Alejandra se quedó callada, volvió a encender el cigarrillo que se le había apagado, y luego prosiguió:
– Marcos era católico, pero me escuchaba mudo. Hasta que un día me terminó por confesar que esos sacrificios de misioneros que morían y sufrían el martirio por la fe eran admirables, pero que él no se sentía capaz de hacerlo. Y que de todos modos pensaba que se podía servir a Dios en otra forma más modesta, siendo una buena persona y no haciendo el mal a nadie. Esas palabras me irritaron.
– ¡Sos un cobarde! -le grité con rabia.
Estas escenas, con ligeras variantes, se repitieron dos o tres veces.
El se quedaba mortificado, humillado. Yo me iba en ese momento de su lado y dando un rebencazo a mi tordilla me volvía a galope tendido, furiosa y llena de desdén por aquel pobre diablo. Pero al otro día volvía a la carga, más o menos sobre lo mismo. Hasta hoy no comprendo el porqué de mi empecinamiento, ya que Marcos no me despertaba ningún género de admiración. Pero lo cierto es que yo estaba obsesionada y 110 le daba descanso.
– Alejandra -me decía con bonhomía, poniéndome una de sus manazas sobre el hombro-, ahora déjate de predicar y vamos a bañarnos.
– ¡No! ¡Momento! -exclamaba yo, como si él estuviera queriendo rehuir un compromiso previo. Y nuevamente a lo mismo.
A veces le hablaba del matrimonio.
– Yo no me casaré nunca -le explicaba-. Es decir, no tendré nunca hijos, si me caso.
Él me miró extrañado, la primera vez que se lo dije.
– ¿Sabes cómo se tienen los hijos? -le pregunté.
– Más o menos -respondió, poniéndose colorado.
– Bueno, si lo sabes, comprenderás que es una porquería.
Le dije esas palabras con firmeza, casi con rabia, y como si fuesen un argumento más en favor de mi teoría sobre las misiones y el sacrificio.
– Me iré, pero tengo que irme con alguien, ¿comprendes? Tengo que casarme con alguien porque si no me harán buscar con la policía y no podré salir del país. Por eso he pensado que podría casarme contigo. Mira: ahora tengo catorce años y vos tenés quince. Cuando yo tenga dieciocho termino el colegio y nos casamos, con autorización del juez de menores. Nadie puede prohibirnos ese casamiento. Y en último caso nos fugamos y entonces tendrán que aceptarlo. Entonces nos vamos a China o al Amazonas. ¿Qué te parece? Pero nos casamos nada más que para poder irnos tranquilos, ¿comprendes?, no para tener hijos, ya te expliqué. No tendremos hijos nunca. Viviremos siempre juntos, recorreremos países salvajes pero ni nos tocaremos siquiera. ¿No es hermosísimo?
Me miró asombrado.
– No debemos rehuir el peligro -proseguí-. Debemos enfrentarlo y vencerlo. No te vayas a creer, tengo tentaciones, pero soy fuerte y capaz de dominarlas. ¿Te imaginas qué lindo vivir juntos durante años, acostarnos en la misma cama, a lo mejor vernos desnudos y vencer la tentación de tocarnos y de besarnos?
Marcos me miraba asustado.
– Me parece una locura todo lo que estás diciendo -comentó-. Además, ¿no manda Dios tener hijos en el matrimonio?
– ¡Te digo que yo nunca tendré hijos! -le grité-. ¡Y te advierto que jamás me tocarás y que nadie, nadie, me tocará!
Tuve un estallido de odio y empecé a desnudarme.
– ¡Ahora vas a ver! -grité, como desafiándolo.
Había leído que los chinos impiden el crecimiento de los pies de sus mujeres metiéndolos en hormas de hierro y que los sirios, creo, deforman la cabeza de sus chicos, fajándoselas. En cuanto me empezaron a salir los pechos empecé a usar una larga tira que corté de una sábana y que tenía como tres metros de largo: me daba varias vueltas, ajustándome bárbaramente. Pero los pechos crecieron lo mismo, como esas plantas que nacen en las grietas de las piedras y terminan rajándolas. Así que una vez que me hube quitado la blusa, la pollera y la bombacha, me empecé a sacar la faja. Marcos, horrorizado, 110 podía dejar de mirar mi cuerpo. Parecía un pájaro fascinado por una serpiente.
Cuando estuve desnuda, me acosté sobre la arena y lo desafié: -¡Vamos, desnúdate vos ahora! ¡Proba que sos un hombre!
– ¡Alejandra! -balbuceó Marcos-. ¡Todo lo que estás haciendo es una locura y un pecado!
Repitió como un tartamudo lo del pecado, varias veces, sin dejar de mirarme, y yo, por mi parte, le seguía gritando maricón, con desprecio cada vez mayor. Hasta que, apretando las mandíbulas y con rabia, empezó a desnudarse. Cuando estuvo desvestido, sin embargo, parecía habérsele terminado la energía, porque se quedó paralizado, mirándome con miedo.
– Acostáte acá -le ordené.
– Alejandra, es una locura y un pecado.
– ¡Vamos, acostáte acá! -le volví a ordenar.
Terminó por obedecerme.
Quedamos los dos mirando al cielo, tendidos de espaldas sobre la arena caliente, uno al lado del otro. Se produjo un silencio abrumador, se podía oír el chasquido de las olas contra las toscas. Arriba, las gaviotas chillaban y evolucionaban sobre nosotros. Yo sentí la respiración de Marcos, que parecía haber corrido una larga carrera.
– ¿Ves qué sencillo? -comenté-. Así podremos estar siempre.
– ¡Nunca, nunca! -gritó Marcos, mientras se levantaba con violencia, como si huyera de un gran peligro.
Se vistió con rapidez, repitiendo "¡nunca, nunca! ¡Estás loca, estás completamente loca!"
Yo no dije nada pero me sonreía con satisfacción. Me sentía poderosísima.
Y como quien no dice nada, me limité a decir:
– Si me tocabas, te mataba con mi cuchillo.
Marcos quedó paralizado por el horror. Luego, de pronto, salió corriendo para el lado de Miramar.
Recostada sobre un lado vi cómo se alejaba. Luego me levanté y corrí hacia el agua. Nadé durante mucho tiempo, sintiendo cómo el agua salada envolvía mi cuerpo desnudo. Cada partícula de mi carne parecía vibrar con el espíritu del mundo.
Durante varios días Marcos desapareció de Piedras Negras. Pensé que estaba asustado o, acaso, que se había enfermado. Pero una semana después reapareció, tímidamente. Yo hice como si no hubiera pasado nada y salimos a caminar, como otras veces. Hasta que de pronto le dije:
– ¿Y Marcos? ¿Pensaste en lo del casamiento?
Marcos se detuvo, me miró seriamente y me dijo, con firmeza:
– Me casaré contigo, Alejandra. Pero no en la forma que decís.
– ¿Cómo? -exclamé-. ¿Qué estás diciendo?
– Que me casaré para tener hijos, como hacen todos. -Sentí que mis ojos se ponían rojos, o vi todo rojo. Sin darme del todo cuenta me encontré lanzándome contra Marcos. Caímos al suelo, luchando. Aun cuando Marcos era fuerte y tenía un año más que yo, al principio luchamos en forma pareja, creo que porque mi furor multiplicaba mi fuerza. Recuerdo que de pronto hasta logré ponerlo debajo y con mis rodillas le di golpes sobre el vientre. Mi nariz sangraba, gruñíamos como dos enemigos mortales. Marcos hizo por fin un gran esfuerzo y se dio vuelta. Pronto estuvo sobre mí. Sentí que sus manos me apretaban y que retorcía mis brazos como tenazas. Me fue dominando y sentí su cara cada vez más cerca de la mía. Hasta que me besó.
Le mordí los labios y se separó gritando de dolor. Me soltó y salió corriendo.
Yo me incorporé, pero, cosa extraña, no lo perseguí: me quedé petrificada, viendo cómo se alejaba. Me pasé la mano por la boca y me refregué los labios, como queriéndolos limpiar de suciedad. Y poco a poco sentí que la furia volvía a subir en mí como el agua hirviendo en una olla. Entonces me quité la ropa y corrí hacia el agua. Nadé durante mucho tiempo, quizá horas, alejándome de la playa, mar adentro.
Experimentaba una extraña voluptuosidad cuando las olas me levantaban. Me sentía a la vez poderosa y solitaria, desgraciada y poseída por los demonios. Nadé. Nadé hasta que sentí que las fuerzas se me acababan. Entonces empecé a bracear hacia la playa.
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