En editorial no firmado proponía la adopción, por los dos países peninsulares, de una estrategia conjunta y complementaria que los convirtiera en el fiel de la balanza de la política mundial, Portugal vuelto hacia Occidente, hacia los Estados Unidos, España vuelta hacia Oriente, hacia Europa. Un diario español, para no quedarse atrás en cuanto a originalidad, defendió la tesis administrativa que hacía de Madrid el centro político de toda esta maquinaria, con el pretexto de que la capital española se encuentra, por así decirlo, en el centro geométrico de la península, cosa que, por otra parte, no es verdad, basta con mirar, pero hay gente que no repara en medios para alcanzar sus fines. El coro de protestas no se limitó a Portugal, también las regiones autónomas españolas se alzaron contra la propuesta considerada como una nueva manifestación del centralismo castellano. En el lado portugués se dio lo que sería de esperar, una súbita revivescencia de los estudios ocultistas y esotéricos, que si no llegó a más fue sólo porque la situación se alteró radicalmente, pero incluso así aún dio tiempo para que se agotaran todas las ediciones de la Historia del Futuro del padre Antonio Vieira y de las Profecías de Bandarra, aparte de Mensagem, de Femando Pessoa, pero esto ya ni que decir tiene.
Desde un punto de vista de política práctica, el problema que se discutía en las cancillerías europeas y americanas era el de las zonas de influencia, es decir, si pese a la distancia, la península, o isla, debería mantener sus lazos naturales con Europa, o si, sin llegar a cortarlos completamente, debería orientarse, con preferencia, hacia los designios y el destino de la gran nación norteamericana. Aunque sin esperanza de influir decisivamente en la cuestión, la Unión Soviética recordaba y volvía a recordar que nada podría resolverse sin su participación en las discusiones, y mientras tanto reforzó la escuadra que desde el principio venía acompañando el errático viaje, a la vista, claro está, de las escuadras de las otras potencias, la norteamericana, la británica, la francesa.
Fue en el ámbito de estas negociaciones donde los Estados Unidos hicieron saber a Portugal, en una audiencia urgente solicitada por el embajador Charles Dickens al presidente de la República, que ya no tenía sentido la permanencia de un gobierno de salvación nacional, dado que habían cesado las razones que, Muy discutiblemente, señor presidente, si me permite mi opinión, habían llevado a que se constituyera. De esta impertinente diligencia hubo conocimiento por la puerta excusada y no porque los servicios competentes de la Presidencia hubieran hecho público un comunicado, o por declaraciones del embajador a la salida de Belem, de hecho se limitó a decir que había sostenido con el señor presidente una conversación muy abierta y constructiva. Pero fue bastante para que los partidos que inevitablemente tendrían que abandonar el gobierno, bien por su remodelación o por elecciones generales, pusieran el grito en el cielo denunciando la injerencia intolerable consustancial a la intervención imperativa del embajador. Las cuestiones internas de los portugueses, decían, compete a los portugueses resolverlas, y añadían con despiadada ironía, El hecho de que el señor embajador haya escrito David Copperfield no le autoriza a venir a dar órdenes a la patria de Camoes y de Os Lusíadas. En esto estaban todos cuando, sin avisar, la península se puso de nuevo en movimiento.
Pedro Orce tuvo razón, allá en la falda de los Pirineos, cuando dijo, Se habrá parado, sí señor, pero sigue temblando, y para no ser el único en afirmarlo, puso la mano en el lomo del can Constante, temblaba también el animal, como pudieron comprobar de inmediato los dos hombres y las dos mujeres, repitiendo la experiencia que en las áridas tierras entre Orce y Venta Micena, bajo el olivo cordovil, único, habían hecho Joaquim Sassa y José Anaiço. Pero ahora, y el asombro fue general y mundial, el movimiento no era ni hacia occidente ni hacia oriente, ni hacia el norte ni hacia el sur. La península giraba sobre sí, en sentido diabólico, es decir al contrario de las agujas del reloj, cosa que, al divulgarse, fue causa inmediata de mareos en la población portuguesa y española, aunque la velocidad de rotación no fuera precisamente vertiginosa. Ante aquel fenómeno definitivamente insólito, que ponía en cuestión, y ahora de manera absoluta, todas las leyes físicas, sobre todo las mecánicas, por las que la tierra ha venido rigiéndose, se interrumpieron las negociaciones políticas, las combinaciones de gabinete y pasillo, las maniobras diplomáticas a filo vivo o gota de agua. Convengamos, no obstante, en que no es fácil mantener la serenidad, la sangre fría, cuando se sabe, por ejemplo, que la mesa del consejo de ministros, con la casa y la ciudad, y el país, y la península entera, eran como un carrusel que iba girando lentamente como en un sueño. Las personas más sensibles juraban que notaban el desplazamiento circular, aunque reconocieran que no se enteraban del de la propia tierra en el espacio, y para demostrarlo, extendían los brazos para agarrarse, no todas lo conseguían, caían incluso, y se quedaban en el suelo tumbadas, viendo como el cielo rodaba lentamente, por la noche las estrellas y la luna, el sol también durante el día, con cristales ahumados, aunque en opinión de ciertos médicos se trataba sólo de manifestaciones histéricas.
Claro está que no faltaron escépticos más radicales, no podía ser que la península girara sobre sí misma, imposible, lo de deslizarse, pase, todos sabemos qué es un deslizamiento de tierras, lo que pasa en un talud cuando llueve mucho le puede ocurrir a la península incluso sin llover nada, pero la tan pregonada rotación significaría que la península estaría retorciéndose sobre su propio eje, y, aparte de ser esto algo objetivamente imposible, si no lo fuera también subjetivamente, el resultado sería que iba a partirse tarde o temprano el núcleo central, y entonces, sí, entonces nos quedaríamos a la deriva sin amarras, entregados al albur y a la suerte. Olvidaban éstos que la rotación podría estar haciéndose simplemente por una placa que rodara sobre otra placa, esta pizarra cenagosa, fíjense, compuesta, como su nombre indica, por laminillas superpuestas, si la adhesión entre dos placas se aflojaba, una podría perfectamente girar sobre la otra, manteniendo, al menos teóricamente, cierto grado de unión entre sí capaz de impedir el total desligamiento. Eso es lo que pasa, afirmaban los defensores de esta hipótesis. Y para poder confirmarla mandaron otra vez a los submarinistas al fondo del mar, lo más profundo que pudieran en esa región abisal del océano, y fueron también el Archimède, el Cyana, y un ingenio japonés de nombre dificilísimo, el resultado de todos estos esfuerzos fue que el investigador italiano repitiera la frase célebre, salió del agua, abrió la escotilla y dijo ante los micrófonos de las televisiones del mundo entero, No puede moverse, y sin embargo se mueve. No había ningún eje central retorcido como una cuerda, no había placas, pero la península giraba majestuosamente en medio del océano Atlántico, y a medida que iba girando se iba haciendo cada vez menos reconocible a nuestros ojos, Es realmente aquí donde hemos vivido, se preguntaba la gente, la costa portuguesa toda apuntando al sudoeste, lo que fuera el antiguo extremo oriental de los Pirineos apuntando a Irlanda. Se hizo obligatorio en los vuelos transatlánticos una observación de la península, aunque, la verdad sea dicha, el provecho no fue mucho, por faltar la indispensable referencia fija con que poder establecer la relación. Verdaderamente nada podía sustituir la imagen recogida y transmitida por satélite, la fotografía desde gran altitud, entonces sí, se tenía una idea adecuada de la magnitud del fenómeno.
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