Ernesto Sabato - Sobre héroes y tumbas

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Sobre héroes y tumbas es una novela escrita por el escritor argentino Ernesto Sabato, de quien sea quizá su obra más conocida. Publicada en 1961, ésta irrumpe en el panorama de la literatura latinoamericana aglutinando una variedad de elementos que la distinguen entre las ficciones de América del Sur. De este modo, es frecuentemete considerada como una novela total, con rasgos de surrealismo inusitados en la literatura latinoamericana (especialmente en la sección de "El Informe sobre ciegos"). Buena parte de su trama puede insertarse también en la tradición de la Bildungsroman ("novela de formación") de la que se cuentan varios ejemplos en la literatura alemana. Por otro lado, la descripción de una familia retratada a través de una largo lapso temporal con tintes decadentes, emparenta temáticamente esta novela con las ficciones de Faulkner y García Márquez.

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No sólo era callada sino que sus palabras eran reticentes, como si viviera bajo un perpetuo temor. No fueron sus palabras las que me explicaron lo que Georgina era en aquel momento de su vida ni los sufrimientos que padecía. Fueron sus pinturas. ¿Le dije que ella pintaba desde niña?

No vaya a creer que sus cuadros me dijeran cosas directas, pues en ellos no había ni siquiera figuras humanas, y mucho menos anécdota. Eran naturalezas muertas: una silla al lado de una ventana, un florero. Pero, qué milagro: uno dice "silla" o "ventana" o "reloj", palabras que designan meros objetos de ese frígido e indiferente mundo que nos rodea, y sin embargo de pronto transmitimos algo misterioso e indefinible, algo que es como una clave como un patético mensaje de una profunda región de nuestro ser. Decimos "silla" pero no queremos decir "silla", y nos entienden. O por lo menos nos entienden aquellos a quienes está secretamente destinado el mensaje, críptico, pasando indemne a través de las multitudes indiferentes y hostiles. Así que ese par de zuecos, esa vela, esa silla no quiere decir ni esos zuecos, ni esa vela macilenta, ni aquella silla de paja, sino Van Gogh, Vincent (sobre todo Vincent): su ansiedad, su angustia, su soledad; de modo que son más bien su autorretrato, la descripción de sus ansiedades más profundas y dolorosas. Sirviéndose de aquellos objetos externos e indiferentes, esos objetos de ese mundo rígido y frío que está fuera de nosotros, que acaso estaba antes de nosotros y que muy probablemente seguirá permaneciendo, indiferente y helado, cuando hayamos muerto, como si esos objetos no fueran más que temblorosos y transitorios puentes (como las palabras para el poeta) para salvar el abismo que siempre se abre entre uno y el universo; como si fueran símbolos de aquello profundo y recóndito que refleja; indiferentes y objetivos y grises para los que no son capaces de entender la clave pero cálidos y tensos y llenos de intención secreta para los que la conocen. Porque en realidad esos objetos pintados no son los objetos de aquel universo indiferente sino objetos creados por aquel ser solitario y desesperado, ansioso de comunicarse, que hace con los objetos lo mismo que el alma realiza con el cuerpo: impregnándolo de sus anhelos y sentimientos, manifestándose a través de las arrugas carnales, del brillo de sus ojos, de las sonrisas y de las comisuras de sus labios; como un espíritu que trata de manifestarse (desesperadamente) con el cuerpo ajeno, y a veces groseramente ajeno, de una histérica o de una médium profesional y fría.

Así yo también pude saber algo de lo que pasaba en la parte más oculta, y por mí más añorada, del alma de Georgina.

¿Para qué, Dios mío? ¿Para qué?

IV

Durante días rondó la casa, esperando que retiraran la vigilancia. Se limitaba a mirar desde lejos lo que quedaba de aquel cuarto en que había conocido el éxtasis y la desesperación: un esqueleto ennegrecido por las llamas al que intentaba acercarse la escalera de caracol como con un retorcido y patético gesto. Y cuando anochecía, sobre las paredes apenas iluminadas por el foco de la esquina se abrían los huecos de la puerta y de la ventana como cuencas de una calavera calcinada.

¿Qué buscaba, para qué quería entrar? No habría podido responder. Pero pacientemente esperó que aquella inútil vigilancia fuese retirada, y entonces, esa misma noche escaló la verja y entró. Con una linterna hizo el mismo recorrido que un milenio antes había hecho con ella por primera vez, en una noche de verano: bordeó el caserón y caminó hacia el Mirador. Todo aquel corredor, así como las dos piezas que estaban debajo del Mirador, y el depósito eran simples paredes negras y cenicientas.

La noche estaba fría y nublada, el silencio de la madrugada era profundo. Se oyó el eco lejano de una sirena de barco y luego nuevamente la nada. Durante un rato Martín permaneció inmóvil, pero agitado. Entonces (pero no podría ser sino el resultado de su imaginación tensa) oyó débil pero nítidamente la voz de Alejandra, que sólo dijo "Martín". El muchacho, destruido, apoyó su cuerpo sobre la pared y así se mantuvo durante muchísimo tiempo.

Por fin pudo vencer aquel abatimiento y se encaminó hacia la casa. Sentía necesidad de entrar, de ver una vez más aquella estancia del abuelo donde de alguna manera parecía cristalizado el espíritu de los Olmos, donde desde viejos retratos ojos premonitorios de los de Alejandra miraban para siempre.

El zaguán estaba cerrado con llave. Volvió atrás y observó que una de las puertas estaba clausurada con cadena y candado. Buscó entre los restos del incendio una barra adecuada y con ella hizo saltar una de las argollas a la que estaba unida la cadena: no fue difícil, la vieja madera estaba podrida. Entró por el pasillo aquel, y a la luz de la linterna todo resultaba más disparatado, más semejante a una casa de remate.

En la pieza del viejo todo se mantenía igual, excepto la silla de ruedas, que faltaba: el viejo quinqué, los retratos al óleo de señoras con peinetones y caballeros pintados por Pueyrredón, la consola, el espejo veneciano.

Buscó la miniatura de Trinidad Arias y volvió a contemplar el rostro de aquella mujer hermosa cuyos rasgos aindiados parecían el murmullo secreto de los rasgos de Alejandra, un murmullo apagado entre conversaciones de ingleses y conquistadores españoles.

Le pareció estar ingresando en un sueño, como en aquella noche en que con Alejandra entraron en la misma habitación; sueño ahora ahondado por el fuego y por la muerte. Desde las paredes parecían observarlo aquel caballero y aquella dama de peinetón. El alma de guerreros, de locos, de cabildantes y sacerdotes fue entrando invisiblemente en la estancia y pareció que contaban historias de conquistas y batallas.

Y sobre todo, el espíritu de Celedonio Olmos, abuelo del abuelo de Alejandra. Allí mismo, quizá en ese sillón, ha recordado durante los años de su vejez aquella última retirada, aquella final, que ningún sentido tiene para los hombres sensatos, después del desastre de Famaillá, deshechas las fuerzas de la Legión por el ejército de Oribe, divididas por la derrota y la traición, enturbiadas por la desesperanza.

Ahora marchan hacia Salta por senderos desconocidos, senderos que sólo ese baqueano conoce. Son apenas seiscientos derrotados. Aunque, él, Lavalle, cree todavía en algo, porque él siempre parece creer en algo, aunque sea, como piensa Iriarte, como murmuran los comandantes Ocampo y Hornos, en quimeras y fantasmas. ¿A quién va a enfrentar con estos desechos, eh? Y sin embargo, ahí va adelante, con su sombrero de paja y la escarapela celeste (que ya no es celeste ni nada) y su poncho celeste (que tampoco es ya celeste, que poco a poco ha ido acercándose al color de la tierra), imaginando vaya a saber qué locas tentativas. Aunque también es probable que esté tratando de no entregarse a la desesperanza y la muerte.

El alférez Celedonio Olmos está luchando sobre su caballo para retener sus dieciocho años, porque siente que su edad está al borde de un abismo y puede caer en cualquier momento en grandes profundidades, en edades inconmensurables. Todavía sobre su caballo, cansado, con su brazo herido, observa allí delante a su jefe y a su lado al coronel Pedernera, pensativo y hosco, y está luchando por defender esas torres, aquellas claras y altivas torres de su adolescencia, aquellas palabras refulgentes que con sus grandes mayúsculas señalan las fronteras del bien y del mal, aquellas guardias orgullosas del absoluto. Se defiende en esas torres todavía. Porque después de ochocientas leguas de derrotas y deslealtades, de traiciones y disputas, todo se ha vuelto turbio. Y perseguido por el enemigo, sangrante y desesperado, sable en mano, ha ido subiendo uno a uno los escalones de aquellas torres en otro tiempo resplandecientes y ahora ensuciadas por la sangre y la mentira, por la derrota y la dada. Y defendiendo cada escalón, mira a sus camaradas, pide silenciosa ayuda a quienes están librando combates parecidos: a Frías, a Lacasa quizá. Oye a Frías que dice a Billinghurst: "Nos abandonarán, estoy seguro", mirando a los comandantes de los escuadrones correntinos.

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