Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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– Veo.

El cirujano quiso precisar qué tanto veía y ella barrió el cuarto con su mirada nueva y enumeró cada cosa con una precisión admirable. El médico se quedó sin aire. pues sólo yo sabía que las cosas que enumeró la abuela no eran las que tenía enfrente en el cuarto del hospital, sino las de su dormitorio de Aracataca, que recordaba de memoria y en su orden. Nunca más recobró la vista.

Mis padres insistieron en que pasara las vacaciones con ellos en Sucre y que llevara conmigo a la abuela. Mucho más envejecida de lo que mandaba la edad, y con la mente a la deriva, se le había afinado la belleza de la voz y cantaba más y con más inspiración que nunca. Mi madre cuidó de que la mantuvieran limpia y arreglada, como a una muñeca enorme. Era evidente que se daba cuenta del mundo, pero lo refería al pasado. Sobre todo los programas de radio, que despertaban en ella un interés infantil. Reconocía las voces de los distintos locutores a quienes identificaba como amigos de su juventud en Riohacha, porque nunca entró un radio en su casa de Aracataca. Contradecía o criticaba algunos comentarios de los locutores, discutía con ellos los temas más variados o les reprochaba cualquier error gramatical como si estuvieran en carne y hueso junto a su cama, y se negaba a que la cambiaran de ropa mientras no se despidieran. Entonces les correspondía con su buena educación intacta:

– Tenga usted muy buenas noches, señor.

Muchos misterios de cosas perdidas, de secretos guardados o de asuntos prohibidos se aclararon en sus monólogos: quién se llevó escondida en un baúl la bomba del agua que desapareció de la casa de Aracataca, quién había sido en realidad el padre de Matilde Salmona, cuyos hermanos lo confundieron con otro y se lo cobraron a bala.

Tampoco fueron fáciles mis primeras vacaciones en Sucre sin Martina Fonseca, pero no hubo ni una mínima posibilidad de que se fuera conmigo. La sola idea de no verla durante dos meses me había parecido irreal. Pero a ella no. Al contrario, cuando le toqué el tema, me di cuenta de que ya estaba, como siempre, tres pasos delante de mí.

– De eso quería hablarte me dijo sin misterios-. Lo mejor para ambos sería que te fueras a estudiar en otra parte ahora que estamos locos de amarrar. Así te darás cuenta de que lo nuestro no será nunca más de lo que ya fue.

La tomé a burla.

– Me voy mañana mismo y regreso dentro de tres meses para quedarme contigo.

Ella me replicó con música de tango:

– ¡Ja, ja, ja, ja!

Entonces aprendí que Martina era fácil de convencer cuando decía que sí pero nunca cuando decía que no. Así que agarré el guante, bañado en lágrimas, y me propuse ser otro en la vida que ella pensó para mí: otra ciudad, otro colegio, otros amigos y hasta otro modo de ser. Apenas lo pensé. Con la autoridad de mis muchas medallas, lo primero que dije a mi padre con una cierta solemnidad fue que no volvería al colegio San José. Ni a Barranquilla.

– ¡Bendito sea Dios! dijo él-. Siempre me había preguntado de dónde sacaste el romanticismo de estudiar con los jesuitas.

Mi madre pasó por alto el comentario.

– Si no es allá tiene que ser en Bogotá -dijo.

– Entonces no será en ninguna parte -replicó papá de inmediato-, porque no hay plata que alcance para los cachacos.

Es raro, pero la sola idea de no seguir estudiando, que había sido el sueño de mi vida, me pareció entonces inverosímil. Hasta el extremo de apelar a un sueño que nunca me pareció alcanzable.

– Hay becas -dije.

– Muchísimas -dijo papá-, pero para los ricos.

En parte era cierto, pero no por favoritismos, sino porque los trámites eran difíciles y las condiciones mal divulgadas. Por obra del centralismo, todo el que aspirara a una beca tenía que ir a Bogotá, mil kilómetros en ocho días de viaje que costaban casi tanto como tres meses en el internado de un buen colegio. Pero aun así podía ser inútil. Mi madre se exasperó:

– Cuando uno destapa la máquina de la plata se sabe dónde se empieza pero no dónde se termina.

Además, ya había otras obligaciones atrasadas. Luis Enrique, que tenía un año menos que yo, estuvo matriculado en dos escuelas locales y de ambas había desertado a los pocos meses. Margarita y Aída estudiaban bien en la escuela primaria de las monjas, pero ya empezaban a pensar en una ciudad cercana y menos costosa para el bachillerato. Gustavo, Ligia, Rita y Jaime no eran todavía urgentes, pero crecían a un ritmo amenazante. Tanto ellos como los tres que nacieron después me trataron como a alguien que siempre llegaba para irse.

Fue mi año decisivo. La atracción mayor de cada carroza eran las muchachas escogidas por su gracia y su belleza, y vestidas como reinas, que recitaban versos alusivos a la guerra simbólica entre las dos mitades del pueblo. Yo, todavía medio forastero, disfrutaba del privilegio de ser neutral, y así me comportaba. Aquel año, sin embargo, cedí ante los ruegos de los capitanes de Congoveo para que les escribiera los versos para mi hermana Carmen Rosa, que sería la reina de una carroza monumental. Los complací encantado, pero me excedí en los ataques al adversario por mi ignorancia de las reglas del juego. No me quedó otro recurso que enmendar el escándalo con dos poemas de paz: uno reparador para la bella de Congoveo y otro de reconciliación para la bella de Zulia. El incidente se hizo público. El poeta anónimo, apenas conocido en la población, fue el héroe de la jornada. El episodio me presentó en sociedad y me mereció la amistad de ambos bandos. Desde entonces no me alcanzó el tiempo para ayudar en comedias infantiles, bazares de caridad, tómbolas de beneficencia y hasta el discurso de un candidato al concejo municipal.

Luis Enrique, que ya se perfilaba como el guitarrista inspirado que llegó a ser, me enseñó a tocar el tiple. Con él y con Filadelfo Velilla nos volvimos los reyes de las serenatas, con el premio mayor de que algunas agasajadas se vestían a las volandas, abrían la casa, despertaban a las vecinas y seguíamos la fiesta hasta el desayuno. Aquel año se enriqueció el grupo con el ingreso de José Palencia, nieto de un terrateniente adinerado y pródigo. José era un músico innato capaz de tocar cualquier instrumento que le cayera en las manos. Tenía una estampa de artista de cine, y era un bailarín estelar, de una inteligencia deslumbrante y una suerte más envidiada que envidiable en los amores de paso.

Yo, en cambio, no sabía bailar, y no pude aprender ni siquiera en casa de las señoritas Loiseau, seis hermanas inválidas de nacimiento, que sin embargo daban clases de buen baile sin levantarse de sus mecedores. Mi padre, que nunca fue insensible a la fama, se acercó a mí con una visión nueva. Por primera vez dedicamos largas horas a conversar. Apenas si nos conocíamos. En realidad, visto desde hoy, no viví con mis padres más de tres años en total, sumados los de Aracataca, Barranquilla, Cartagena, Sincé y Sucre. Fue una experiencia muy grata que me permitió conocerlos mejor. Mi madre me lo dijo: «Qué bueno que te hiciste amigo de tu papá». Días después, mientras preparaba el café en la cocina, me dijo más:

– Tu papá está muy orgulloso de ti.

Al día siguiente me despertó en puntillas y me sopló al oído: «Tu papá te tiene una sorpresa». En efecto, cuando bajó a desayunar, él mismo me dio la noticia en presencia de todos con un énfasis solemne:

– Alista tus vainas, que te vas para Bogotá.

El primer impacto fue una gran frustración, pues lo que hubiera querido entonces era quedarme ahogado en la parranda perpetua. Pero prevaleció la inocencia. Por la ropa de tierra fría no hubo problema. Mi padre tenía un vestido negro de cheviot y otro de pana, y ninguno le cerraba en la cintura. Así que fuimos con Pedro León Rosales, el llamado sastre de los milagros, y me los compuso a mi tamaño. Mi madre me compró además el sobretodo de piel de camello de un senador muerto. Cuando me lo estaba midiendo en casa, mi hermana Ligia -que es vidente de natura- me previno en secreto de que el fantasma del senador se paseaba de noche por su casa con el sobretodo puesto. No le hice caso, pero más me hubiera valido, porque cuando me lo puse en Bogotá me vi en el espejo con la cara del senador muerto. Lo empeñé por diez pesos en el Monte de Piedad y lo dejé perder.

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