirándome a mí, digo, sino a cualquier profundo desierto que detrás de mí o en mí se prolongara. Y esta secretaria Olga, cuya importancia es sólo ser secretaria y tener un orgasmo excepcionalmente solícito, dejó que se abriera una grieta en sus murallas en aquel rápido instante para que yo sintiera otra vez este mi antiguo vértigo ante eso que llamé la libertad fundamental de la mujer. Por ese consentimiento se desquitaba ella sobre mí.

Cuando al cabo de unos minutos recobró su papel de subalterna y vino, con gesto galante, a enlazarme el cuello con los brazos y darme una boca fría ya, el juego era otro, con cartas evidentemente viciadas. Pero ésa era nuestra única hipótesis de naturalidad. Por eso pudimos preguntarnos el uno al otro, jugando, «cómo ha podido ocurrir esto», y yo pude preguntar, como debía ser, «cuándo volveremos a estar juntos», y ella pudo responder, como debía ser, «ay, no lo sé, no lo sé, esto ha sido un disparate». Tuvimos con las manos juegos que querían no parecer distraídos y nos besamos deliberadamente pero sin insistir demasiado: en ella y en mí refluía la marea como una vida que se despide. Me dio otro beso cuando nos despedimos en el descansillo, un beso en el que reunió lo poco que de ardor le quedaba. Ni una sola vez había vuelto a mirar el retrato de S.

Cerré la puerta lentamente, volví al taller notando el cuerpo laso, el espíritu distraído, dividido entre la pequeña vanidad de una conquista fácil y la ironía vuelta contra mí al decirme que no había conquistado nada. De los dos, sólo ella hizo realmente lo que quiso, sólo ella fue libre. En cuanto a mí, había sido pasivamente el actor activo (contradicción y pleonasmo) del entremés, el criado mudo que lleva la carta que va a desencadenar el enredo: estreché la mano de mi San Antonio (la posición del brazo derecho invita a eso) y le acaricié la coronilla frailuna: nadie me quitará de la cabeza que los cántaros que este santo partió fueron la máscara prudente de los hímenes que perforaba. Pero tan conciliador del mundo y tan amigo de las mujeres era San Antonio, que los cántaros volvían por milagro a ser lo que habían sido, pero no las virginidades, y menos mal. Repitiendo estas gracias de hereje poco imagi-nativo, fui a darme un baño. Mientras se llenaba la bañera estuve mirando el chorro caliente, oyendo el zumbido del calentador al lado de la cocina. Me pesaba un poco la soledad, quizá. Empezaba a caer la noche. Cuando al fin cerré el grifo, el primer momento me pareció de silencio total, pero, al empezar a desnudarme, oí la radio de un vecino que lanzaba a los aires (discretamente) una canción: casi no entendía las palabras, tampoco la voz, un Ferré, o un Reggiani, probablemente. Maduros, a un paso de lo que no quieren, a un paso de lo poco que aún les sobra y que temen ya que sea casi nada: el tiempo de entrar en un baño caliente y quedarse allí, mientras la casa se recoge virtuosa, mientras el cuerpo se va enfriando, y con él el agua, persistiendo sólo el gotear del grifo mal cerrado, quedando sólo por saber si alguien se enterará de lo sucedido antes de que el agua se desborde y caiga hasta el piso de abajo. En un impulso que ni siquiera intenté contener, tiré del tapón de la bañera: el agua bajó rápidamente hasta el gorgoteo final del desagüe anticuado. Entonces, salvado de la muerte, enchufé la ducha y me lavé. Deprisa. Y al cabo de unos minutos, mal secado, metido en un batín, miraba por una de las ventanas del taller el cielo ya todo oscuro, las luces del río, la noche. «¿Qué pasa?», pregunté.

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