El ambiente doméstico había mejorado tanto que estuve a punto de llorar en las despedidas, pero el programa se cumplió al pie de la letra sin sentimentalismos. La segunda semana de enero me embarqué en Magangué en el David Arango, el buque insignia de la Naviera Colombiana, después de vivir una noche de hombre libre. Mi compañero de camarote fue un ángel de doscientas veinte libras y lampiño de cuerpo entero. Tenía el nombre usurpado de Jack el Destripador, y era el último sobreviviente de una estirpe de cuchilleros de circo del Asia Menor. A primera vista me pareció capaz de estrangularme mientras dormía, pero en los días siguientes me di cuenta de que sólo era lo que parecía: un bebé gigante con un corazón que no le cabía en el cuerpo.
Hubo fiesta oficial la primera noche, con orquesta y cena de gala, pero me escapé a la cubierta, contemplé por última vez las luces del mundo que me disponía a olvidar sin dolor y lloré a gusto hasta el amanecer. Hoy me atrevo a decir que por lo único que quisiera volver a ser niño es para gozar otra vez de aquel viaje. Tuve que hacerlo de ida y vuelta varias veces durante los cuatro años que me faltaban del bachillerato y otros dos de la universidad, y cada vez aprendí más de la vida que en la escuela, y mejor que en la escuela. Por la época en que las aguas tenían caudal suficiente, el viaje de subida duraba cinco días de Barranquila a Puerto Salgar, de donde se hacía una jornada en tren hasta Bogotá. En tiempos de sequía, que eran los más entretenidos para navegar si no se tenía prisa, podía durar hasta tres semanas.
Los buques tenían nombres fáciles e inmediatos: Atlántico, Medellín, Capitán de Caro, David Arango. Sus capitanes, como los de Conrad, eran autoritarios y de buena índole, comían como bárbaros y no sabían dormir solos en sus camarotes de reyes. Los viajes eran lentos y sorprendentes. Los pasajeros nos sentábamos en las terrazas todo el día para ver los pueblos olvidados, los caimanes tumbados con las fauces abiertas a la espera de las mariposas incautas, las bandadas de garzas que alzaban el vuelo por el susto de la estela del buque, el averío de patos de las ciénagas interiores, los manatíes que cantaban en los playones mientras amamantaban a sus crías. Durante todo el viaje uno despertaba al amanecer aturdido por la bullaranga de los micos y las cotorras. A menudo, la tufarada nauseabunda de una vaca ahogada interrumpía la siesta, inmóvil en el hilo del agua con un gallinazo solitario parado en el vientre.
Ahora es raro que uno conozca a alguien en los aviones. En los buques fluviales los estudiantes terminábamos por parecer una sola familia, pues nos poníamos de acuerdo todos los años para coincidir en el viaje. A veces el buque encallaba hasta quince días en un banco de arena. Nadie se preocupaba, pues la fiesta seguía, y una carta del capitán sellada con el escudo de su anillo servía de excusa para llegar tarde al colegio.
Desde el primer día me llamó la atención el más joven de un grupo familiar, que tocaba el bandoneón como entre sueños, paseándose durante días enteros por la cubierta de primera clase. No pude soportar la envidia, pues desde que escuché a los primeros acordeoneros de Francisco el Hombre en las fiestas del 20 de julio en Aracataca me empeñé en que mi abuelo me comprara un acordeón, pero mi abuela se nos atravesó con la mojiganga de siempre de que el acordeón era un instrumento de guatacucos. Unos treinta años después creí reconocer en París al elegante acordeonero del buque en un congreso mundial de neurólogos. El tiempo había hecho lo suyo: se había dejado una barba bohemia y la ropa le había crecido unas dos tallas, pero el recuerdo de su maestría era tan vivido que no podía equivocarme. Sin embargo, su reacción no pudo ser más ríspida cuando le pregunté sin presentarme:
– ¿Cómo va el bandoneón? Me replicó sorprendido:
– No sé de qué me habla usted.
Sentí que me tragaba la tierra, y le di mis humildes excusas por haberlo confundido con un estudiante que tocaba el bandoneón en el David Arango, a principios de enero del 44. Entonces resplandeció por el recuerdo. Era el colombiano Salomón Hakim, uno de los grandes neurólogos de este mundo. La desilusión fue que había cambiado el bandoneón por la ingeniería médica.
Otro pasajero me llamó la atención por su distancia. Era joven, robusto, de piel rubicunda y lentes de miope, y una calvicie prematura muy bien tenida. Me pareció la imagen perfecta del turista cachaco. Desde el primer día acaparó la poltrona más cómoda, puso varias torres de libros nuevos en una mesita y leyó sin espabilar desde la mañana hasta que lo distraían las parrandas de la noche. Cada día apareció en el comedor con una camisa de playa diferente y florida, y desayunó, almorzó, comió y siguió leyendo solo en la mesa más arrinconada. No creo que hubiera cruzado un saludo con nadie. Lo bauticé para mí como «el lector insaciable».
No resistí la tentación de husmear sus libros. La mayoría eran tratados indigestos de derecho público, que leía en las mañanas, subrayando y tomando notas marginales. Con la fresca de la tarde leía novelas. Entre ellas, una que me dejó atónito: El doble, de Dostoievski, que había tratado de robarme, y no pude, en una librería de Barranquilla. Estaba loco por leerla. Tanto, que hubiera querido pedírsela prestada, pero no tuve aliento. Uno de esos días apareció con El gran Meaulnes, de la cual no había oído hablar, pero que muy pronto tuve entre las obras maestras preferidas por mí. En cambio, yo sólo llevaba libros ya leídos e irrepetibles: Jeromín, del Padre Coloma, que no acabé de leer nunca; La vorágine, de José Eustasio Rivera; De los Apeninos a los Andes, de Edmundo de Amicis, y el diccionario del abuelo que leía a trozos durante horas. Al lector implacable, por el contrario no le alcanzaba el tiempo para tantos. Lo que quiero decir y no he dicho es que hubiera dado cualquier cosa por ser él.
El tercer viajero, por supuesto, era Jack el Destripador mi compañero de cuarto, que hablaba dormido en lengua bárbara durante horas enteras. Sus parlamentos tenían una condición melódica que le daba un fondo nuevo a mis lecturas de la madrugada. Me dijo que no era consciente de eso, ni sabía qué idioma podía ser en el que soñaba, porque de niño se entendió con los maromeros de su circo en seis dialectos asiáticos, pero los había perdido todos cuando murió su madre. Sólo le quedó el polaco, que era su lengua original, pero pudimos establecer que tampoco era ésa la que hablaba dormido. No recuerdo un ser más adorable mientras aceitaba y probaba el filo de sus cuchillos siniestros en su lengua rosada.
Su único problema había sido el primer día en el comedor cuando les reclamó a los meseros que no podría sobrevivir al viaje si no le servían cuatro raciones. El contramaestre le explicó que así sería si las pagaba como un suplemento con una rebaja especial. El alegó que había viajado por los mares del mundo y en todos le reconocieron el derecho humano de no dejarlo morir de hambre. El caso subió hasta el capitán, quien decidió muy a la colombiana que le sirvieran dos raciones, y que a los meseros se les fuera la mano hasta dos más por distracción. Él se ayudó además picando con el tenedor los platos de los compañeros de mesa y de algunos vecinos inapetentes, que gozaban con sus ocurrencias. Había que estar allí para creerlo.
Yo no sabía qué hacer de mi, hasta que en La Gloria se embarcó un grupo de estudiantes que armaban tríos y cuartetos en las noches, y cantaban hermosas serenatas con boleros de amor. Cuando descubrí que les sobraba un tiple me hice cargo de él, ensayé con ellos en las tardes y cantábamos hasta el amanecer. El tedio de mis horas libres encontró remedio por una razón del corazón: el que no canta no puede imaginarse lo que es el placer de cantar.
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