Y quizá porque estaban hablando no tanto del frío que sentían, sino de un frío mayor que otra persona, quién, podría sentir, no de sí mismas, realmente, que todas las noches tenían el calor de sus hombres, y también durante el día si eran favorables las circunstancias, cuántas veces iba una pareja en el pescante, con Pedro Orce, mientras la otra, tumbada, se dejaba mecer por la andadura de Dos Caballos, después de medio desnudos el hombre y la mujer, haber satisfecho una exigencia súbita o aplazada del deseo. Quien supiera que en aquel carromato viajaban cinco personas así distribuidas por sexos podría, con alguna experiencia de la vida, sabe qué pasaba bajo el toldo, de acuerdo con la composición del grupo que iba en el pescante, por ejemplo, si en él viajaban los tres hombres, se podía apostar que las mujeres iban entregadas a los cuidados domésticos, sobre todo a la costura, o sí, como queda dicho, viajaban dos hombres y una mujer, la otra mujer y el otro hombre estarían en su intimidad, puede incluso que vestidos y conversando. No eran éstas las únicas combinaciones posibles, claro está, pero de lo que no hay memoria es de que fuese en el pescante una mujer con un hombre que no fuera el suyo, porque lo mismo tendría que estar ocurriendo bajo el toldo, y eso había que evitarlo, por el qué dirán. Estos acomodos se fueron disponiendo por sí mismos, no fue preciso reunir el consejo de familia para deliberar sobre las formas de proteger la moral dentro y fuera del toldo, y de ellos resultó, por inevitable efecto matemático, que casi siempre viajara Pedro Orce en el pescante, salvo en las ocasiones, raras, en que los tres hombres descansaban al mismo tiempo y conducían las mujeres, o cuando, pacificados los sentidos, podía ir delante una pareja, mientras la otra, bajo el toldo, no cometía, en su intimidad ahora disminuida, actos que a Pedro Orce pudieran desasosegar, ofender o, alterar en su estrecho jergón puesto de través, Pobre Pedro Orce, dijo María Guavaira a Joana Carda cuando José Anaiço habló de los fríos de Terranova y de las ventajas de ser esquimal, y Joana Carda concordó, Pobre Pedro Orce.
Casi siempre acampaban antes de anochecer, les gustaba elegir un buen sitio, con agua cerca, y de ser posible a la vista de un poblado, y si un lugar les gustaba mucho se quedaban allí aunque quedaran todavía dos o tres horas de sol. La lección de los caballos fue bien aprendida, con general provecho, los animales descansaban ahora más porque los humanos habían perdido el humano vicio de la impaciencia y la prisa. Pero desde que María Guavaira dijo aquel día, Pobre Pedro Orce, una atmósfera diferente envuelve la galera en su viaje y a las personas que dentro de ella van. Da esto que pensar si recordamos que sólo Joana Carda oyó las palabras dichas y que, repitiéndolas, las oyó a su vez sólo María Guavaira, y sabiendo nosotros que ambas las guardaron para sí, que no era este asunto para diálogo sentimental, entonces concluiremos que una palabra, cuando dicha, dura más que el sonido y los sonidos que la forman, se queda por ahí, invisible e inaudible para poder guardar su propio secreto, como una especie de simiente oculta bajo tierra, que germina lejos de los ojos, hasta que de repente se abre la tierra y sale a la luz un tallo enrollado una hoja arrugada que se va desplegando lentamente. Acampaban, desuncían los caballos, los liberaban de los arreos, encendían el fuego, actos y gestos cotidianos que todos ejecutaban ya con igual competencia, de acuerdo con las tareas diariamente distribuidas a cada uno. Pero, contra lo que desde el principio era costumbre, no hablaban mucho, y seguro que ellos mismos se quedarían sorprendidos si les anunciáramos, Hace diez minutos que no han cruzado ustedes una palabra, entonces tomarían conciencia de la naturaleza peculiar de aquel silencio, o responderían como quien no quiere reconocer un hecho evidente y busca una inútil justificación, A veces pasa, la verdad es que no puede estar uno hablando siempre. Pero si en ese momento se miraran unos a los otros, verían en el rostro de cada uno, como en un espejo, su propia compulsión, el embarazo de quien sabe que las explicaciones son palabras vacías. Aunque debe aclararse que en las miradas cambiadas entre María Guavaira y Joana Carda hay sentidos que resultan explícitos para ellas, de tal modo que no aguantan durante mucho tiempo la mirada y desvían los ojos.
Solía Pedro Orce, tras acabar el trabajo que le competía, alejarse del campamento con el perro Constante, decía él que para reconocer los alrededores. Se demoraba siempre mucho, tal vez porque anduviese despacio, tal vez porque diese grandes rodeos, tal vez porque se quedara sentado en una piedra viendo el desmayar de la tarde, lejos de la vista de los compañeros. Un día, hace pocos, Joaquim Sassa dijo, Quiere estar solo, quizá se sienta triste, y José Anaiço comentó, Si yo estuviera en su lugar haría probablemente lo mismo. Las mujeres habían acabado de lavar alguna ropa y la estaban colgando en una cuerda tendida entre el arco del toldo y una rama de árbol, oyeron y se callaron, que la charla no iba con ellas. Fue pocos días después de que María Guavaira, por lo de los fríos de Terranova, le dijera a Joana Carda, Pobre Pedro Orce.
Están solos, caso raro, que cuatro den la impresión de estar solos, esperan a que la sopa esté lista, hay aún mucha luz en el día, y para aprovechar el tiempo José Anaiço y Joaquim Sassa comprueban el estado de los arreos, mientras las mujeres hacen cuentas de lo vendido, cuentas que luego pasará a los libros el contable Joaquim Sassa. Pedro Orce se ha alejado, desapareció entre aquellos árboles hace unos diez minutos, el perro Constante fue con él, como de costumbre. Ahora no se siente frío, y la brisa que corre será tal vez el último soplo tibio del otoño, o lo sentimos así por comparación con estos días agrestes ya. María Guavaira dice, Tenemos que comprar delantales, nos quedan pocos, y después de decirlo levantó la cabeza y miró a los árboles, el cuerpo sentado hizo un movimiento, como un impulso primero reprimido y luego libre, no se oía más que el masticar áspero de los caballos, entonces María Guavaira se levantó y fue andando hacia los árboles, por donde había salido Pedro Orce. No miró hacia atrás, ni siquiera cuando Joaquim Sassa le preguntó, Adónde vas, pero tampoco la pregunta llegó a ser realmente concluida, quedó en suspenso, digamos cuando iba mediada, porque la repuesta se anticipó, y no admitía enmienda. Pasados unos minutos apareció el perro, se tumbó debajo de la galera. Joaquim Sassa se había apartado unos metros, parecía estudiar con gran atención unos cerros distantes. José Anaiço y Joana Carda no se miraban el uno al otro.
Al fin volvió María Guavaira cuando caían ya las primeras sombras de la noche. Venía sola. Se acercó a Joaquim Sassa, pero éste violentamente le dio la espalda. El perro salió de debajo de la galera y desapareció. Joana Carda encendió la lámpara. María Guavaira sacó la sopa del fuego, echó aceite en una sartén, la puso a la lumbre, esperó a que el aceite estuviese caliente, entretanto partió unos huevos, los batió, les echó unas rodajas de chorizo, al poco tiempo se extendía por el aire un olorcillo que en otra ocasión les haría la boca agua a todos. Pero Joaquim Sassa no vino a cenar, María Guavaira lo llamó y él no vino. Sobró comida. Joana Carda y José Anaiço tenían poco apetito, y cuando Pedro Orce volvió, ya el campamento estaba a oscuras, sólo en la hoguera se consumían los últimos tizones. Joaquim Sassa se echó debajo de la galera, pero empezaba a enfriar la noche, del lado de las montañas venía, sin viento, una masa de aire frío. Entonces Joaquim Sassa le pidió a Joana Carda que se acostara con María Guavaira, no dijo el nombre, dijo, Acuéstate a su lado, yo me quedo con José, y como le pareció que era el momento adecuado para un sarcasmo, añadió, No hay peligro, aquí todos somos gente seria, nada promiscua. Pedro Orce, al regresar, subió por el pescante, no se sabe por qué pero el perro Constante encontró manera de subir con él, fue la primera vez.
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