Martín, muy pálido, a punto de desmayarse, pasaba la mano por su frente, cubierta de un sudor helado.
– No, no -respondió.
– Pues, como le decía, si se minan las bases del hogar, que son el fundamento de la sociedad en que vivimos, si usted destruye el concepto sacrosanto del matrimonio, ¿qué queda?, pregunto yo. El caos. ¿Qué ideales, qué ejemplos puede tener delante la juventud que se va formando? No se puede jugar con todo eso, joven. Le voy a decir más, le voy a decir algo que raramente le digo a nadie pero que me Siento en el deber de decírselo a usted. Me refiero al problema de la prostitución.
Pero en ese instante sonó el intercomunicador, y mientras Molinari preguntaba con mal humor ¿Qué? ¿qué?, Martín seguía con su lupa, tambaleante, cada vez más perdido en aquella niebla repugnante y se decía Wanda, Wanda, repitiéndose aquellas palabras cínicas de Alejandra sobre la necesidad de trabajar, y aquella frase sobre el desprecio hacia los loros pintarrajeados y el consecuente desprecio hacia sí misma; de manera, se decía, como resumiendo sus investigaciones, que Wanda era uno de los elementos de aquel enigma, y Molinari era otro de los elementos ¿y qué otros podía haber?; y entonces volvía a repasar los episodios precedentes y no encontraba nada de relieve, pues sólo estaba aquella entrevista con el individuo llamado Bordenave, individuo desconocido para Alejandra y por lo demás desagradable, hasta el punto que había cambiado de humor, poniéndose hosca y sombría. Mientras veía cómo el rostro endurecido que Molinari había mantenido frente al intercomunicador comenzaba ahora a transformarse en aquel rostro que había decidido ofrecerle a él, a Martín. Y el señor Molinari, en tanto que lo miraba parecía buscar el hilo conductor con lo que venía diciendo, hasta que prosiguió:
– Eso es, la prostitución. Vea usted qué paradoja. Si yo le digo que la prostitución es necesaria, sé perfectamente que usted, en este momento, va a experimentar un rechazo, ¿no es así? Aunque tengo la convicción de que una vez que haya analizado a fondo el problema tendrá que concordar conmigo. Imagínese, en efecto, lo que sería el mundo sin esa válvula de escape. Ahora mismo, y sin ir más lejos, aquí, en nuestro país, un concepto mal entendido de la moral, le advierto que soy católico, ha llevado al clero argentino a hacer prohibir la prostitución. Pues bien, se prohibió la prostitución en el año…
Dudó un instante y miró al señor Pérez Moretti, que lo escuchaba atentamente.
– Me parece que fue en el 35 -dijo el señor Pérez Moretti.
– Pues bien, ¿con qué resultado? Con el resultado de que apareciera la prostitución clandestina. Era lógico. Pero lo grave es que la prostitución clandestina es más peligrosa porque no hay control sanitario. Pero hay todavía algo más: es cara, no está al alcance del bolsillo de un obrero o de un empleado. Porque no es sólo lo que hay que pagarle a la mujer, es lo que hay que gastar en el amueblado. Resultado: Buenos Aires está soportando un proceso de desmoralización cuyas consecuencias no podemos prever.
Levantando su cabeza hacia un costado, y dirigiéndose al señor Pérez Moretti, comentó:
– Precisamente, en la última reunión del Rotary hablé del problema, que está siendo una de las lacras de esta ciudad y quizá del país entero.
Y dirigiéndose nuevamente a Martín, prosiguió:
– Es como una caldera en que se está levantando la presión con las válvulas cerradas. Que eso es la prostitución organizada y legal: una válvula de escape. O hay mujeres de mala vida controladas por el Estado, o llegamos a esto. O se tiene una buena prostitución controlada o la sociedad se enfrenta, tarde o temprano, con el gravísimo peligro de que sus instituciones básicas se puedan venir abajo. Entiendo que este dilema es de hierro y soy de los que piensan que no es cuestión de hacer como el avestruz frente a los peligros, que esconde la cabeza. Yo me pregunto si una muchacha de familia puede estar hoy tranquila, y sobre todo, si pueden estar tranquilos sus padres. Dejo de lado las groserías y suciedades que la niña debe escuchar por las calles, en boca de muchachones o de hombres que no encuentran una salida natural a sus instintos. Dejo de lado todo eso, por desagradable que sea. Pero ¿y qué me dicen del otro peligro? ¿Del peligro de que en las relaciones entre muchachos, entre los novios o simples simpatías no se llegue a mayores? Caramba, un muchacho tiene sangre, tiene instintos al fin y al cabo. Ustedes me perdonarán que hable con tanta crudeza, pero no hay otra forma de encarar este problema. Ese muchacho para colmo, vive enardecido por la falta de una prostitución al alcance de sus posibilidades económicas; por un cine que Dios nos libre, por publicaciones pornográficas, en fin, ¿qué se puede esperar? La juventud, por otra parte, no tiene los frenos que en otro tiempo le imponía un hogar con sólidos principios. Porque hay que confesar que acá somos católicos de la piel para afuera. Pero católicos de verdad, lo que se dice católicos de verdad, créame que no deben pasar de un cinco por ciento, y creo que me quedo largo. ¿Y el resto? Sin ese freno moral, con padres más preocupados de sus asuntos personales que de vigilar lo que debería ser un verdadero santuario… ¿pero qué le pasa?
El señor Pérez Moretti y el señor Molinari corrieron hacia donde estaba sentado Martín.
– No es nada, señor. No es nada -dijo recuperándose-. Ustedes perdonen, pero mejor me retiro…
Se levantó para irse, pero parecía tambalear. Estaba pálido y sudoroso.
– Pero no, hombre. Espere, que le haré traer café -dijo el señor Molinari.
– No, señor Molinari. Ya estoy bien, muchas gracias.
El aire de la calle me hará mejor. Muchas gracias, buenas tardes.
Apenas traspuso la puerta del despacho, hasta donde el señor Molinari y el señor Pérez Moretti lo acompañaron del brazo, apenas estuvo fuera de sus miradas corrió con las fuerzas que le quedaban. Cuando llegó a la calle buscó con la mirada un café, pero no vio ninguno cerca y no podía esperar. Se precipitó entonces hacia el espacio libre entre dos autos y allí vomitó.
Mientras esperaba en The Criterion, mirando fotografías de la reina Isabel por un lado y grabados de mujeres desnudas por otro, como si el Imperio y la Pornografía (pensaba) pudieran honorablemente coexistir, del mismo modo que coexisten las familias honestas y los prostíbulos (y no a pesar de eso sino, como brillantemente le explicara Molinari, por eso mismo), su pensamiento volvía a Alejandra, preguntándose cómo y con quién habría descubierto aquel bar Victoriano.
En el mostrador, bajo la sonrisa pequeñoburguesa de la reina ("nunca hubo una familia real tan insignificante", le dijo luego Alejandra), gerentes y altos empleados ingleses tomaban un gin o su whisky y reían de sus chistes. La perla de la Corona, pensó, casi en el momento en que la vio entrar. Pidió un Gilbey y, después de escucharlo a Martín, comentó:
– Molinari es un hombre respetable, un Pilar de la Nación. En otras palabras: un perfecto cerdo, un notable hijo de puta.
Llamó al mozo, mientras decía:
– A propósito, me preguntaste muchas veces por Bruno. Ahora te lo presentaré.
A medida que se acercaban a la esquina de Corrientes y San Martín se oían con mayor violencia los altoparlantes de la Alianza: que se cuidara la oligarquía del Barrio Norte, que los judíos pusieran las barbas en remojo, que los masones dejaran de molestar, que los marxistas terminaran con sus provocaciones.
Entraron en La Helvética. Era un local oscuro, con su alto mostrador de madera y su vieja boiserie. Espejos manchados y equívocos agrandaban y reiteraban turbiamente el misterio y la melancolía de aquel rincón sobreviviente.
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