Gabriel Márquez - Vivir para contarla

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Vivir para contarla es, probablemente, el libro más esperado de la década, compendio y recreación de un tiempo crucial en la vida de Gabriel García Márquez. En este apasionante relato, el premio Nobel colombiano ofrece la memoria de sus años de infancia y juventud, aquellos en los que se fundaría el imaginario que, con el tiempo, daría lugar a algunos de los relatos y novelas fundamentales de la literatura en lengua española del siglo XX.
Estamos ante la novela de una vida, a través de cuyas páginas García Márquez va descubriendo ecos de personajes e historias que han poblado obras como Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o Crónica de una muerte anunciada, y que convierten Vivir para contarla en una guía de lectura para toda su obra, en acompañante imprescindible para iluminar pasajes inolvidables que, tras la lectura de estas memorias, adquieren una nueva perspectiva.
«A los que un día le dirán: "Esto fuiste", "esto hiciste" o "esto imaginaste", Gabo se les adelanta y dice simplemente: soy, seré, imaginé. Esto recuerdo. Gracias por la memoria.»
CARLOS FUENTES

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Mi prima Valentina me llevó un domingo a la casa donde César vivía con sus padres, en el barrio de San Roque, el más parrandero de la ciudad. Era de huesos firmes, prieto y flaco, de grandes dientes de conejo y el cabello alborotado de los poetas de su tiempo. Y, sobre todo, parrandero y desbraguetado. Su casa, de clase media pobre, estaba tapizada de libros sin espacio para uno más. Su padre era un hombre serio y más bien triste, con aires de funcionario en retiro, y parecía atribulado por la vocación estéril de su hijo. Su madre me acogió con una cierta lástima como a otro hijo aquejado del mismo mal que tanto la había hecho llorar por el suyo.

Aquella casa fue para mí la revelación de un mundo que quizás intuía a mis catorce años, pero nunca había imaginado hasta qué punto. Desde aquel primer día me volví su visitante más asiduo, y le quitaba tanto tiempo al poeta que todavía hoy no me explico cómo podía soportarme. He llegado a pensar que me usaba para practicar sus teorías literarias, tal vez arbitrarias pero deslumbrantes, con un interlocutor asombrado pero inofensivo. Me prestaba libros de poetas que nunca había oído nombrar, y los comentaba con él sin una conciencia mínima de mi audacia. Sobre todo con Neruda, cuyo «Poema Veinte» aprendí de memoria para sacar de sus casillas a alguno de los jesuítas que no transitaban por esos andurriales de la poesía. Por aquellos días se alborotó el ambiente cultural de la ciudad con un poema de Meira Delmar a Cartagena de Indias que saturó todos los medios de la costa. Fue tal la maestría de la dicción y la voz con que me lo leyó César del Valle, que lo aprendí de memoria en la segunda lectura.

Otras muchas veces no podíamos hablar porque César estaba escribiendo a su manera. Caminaba por cuartos y corredores como en otro mundo, y cada dos o tres minutos pasaba frente a mí como un sonámbulo, y de pronto se sentaba a la máquina, escribía un verso, una palabra, un punto y coma quizás, y volvía a caminar. Yo lo observaba trastornado por la emoción celestial de estar descubriendo el único y secreto modo de escribir la poesía. Así fue siempre en mis años del colegio San José, que me dieron la base retórica para soltar mis duendes. La última noticia que tuve de aquel poeta inolvidable, dos años después en Bogotá, fue un telegrama de Valentina con las dos palabras únicas que no tuvo corazón para firmar: «Murió César».

Mi primer sentimiento en una Barranquilla sin mis padres fue la conciencia del libre albedrío. Tenía amistades que mantenía más allá del colegio. Entre ellos Álvaro del Toro -que me hacía la segunda voz en las declamaciones del recreo- y con la tribu de los Arteta, con quienes solía escaparme para las librerías y el cine. Pues el único límite que me impusieron en casa del tío Eliécer, para proteger su responsabilidad, fue que no llegara después de las ocho de la noche.

Un día que esperaba a César del Valle leyendo en la sala de su casa, había llegado a buscarlo una mujer sorprendente. Se llamaba Martina Fonseca y era una blanca vaciada en un molde de mulata, inteligente y autónoma, que bien podía ser la amante del poeta. Por dos o tres horas viví a plenitud el placer de conversar con ella, hasta que César volvió a casa y se fueron juntos sin decir para dónde. No volví a saber de ella hasta el Miércoles de Ceniza de aquel año, cuando salí de la misa mayor, y la encontré esperándome en un escaño del parque. Creí que era una aparición. Llevaba una bata de lino bordado que purificaba su hermosura, un collar de fantasía y una flor de fuego vivo en el descote. Sin embargo, lo que más aprecio ahora en el recuerdo es el modo en que me invitó a su casa sin un mínimo indicio de premeditación, sin que tomáramos en cuenta el signo sagrado de la cruz de ceniza que ambos teníamos en la frente. Su marido, que era práctico de un buque en el río Magdalena, estaba en su viaje de oficio de doce días. ¿Qué tenía de raro que su esposa me invitara un sábado casual a un chocolate con almojábanas? Sólo que el ritual se repitió todo el resto del año mientras el marido andaba en su buque, y siempre de cuatro a siete, que era el tiempo del programa juvenil del cine Rex que me servía de pretexto en la casa de mi tío Eliécer para estar con ella.

Su especialidad profesional era preparar para los ascensos a maestros de primaria. A los mejor calificados los atendía en sus horas libres con chocolate y almojábanas, de modo que al bullicioso vecindario no le llamó la atención el nuevo alumno de los sábados. Fue sorprendente la fluidez de aquel amor secreto que ardió a fuego loco desde marzo hasta noviembre. Después de los dos primeros sábados creí que no podía soportar más los deseos desaforados de estar con ella a toda hora.

Estábamos a salvo de todo riesgo, porque su marido anunciaba su llegada a la ciudad con una clave para que ella supiera que estaba entrando en el puerto. Así fue el tercer sábado de nuestros amores, cuando estábamos en la cama y se oyó el bramido lejano. Ella quedó tensa.

– Tate quieto -me dijo, y esperó dos bramidos más. No saltó de la cama, como yo lo esperaba por mi propio miedo, sino que prosiguió impávida-: Todavía nos quedan más de tres horas de vida.

Ella me lo había descrito como «un negrazo de dos metros y un jeme, con una tranca de artillero». Estuve a punto de romper las reglas del juego por el zarpazo de los celos, y no de cualquier modo: quería matarlo. Lo resolvió la madurez de ella, que desde entonces me llevó de cabestro a través de los escollos de la vida real como a un lobito con piel de cordero.

Iba muy mal en el colegio y no quería saber nada de eso, pero Martina se hizo cargo de mi calvario escolar. Le sorprendió el infantilismo de descuidar las clases por complacer al demonio de una irresistible vocación de vida. «Es lógico -le dije-. Si esta cama fuera el colegio y tú fueras la maestra, yo sería el número uno no sólo de la clase sino de toda la escuela.» Ella lo tomó como un ejemplo certero.

– Es justo eso lo que vamos a hacer -me dijo.

Sin demasiados sacrificios emprendió la tarea de mi rehabilitación con un horario fijo. Me resolvía las tareas y me preparaba para la semana siguiente entre retozos de cama y regaños de madre. Si los deberes no estaban bien y a tiempo me castigaba con la veda de un sábado por cada tres faltas. Nunca pasé de dos. Mis cambios empezaron a notarse en el colegio.

Sin embargo, lo que me enseñó en la práctica fue una fórmula infalible que por desgracia sólo me sirvió en el último grado del bachillerato: si prestaba atención en las clases y hacía yo mismo las tareas en vez de copiarlas de mis compañeros, podía ser bien calificado y leer a mi antojo en mis horas libres, y seguir mi vida propia sin trasnochos agotadores ni sustos inútiles. Gracias a esa receta mágica fui el primero de la promoción aquel año de 1942 con medalla de excelencia y menciones honoríficas de toda índole. Pero las gratitudes confidenciales se las llevaron los médicos por lo bien que me habían sanado de la locura. En la fiesta caí en la cuenta de que había una mala dosis de cinismo en la emoción con que yo agradecía en los años anteriores los elogios por méritos que no eran míos. En el último año, cuando fueron merecidos, me pareció decente no agradecerlos. Pero correspondí de todo corazón con el poema «El circo», de Guillermo Valencia, que recité completo sin consueta en el acto final, y más asustado que un cristiano frente a los leones.

En las vacaciones de aquel buen año había previsto visitar a la abuela Tranquilina en Aracataca, pero ella tuvo que ir de urgencia a Barranquilla para operarse de las cataratas. La alegría de verla de nuevo se completó con la del diccionario del abuelo que me llevó de regalo. Nunca había sido consciente de que estaba perdiendo la vista, o no quiso confesarlo, hasta que ya no pudo moverse de su cuarto. La operación en el hospital de Caridad fue rápida y con buen pronóstico. Cuando le quitaron las vendas, sentada en la cama, abrió los ojos radiantes de su nueva juventud se le iluminó el rostro y resumió su alegría con una sola palabra:

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