Afortunadamente, los viajeros no tienen prisa. Al principio, cuando salieron de las ya distantes tierras gallegas, aún les parecía que había fechas que cumplir e itinerarios que respetar, incluso tenían una cierta sensación de urgencia, como si cada uno tuviera que llegar a tiempo de salvar a su padre de la horca y llegar al patíbulo antes de que el verdugo abriese la trampilla. Aquí no se trata de padre o madre, que de éstos nada sabemos, excepto de la madre de María Guavaira, que está loca y no la tienen ya en A Coruña, o quizá haya vuelto, pasado el peligro. De las otras madres y de los otros padres, antiguos y modernos, nada fue revelado, cuando los hijos se callan deben callarse igualmente las preguntas y recogerse las indagaciones, realmente en cada uno de nosotros empieza y acaba el mundo, si con esta declaración no quedan mortalmente ofendidos el espíritu de la familia, el interés de la herencia y la limpieza del nombre. La carretera, en pocos días, se ha convertido en un mundo fuera del mundo, como cualquier hombre que, estando en el mundo, descubre que él es también un mundo, y no es difícil, basta crear un poco de soledad a su alrededor, como estos viajeros que, yendo juntos, van solos. Por eso no tienen prisa, por eso han dejado de echar cuentas sobre el camino andado, las pausas son para el negocio y para el reposo, y no es raro que apetezca parar sin más motivo que ese mismo deseo, para lo que siempre hay razones y en general no perdemos el tiempo en buscarlas. Todos acabamos por llegar a donde queremos, y todo es cuestión de tiempo y de paciencia, la liebre va más rápida que la tortuga, quizá llegará primero, siempre que no encuentre en el camino un cazador con escopeta.
Dejamos el páramo leonés, vamos ahora por Tierra de Campos, donde nació y floreció aquel famoso predicador fray Gerundio de Campazas, cuyos hechos y dichos relató por lo menudo el no menos célebre padre Isla, para escarmiento de oradores prolijos, citadores impenitentes, refranistas convulsos y escritores descomedidos, malo es que nos haya aprovechado tan poco la lección siendo tan clara. Cortemos, pues, apenas nacido, el divagante exordio, y digamos, con recta simplicidad, que los viajeros irán a dormir esta noche a un pueblo llamado Villalar, no lejos de Toro, Tordesillas y Simancas, lugares todos ellos que a la historia portuguesa tocan de cerca, por batalla, tratado y archivo. Siendo José Anaiço profesor de oficio, son nombres que despiertan en él fáciles evocaciones, sin gran desarrollo, por otra parte, pues su ciencia histórica en general no pasa de los rudimentos, poco más abastecida de pormenores que la de sus oyentes, españoles y portugueses, que algo habrán aprendido, y no del todo olvidado, respecto a Simancas, Toro y Tordesillas, de acuerdo con la prodigalidad informativa y el interés nacional de los manuales de historia patria de un lado y otro. Pero de Villalar ninguno sabe nada, salvo Pedro Orce que, pese a ser oriundo de tierras andaluzas, tiene las luces de quien anduvo, en cualquier tiempo, por las tierras todas de la península, el hecho de que dijera que no conocía Lisboa, cuando allí estuvo hace dos meses, nada supone contra esta hipótesis, puede simplemente no haberla reconocido, como no la reconocerían hoy sus fundadores fenicios, los pobladores romanos, los dominadores visigodos, quizá con algunos vislumbres sí los musulmanes, y cada vez de manera más confusa los portugueses.
Están sentados en tomo a la hoguera, dispuestos por parejas, Joaquim y María, José y Joana, Pedro y Constante, la noche está un poco fría, pero el cielo es sereno y límpido, casi no se ven estrellas, porque la luna, que salió pronto, inunda de claridad los campos rasos y, aquí cerca, los tejados de Villalar, cuyo alcalde, hombre cabal, no puso objeciones a que se instalaran tan cerca de la población las gentes de la caravana hispano-portuguesa, pese al oficio que practican, de nómadas y buhoneros, competidores, en esta especialidad mercantil, con el comercio local. La luna no va alta, pero tiene ya el aspecto con que más nos gusta verla, un disco luminoso inspirador de versos fáciles y sentimientos facilísimos, cedazo de seda que va empolvando una harina alba sobre el paisaje rendido. Decimos entonces, Qué hermosa luna, e intentamos olvidar el escalofrío de miedo que sentimos cuando el astro aparece enorme, rojo, amenazador, sobre la curva de la tierra. Después de tantos y tantos milenios, la luna naciente todavía sigue surgiendo hoy como una amenaza, una señal del fin, menos mal que la ansiedad dura sólo pocos minutos, asciende el astro en el cielo, se vuelve pequeño y blanco, podemos respirar descansados. Y los animales también se afligen, hace poco, al salir la luna, el perro se quedó mirándola, tieso, yerto, tal vez habría aullado si no le faltaran las cuerdas vocales, pero todo él se erizaba como si una mano helada le acariciara el lomo a contrapelo. Son momentos en los que el mundo se sale de sus ejes, nos damos cuenta de que nada está seguro, y si pudiéramos dar voz plena a lo que sentimos diríamos, con expresiva ausencia de retórica, Nos hemos librado por un pelo.
Las historias de Villalar que conoce Pedro Orce vamos a saberlas ahora, cuando acabe la cena, mientras danza la hoguera en el aire quieto, se miran pensativos los viajeros, tienden las manos hacia ella como si las impusieran o al fuego se rindiesen, hay un viejo misterio en esta relación entre nosotros y el fuego, hasta con el cielo encima, es como si estuviéramos, él y nosotros, en el interior de la caverna original, gruta o matriz. Hoy le toca lavar los platos a José Anaiço, pero no hay prisa, la hora es pacífica, casi dulce, la luz de las llamas recorre los rostros atezados por el aire libre, rostros que tienen el color que les da el sol cuando nace, el sol es de otra naturaleza y está vivo, no muerto como la luna, ésa es la diferencia.
Y dice Pedro Orce, Quizá no lo sepáis, pero hace muchos y muchos años, en mil quinientos veintiuno, hubo en estas tierras de Villalar una gran batalla, mayor por las consecuencias que por la gente muerta, y si la hubieran ganado quienes la perdieron, otro mundo habríamos heredado los vivos de hoy. De grandes batallas que han quedado en la historia tiene José Anaiço suficiente información, y si a quemarropa se lo pidieran, recitaría sin dudar una docena de nombres, empezando, clásicamente, por Maratón y las Termópilas, y, sin cuidado de la cronología, Austerlitz y Borodino, el Marne y Monte Cassino, las Ardenas y Al-Alamein, Poitiers y Alcazarquivir, y también Aljubarrota, que para el mundo no es nada y para nosotros lo es todo, aquéllas vinieron emparejadas sin ninguna razón particular, Pero esta batalla de Villalar nunca la oí, concluyó José Anaiço. Pues esta batalla, explicó Pedro Orce, ocurrió cuando las comunidades de España se levantaron contra el emperador Carlos Quinto, extranjero, pero no tanto por ser extranjero, que en los siglos de antiguamente lo más común de la vida era que vieran los pueblos cómo les entraba por la puerta un rey hablándoles en otra lengua, el negocio era todo entre casas reales que se jugaban los suyos y otros países, no voy a decir que a los dados o a la baraja, sino por intereses de dinastías, con trucos de alianzas y cosas de casamientos, por eso no vamos a decir que se alzaran las comunidades contra el rey intruso, y tampoco vamos a imaginar que fue la gran guerra de pobres contra ricos, ojalá todas las cosas, éstas y las demás, fueran tan sencillas como explicarlas, el caso es que a los nobles españoles no les gustaba nada, pero nada, que a los extranjeros del emperador les hubiesen sido distribuidos tantos cargos y oficios, y una de las primeras resoluciones de los nuevos señores fue elevar los impuestos, es remedio infalible para costear lujos y aventuras, ahora bien la primera ciudad rebelde fue Toledo, y luego siguieron otras el ejemplo, Toro, Madrid, Ávila, Soria, Burgos, Salamanca, y más y más, pero los motivos de una no eran los motivos de la otra, algunas veces coincidían, claro, pero otras se contradecían, y si era así con las ciudades mucho más lo era con las personas que las habitaban, había caballeros que sólo defendían sus intereses y ambiciones, y por eso cambiaban de campo conforme soplaba el viento y venía el beneficio, pues bien, como siempre acontece, el pueblo estaba metido en esto por sus propias razones pero sobre todo por las ajenas, es así desde que el mundo es mundo, aunque si el pueblo fuese todo uno, estaría bien, pero el pueblo no es todo uno, ésta es una idea que cuesta mucho meterle en la cabeza a la gente, sin hablar de que los pueblos viven generalmente engañados, tantas veces llevaron sus procuradores un voto a cortes y, llegados allí, por soborno o amenaza, votaron los diputados lo contrario de la voluntad de quien los mandó, la maravilla es que a pesar de tanto descontento y contradicción, fueran las comunidades capaces de organizar milicias e ir a la guerra contra el ejército del rey, ni que decir tiene que hubo batallas ganadas y perdidas, aquí en Villalar fue donde se perdió la última, y por qué, lo de siempre, errores, incompetencias, traiciones, gente que se cansó de esperar la soldada y se marchó, se dio la batalla, unos la ganaron, otros la perdieron, nunca llegó a saberse cuántos comuneros murieron, aquí, por las cuentas modernas no fueron muchos, hay quien dice que dos mil, hay quien jura que no pasaron del millar, y hasta que fueron sólo doscientos, no se sabe, no se sabrá, salvo si a alguien un día se le ocurre remover estas tierras cementeriales y contar los cráneos enterrados, que contar los demás huesos no iba a servir más que para aumentar la confusión, tres de los capitanes de las comunidades fueron juzgados al día siguiente, condenados a muerte y decapitados en la plaza de Villalar, se llamaban Juan de Padilla, toledano, Juan Bravo, segoviano, y Francisco Maldonado, salmantino, ésta fue la batalla de Villalar, que si hubiera sido ganada por quien la perdió podría haber cambiado el destino de España, con una luna como ésta quién puede imaginar lo que habrá sido la noche y el día de la batalla, llovía, los campos estaban inundados, combatían hundidos en el barro, sin duda para las cuentas modernas fue poca la gente que murió, pero a uno le dan ganas de decir que la poca gente muerta en las guerras de antiguamente pesa más en la historia que los centenares de miles y millones del siglo veinte, lo que no cambia es la luna, tanto cubre Villalar como Austerlitz o Maratón, o, O Alcazarquivir, dijo José Anaiço, Qué batalla fue ésa, preguntó María Guavaira, Si también ésa se hubiese ganado en lugar de perdido, no puedo imaginar cómo sería hoy Portugal, respondió José Anaiço, Una vez leí en un libro que vuestro rey Manuel entró en esta guerra, dijo Pedro Orce, En los libros por los que yo enseño no se habla de que los portugueses anduvieran en guerra con España en esa época, No vinieron portugueses de carne y hueso, vinieron cincuenta mil cruzados que vuestro rey prestó al emperador, Ah, bueno, dijo Joaquim Sassa, cincuenta mil cruzados para el ejército real, por eso perdieron las comunidades, los cruzados ganan sIempre.
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