José Saramago - La balsa de piedra

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Novela alegórica o parábola de largo aliento, La balsa de piedra (1986) cuenta lo que podría suceder si la península Ibérica se separara del continente europeo para convertirse en una isla flotante. Tan extraordinarios acontecimientos son narrados a partir de un grupo de personajes comunes y corrientes cuyas vidas han sido tocadas por lo misterioso: Pedro Orce es el único que siente la tierra temblar, Joaquim Sassa en algún momento tuvo una fuerza sobrenatural, Joana Carda trazó sobre la tierra una línea imposible de borrar, José Anaico es seguido a todas partes por una multitud de pájaros. Todos ellos viajan juntos por la península convencidos de ser los elegidos para solucionar el problema, aunque no saben cómo lo harán.
Con un epígrafe del cubano Alejo Carpentier (“Todo futuro es fabuloso”), Saramago parece reconocer las múltiples coincidencias de este relato con lo real-maravilloso latinoamericano. No sólo por lo inverosímil de los sucesos narrados, también por el empleo de un lenguaje barroco, lleno de oraciones subordinadas y elementos explicativos. Y hasta por un cierto carácter autoreferencial del texto, pues el narrador está constantemente cuestionando su discurso, al punto de llegar a corregirse a sí mismo: “Pasando lo escrito a palabras menos barrocas y construcciones más ventiladas…”
Esta aproximación a la literatura y a la cultura latinoamericana es un elemento central en esta novela escrita en el contexto de los debates que hubo, tanto en Portugal como en España, con motivo de la integración de estos países a la Comunidad Económica Europea. En propias palabras del autor, se trata de “una novela profundamente ibérica relativa a Portugal y al conjunto de los pueblos españoles que comparten una cultura común, una cultura que no es rigurosamente europea”. En la narración la península se aleja de Europa hasta llegar a la mitad del Atlántico, para después dirigirse al sur, hacia algún punto entre Sudamérica y África, cerca de las antiguas colonias españolas y portuguesas.
A pesar de lo polémico y coyuntural del tema, Saramago no descuida la calidad literaria. En lo formal podemos encontrar su conocido estilo, deslumbrante y sumamente musical; el personalísimo empleo de los adjetivos y de los diálogos (sin guiones ni comas para señalarlos); la destreza en el manejo de las técnicas narrativas. También están presentes su irónico sentido del humor, el interés por los pobres y desvalidos (aquí representados por esa masa que toma por asalto los hoteles vacíos), y su preocupación por temas como el amor, la muerte o el destino.
Son estos últimos aspectos los que terminan imponiéndose en el relato. No hay una solución mágica a los problemas, y el peregrinar de los protagonistas concluye cuando las relaciones entre ellos (vínculos de pareja, rencores y rivalidades) se hacen imposibles de manejar. Lo personal y lo colectivo se unen en el extraño final del libro: “La península se detuvo, los viajeros descansarán aquí este día… Los hombres y las mujeres seguirán su camino, qué futuro, qué tiempo, qué destino”

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Al día siguiente, Pedro Orce fue siempre en el pescante. A su lado iban José Anaiço y Joana Carda, dentro de la galera, sola, María Guavaira. Los caballos iban al paso. Cuando querían, por su gusto y voluntad, marcar un trote, José Anaiço les moderaba los inoportunos ímpetus. Joaquim Sassa iba a pie, detrás de la galera, muy alejado. Hicieron pocos kilómetros aquel día. Iba aún mediada la tarde cuando José Anaiço detuvo a Dos Caballos en un sitio que parecía gemelo del otro, era como si no hubieran llegado a salir de allí o hubieran descrito un círculo completo, hasta los árboles parecían los mismos. Joaquim Sassa no apareció hasta mucho después, cuando ya caía el sol en el horizonte. Al verlo acercarse, Pedro Orce se alejó, los árboles lo ocultaron pronto, el perro se fue tras él. La hoguera ardía alta, pero era temprano aún para preparar la cena, además la sopa estaba hecha y quedaban los huevos con chorizo que sobraron. Joana Carda le dijo a María Guavaira, No hemos comprado los delantales, y sólo nos quedan dos. Joaquim Sassa le dijo a José Anaiço, Mañana me voy, me dais mi parte del dinero, me señalas en el mapa dónde estamos, por aquí habrá alguna estación de tren. Entonces se levantó Joana Carda y caminó hacia los árboles, por donde había desaparecido Pedro Orce con el perro. José Anaiço no preguntó, Adónde vas. El perro apareció unos minutos después y se tumbó debajo de la galera. Pasó un tiempo, volvió Joana Carda, venía con ella Pedro Orce, que se resistía, pero ella tiraba de él mansamente, como si no necesitara hacer mucha fuerza, o era una fuerza diferente. Llegaron delante de la hoguera, Pedro Orce con la cabeza baja, despeinado su pelo blanco que a la luz inestable de las llamas parecía danzarle en la cabeza, y Joana Carda, que llevaba la blusa fuera de los pantalones por un lado, dijo, y mientras hablaba se dio cuenta del desarreglo en que se hallaba, sin dejar de hablar, lo remedió, sin disimular, naturalmente, La vara con la que rayé el suelo ha perdido su virtud, pero va a servir aún para hacer aquí otra raya, y vamos a saber quién se queda de un lado y quién del otro, si es que no podemos quedamos todos juntos del mismo lado, A mí me da lo mismo, me voy mañana, dijo Joaquim Sassa, No, soy yo quien me voy, dijo Pedro Orce, Nos unirnos un día, y del mismo modo podemos separarnos, dijo Joana Carda, pero si hay que buscar un culpable para justificar la separación, ese culpable no es Pedro Orce, si hay algún culpable, somos nosotras dos, María Guavaira y yo, y si creéis que lo que hicimos necesita explicación, es que estábamos todos equivocados desde el día mismo en que nos conocimos, Yo me voy mañana, dijo Pedro Orce, No te vas, dijo María Guavaira, y, si te vas, lo más seguro es que nos separemos todos, porque ni ellos van a ser capaces de quedarse con nosotras, ni nosotras con ellos, y no porque no nos amemos, será porque no somos capaces de comprender. José Anaiço miró a Joana Carda, tendió bruscamente las manos hacia el fuego como si de pronto se le hubieran enfriado, y dijo, Yo me quedo. María Guavaira preguntó, y tú, te vas o quieres quedarte. Joaquim Sassa no respondió de inmediato, acarició la cabeza del perro que se le había acercado, luego pasó la punta de los dedos por el collar de lana azul, hizo lo mismo con el brazalete que llevaba en la muñeca, y dijo al fin, Me quedaré, pero con una condición. No tuvo que decir cuál, Pedro Orce estaba hablando, Soy un viejo, o casi un viejo, estoy en esa edad en que no se sabe bien, pero más viejo que joven, Por lo visto, no tan viejo, sonrió José Anaiço, y su sonrisa era melancólica, Son cosas que pasan, ya veces de tal modo que no vuelven a repetirse, parecía que iba a continuar, pero se dio cuenta de que ya lo había dicho todo, movió la cabeza y se alejó de allí para poder llorar. Si fue mucho o poco, no se sabe, para llorar tenía que estar solo. Aquella noche durmieron todos dentro de la galera, pero aún sangraban las heridas, se quedaron juntas las dos mujeres, juntos los hombres traicionados, y Pedro Orce, de cansado, pasó la noche en un sueño, hubiera querido que lo mortificase el insomnio, pero la naturaleza fue más fuerte.

Los despertaron los pájaros temprano, primero, cuando apenas clareaba, salió Pedro Orce, por la parte de delante de la galera, luego Joaquim Sassa y José Anaiço por detrás, y finalmente las mujeres, como si vinieran todos de mundos diferentes y tuvieran que encontrarse aquí por primera vez. Al principio casi sin mirarse, sólo a hurtadillas, se diría que la visión de un rostro completo sería insoportable, excesiva para las flacas fuerzas con que habían salido de la crisis de estos días. Después del café de la mañana empezaron a oírse palabras sueltas, una recomendación, una petición, una orden cautelosamente formulada, pero el primer problema delicado iba surgir ahora, cómo se colocarían los viajeros en la galera, teniendo en cuenta las complicadas variantes de organización de los grupos, como antes tuvimos la ocasión de explicar. Que fuese Pedro Orce al pescante, ahí no habría duda, pero los hombres y las mujeres, con el rescoldo del conflicto, no podían seguir separados, reparen en la desagradable y equívoca situación, viajar Joaquim Sassa y José Anaiço con Pedro Orce en el pescante, qué charla podrían tener, o, embarazo peor aún, ir delante Joana Carda y María Guavaira, qué conversación sería la de ellas con el cochero, qué evocaciones, y entretanto, debajo del toldo, qué roer de uñas habría, los dos maridos preguntándose el uno al otro, Qué se estarán diciendo. Son situaciones que dan risa cuando.las vemos desde fuera, pero se acaban las risas cuando nos imaginamos a nosotros mismos en el angustioso trance en que éstos se hallan. Afortunadamente, todo tiene remedio, sólo la muerte no lo tiene aún. Ya Pedro Orce estaba sentado en su lugar, empuñando las riendas, a la espera de lo que decidieran los otros, cuando José Anaiço dijo, así, como dirigiéndose a los espíritus invisibles del aire, Que vaya andando la galera, Joana y yo seguiremos un rato a pie, Nosotros también, dijo Joaquim Sassa. Pedro Orce agitó las riendas, los caballos dieron el primer tirón, luego el segundo más convincente, pero ni aunque quisieran podrían ir de prisa, la carretera sube ahora en pendiente fuerte, entre montes que crecen a la izquierda, Estamos en los contrafuertes de los Pirineos, piensa Pedro Orce, sin embargo es tan grande la serenidad de estas alturas que ni parece que haya sido éste el lugar de las dramáticas rupturas relatadas. Detrás vienen las dos parejas, no juntas, claro está, lo que tienen que hablar es para hacerlo entre hombre y mujer, sin testigos.

Las montañas no son buenas para el negocio, y éstas lo serían menos que cualquier otra. A la escasa población que afecta en general a estas encrespadas geografías, se une, en este caso, el susto de las poblaciones que todavía no se han habituado a la idea de que a los Pirineos del lado de aquí les falta el complemento y el apoyo del lado de allá. Las aldeas están casi desiertas, algunas del todo abandonadas, es lúgubre la impresión que causa el ruido de las ruedas de Dos Caballos en el empedrado de las calles, entre puertas y ventanas que no se abren, Mejor estaría en Sierra Nevada, piensa Pedro Orce, y estas mágicas y deslumbrantes palabras le llenaron el pecho de saudade, o añoranza, para usar el vernáculo castellano. Si de tal desolación alguna ventaja se puede sacar, será que los viajeros van a dormir, después de tantas noches de incomodidad y alguna promiscuidad, no nos referimos a una reciente y particular manifestación sobre la que se dividen los juicios y que precisamente andan ahora los interesados discutiendo, la ventaja será que puedan dormir en estas casas abandonadas por sus habitantes, bienes y valores fueron llevados en el éxodo, pero las camas, generalmente, las dejaron. Qué lejos estamos de aquel día en que María Guavaira enérgicamente rechazó la sugerencia de dormir en casa ajena, ojalá esta fácil complacencia de ahora no sea indicio de relajación moral, sino simple efecto de las lecciones de la dura experiencia.

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