Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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Una noche de gran luna nos despertó un lamento desgarrador que nos llegaba de la ribera. El capitán Clímaco Conde Abello, uno de los más grandes, dio orden de buscar con reflectores el origen de aquel llanto, y era una hembra de manatí que se había enredado en las ramas de un árbol caído. Los vaporinos se echaron al agua, la amarraron a un cabrestante y lograron desencallarla. Era un ser fantástico y enternecedor, entre mujer y vaca, de casi cuatro metros de largo. Su piel era lívida y tierna, y su torso de grandes tetas era de madre bíblica. Fue al mismo capitán Conde Abello a quien le oí decir por primera vez que el mundo se iba a acabar si seguían matando los animales del río, y prohibió disparar desde su barco.

– ¡El que quiera matar a alguien, que vaya a matarlo en su casa! -gritó-. No en mi buque.

El 19 de enero de 1961, diecisiete años después, lo recuerdo como un día ingrato, por un amigo que me llamó por teléfono a México para contarme que el vapor David Arango se había incendiado y convertido en cenizas en el puerto de Magangué. Colgué con la conciencia horrible de que aquel día se acababa mi juventud, y de que lo poco que ya nos quedaba de nuestro río de nostalgias se había ido al carajo. Hoy el río Magdalena está muerto, con sus aguas podridas y sus animales extinguidos. Los trabajos de recuperación de que tanto han hablado los gobiernos sucesivos que nada han hecho, requerirían la siembra técnica de unos sesenta millones de árboles en un noventa por ciento de las tierras de propiedad privada, cuyos dueños tendrían que renunciar por el solo amor a la patria al noventa por ciento de sus ingresos actuales.

Cada viaje dejaba grandes enseñanzas de vida que nos vinculaban de un modo efímero pero inolvidable a la de los pueblos de paso, donde muchos de nosotros se enredaron para siempre con su destino. Un renombrado estudiante de medicina se metió sin ser invitado en un baile de bodas, bailó sin permiso con la mujer más bonita de la fiesta y el marido lo mató de un tiro. Otro se casó en una borrachera épica con la primera muchacha que le gustó en Puerto Berrío, y sigue feliz con ella y con sus nueve hijos. José Palencia, nuestro amigo de Sucre, se había ganado una vaca en un concurso de tamboreros en Tenerife, y allí mismo la vendió por cincuenta pesos: una fortuna para la época. En el inmenso barrio de tolerancia de Barrancabermeja, la capital del petróleo, nos llevamos la sorpresa de encontrar cantando con la orquesta de un burdel a Ángel Casij Palencia, primo hermano de José, que había desaparecido de Sucre sin dejar rastro desde el año anterior. La cuenta de la pachanga la asumió la orquesta hasta el amanecer.

Mi recuerdo más ingrato es el de una cantina sombría de Puerto Berrío, de donde la policía nos sacó a golpes de garrote a cuatro pasajeros, sin dar explicaciones ni escucharlas, y nos arrestaron bajo el cargo de haber violado a una estudiante. Cuando llegamos a la comandancia de policía ya tenían entre rejas y sin un solo rasguño a los verdaderos culpables, unos vagos locales que no tenían nada que ver con nuestro buque.

En la escala final, Puerto Salgar, había que desembarcar a las cinco de la mañana vestidos para las tierras altas. Los hombres de paño negro, con chaleco y sombreros hongo y los abrigos colgados del brazo, habían cambiado de identidad entre el salterio de los sapos y la pestilencia del río saturado de animales muertos. A la hora del desembarco tuve una sorpresa insólita. Una amiga de última hora había convencido a mi madre de hacerme un petate de corroncho con un chinchorro de pita, una manta de lana y una bacinilla de emergencia, y todo envuelto en una estera de esparto y amarrada en cruz con los hicos de la hamaca. Mis compañeros músicos no pudieron soportar la risa de verme con semejante equipaje en la cuna de la civilización, y el más resuelto hizo lo que yo no me hubiera atrevido: lo tiró al agua. Mi última visión de aquel viaje inolvidable fue la del petate que regresaba a sus orígenes ondulando en la corriente. El tren de Puerto Salgar subía como gateando por las cornisas de rocas en las primeras cuatro horas. En los tramos más empinados se descolgaba para tomar impulso y volvía a intentar el ascenso con un resuello de dragón. A veces era necesario que los pasajeros se bajaran para aligerarlo del peso, y remontar a pie hasta la cornisa siguiente. Los pueblos del camino eran tristes y helados, y en las estaciones desiertas sólo nos esperaban las vendedoras de toda la vida que ofrecían por la ventanilla del vagón unas gallinas gordas y amarillas, cocinadas enteras, y unas papas nevadas que sabían a gloria. Allí sentí por primera vez un estado del cuerpo desconocido e invisible: el frío. Al atardecer, por fortuna, se abrían de pronto hasta el horizonte las sabanas inmensas, verdes y bellas como un mar del cielo. El mundo se volvía tranquilo y breve. El ambiente del tren se volvía otro. Me había olvidado por completo del lector insaciable, cuando apareció de pronto y se sentó enfrente de mí con un aspecto de urgencia. Fue increíble. Lo había impresionado un bolero que cantábamos en las noches del buque y me pidió que se lo copiara. No sólo lo hice, sino que le enseñé a cantarlo. Me sorprendió su buen oído y la lumbre de su voz cuando la cantó solo, justo y bien, desde la primera vez.

– ¡Esa mujer se va a morir cuando la oiga! -exclamó radiante.

Así entendí su ansiedad. Desde que oyó el bolero cantado por nosotros en el buque, sintió que sería una revelación para la novia que lo había despedido tres meses antes en Bogotá y aquella tarde lo esperaba en la estación. Lo había vuelto a oír dos o tres veces, y era capaz de reconstruirlo a pedazos, pero al verme solo en la poltrona del tren había resuelto pedirme el favor. También yo tuve entonces la audacia de decirle con toda intención, y sin que viniera al caso, cuánto me había sorprendido en su mesa un libro tan difícil de encontrar. Su sorpresa fue auténtica:

– ¿Cuál?

– El doble.

Rió complacido.

– Todavía no lo he terminado -dijo-. Pero es una de las cosas más extrañas que me ha caído en las manos.

No pasó de ahí. Me dio las gracias en todos los tonos por el bolero y se despidió con un fuerte apretón de manos.

Empezaba a oscurecer cuando el tren disminuyó la marcha, pasó por un galpón atiborrado de chatarra oxidada y ancló en un muelle sombrío. Agarré el baúl por la lengüeta y lo arrastré hacia la calle antes de que me atropellara el gentío. Estaba a punto de llegar cuando alguien gritó:

– ¡Joven, joven!

Me volví a mirar, como varios jóvenes y otros menos jóvenes que corrían conmigo, cuando el lector insaciable pasó a mi lado y me dio un libro sin detenerse.

– ¡Que le aproveche! -me gritó, y se perdió en el tropel.

El libro era El doble. Estaba tan aturdido que no alcancé a darme cuenta de lo que acababa de pasarme.

Me guardé el libro en el bolsillo del sobretodo, y el viento helado del crepúsculo me golpeó cuando salí de la estación. A punto de sucumbir puse el baúl en el andén y me senté sobre él para tomar el aire que me faltaba. No había un alma en las calles. Lo poco que alcancé a ver era la esquina de una avenida siniestra y glacial bajo una llovizna tenue revuelta con hollín, a dos mil cuatrocientos metros de altura y con un aire polar que estorbaba para respirar.

Esperé muerto de frío no menos de media hora. Alguien tenía que llegar, pues mi padre había avisado con un telegrama urgente a don Eliécer Torres Arango, un pariente suyo que sería mi acudiente. Pero lo que me preocupaba entonces no era que alguien viniera o no viniera, sino el miedo de estar sentado en un baúl sepulcral sin conocer a nadie en el otro lado del mundo. De pronto bajó de un taxi un hombre distinguido, con un paraguas de seda y un abrigo de camello que le daba a los tobillos. Comprendí que era mi acudiente, aunque apenas me miró y pasó de largo, y no tuve la audacia de hacerle alguna seña. Entró corriendo en la estación, y volvió a salir minutos después sin ningún gesto de esperanza. Por fin me descubrió y me señaló con el índice:

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